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Cerebro humano, corazón de chimpancé

Son muchas las cosas que hacen que una especie sea diferente de otra. Una planta florida en primavera es sumamente distinta a un cactus reseco de desierto, así como un perro salchicha poco tiene que ver con el alazán de Atahualpa.

Históricamente, las especies se diferenciaron unas de otras por su morfología y se pensaba que una era más parecida a la otra por algún parecido en sus huesos, en sus hojas o en cualquier otra cosa observable a simple vista o con la ayuda de un microscopio.

Para cualquier lector resulta natural enterarse hoy que lo que diferencia a una especie de otra son básicamente sus genes. Ya no miramos tanto al cráneo de qué simio se parece el de los humanos, sino que miramos a los genes de qué simios se parecen los de los humanos.

Si tomamos esto como cierto, si pensamos que los genes son los que diferencian a un organismo del otro, hiere al ego de más de uno enfrentarse al crudo dato de que los hombres y nuestros más inmediatos antecesores, los chimpancés, somos prácticamente iguales en lo que a nuestra composición genética corresponde.

Segundo nivel

Indefectiblemente este dato nos abre la puerta a un segundo nivel de complejidad: no alcanza con conocer los genes. En un espíritu antropocéntrico se puede suponer que alguna diferencia tiene que existir entre los humanos y los chimpancés que haga que mientras los segundos dedican su tiempo a comer bananas y a masturbarse compulsivamente, los hombres y las mujeres construyan ciudades, fabriquen armas de destrucción masiva e investiguen como son sus genes, cuando ambos coinciden en un 98.7% en lo que a genes respecta.

¿Dónde está la diferencia? ¿Dónde está el origen de la diversidad? Buscando la respuesta a esta pregunta, Svante Pavo y otra buena cantidad de científicos se basaron en el siguiente fenómeno biológico.

Los genes son la sustancia material en la que está codificada la información para que nuestras células funcionen correctamente. Nuestros genes nos hacen humanos y nuestros genes hacen que seamos parecidos a mamá o a papá. Pero los genes en sí mismos no son los efectores de los procesos biológicos.

Los genes son transformados en ARN mensajero, que es el que después sirve como libro de instrucciones para que se generen las proteínas. Las proteínas son las verdaderas efectoras de la mayor parte de los procesos biológicos. Lo importante de esto es que pequeñas diferencias en la composición genética pueden transformarse en grandes diferencias en la composición de ARN mensajero y por lo tanto de proteínas.

Diferentes tipos celulares

Otra cosa determinante es que no todas las células de un organismo tienen la misma composición de ARN, mientras que sí todas tienen la misma composición genética y esto es básicamente lo que hace a un tipo celular diferente de otro.

Las células del hígado y las del cerebro tienen los mismos genes, pero tienen distinto ARN. Dicho en forma más técnica, sus genes se expresan en forma diferente. Paavo y compañía se preguntaron entonces: ¿puede haber una diferencia en la composición de ARN mensajero en las células del cerebro humano, comparativamente a la los chimpancés?

Para responder esto compararon en humanos, chimpancés y orangutanes la composición de ARN (conocida como transcriptoma) en células de hígado y de cerebro, utilizando para ello una moderna técnica de biología molecular conocida como chips de RNA.

A nivel genético los chimpancés son más parecidos a los humanos que a los orangutanes, pero como ya sabemos, los chimpancés se comportan de forma más parecida a los orangutanes que a los humanos.

Iguales, pero distintos

Los resultados del trabajo son espectaculares, ya que responden bastante bien a la pregunta. La composición de ARN mensajero del chimpancé es más parecido al del humano que al del orangután en el hígado (esto se llama el transcriptoma del hígado), lo que es esperable dado que son más parecidos genéticamente.

Sin embargo, en el cerebro ocurre lo contrario: el transcriptoma del cerebro de chimpancés coincide más con el de los orangutanes que con el de los humanos. Esto quiere decir que en algún momento de la historia evolutiva del hombre, ocurrió un cambio que hizo que la misma cantidad de genes se expresaran en forma distinta en el cerebro.

Es imposible asegurar únicamente en base a estos datos que la diferencia en la composición de ARN en las células del cerebro es la que está el origen del a diversidad, pero no es alocado pensar que esta diferencia en la expresión posibilitó un cambio en la estructura cerebral que tuvo como consecuencia lo que vemos a nuestro alrededor todos los días.

Este trabajo nos deja un gran resultado y dos importantes moralejas. El resultado es el de entender dónde puede haber estado el cambio que permitió al hombre desarrollar las facultades intelectuales que lo diferencian en buena parte del resto de las especies animales.

Moralejas

La primer moraleja es la de entender que a veces los razonamientos no son tan simples. Que no siempre la diferencia está en el tamaño y que a veces con los mismos componentes se pueden obtener resultados drásticamente diferentes. Como dice el refrán, a la hora de hacer magia no importa el tamaño de la varita.

La segunda moraleja es sumamente importante y tiene que ver con una forma de hacer ciencia. La ciencia moderna está plagada de artículos en los que lo que domina es la técnica. Artículos en los que no se usan los experimentos para responder una pregunta previamente armada, sino que se hacen experimentos casi al azar y con los resultados se decide tejer alguna conclusión.

No es difícil buscar una analogía en el arte. Un pintor puede empezar a tirar manchas en un cuadro y terminar con algo bonito por la simple razón de que es habilidoso para manchar, pero otra cosa muy diferente es cuando un artista sabe lo que quiere decir y tan sólo usa sus manos para llevar a una tela lo que está en su cabeza.

En el trabajo de Paavo pasa esto último. La pregunta es sumamente clara y los resultados la hubieran contestado de cualquier manera. En caso de que el transcriptoma del chimpancé hubiera sido tan parecido al del humano, como parecidos son sus genomas, el resultado hubiera sido menos espectacular: no se hubiera podido concluir algo tan fuerte como lo que se concluyó, pero la calidad científica no sería cuestionable.

Tal vez Paavo nos haya mostrado con su trabajo nuestro drama existencial, que es el de tener cerebro de humanos con corazón de chimpancé.

Lucas Sigman es miembro del grupo de modelado molecular del departamento de Química Inorgánica. Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires.