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El pensamiento filosófico vuelve a interesarse por las experiencias religiosas

El pensamiento filosófico vuelve a interesarse por las experiencias religiosas

La historia de la filosofía muestra que el pensamiento racional ha sido muy crítico con las religiones. Sobre todo desde la Ilustración en el siglo XVIII en Europa, las tradiciones filosóficas y las tradiciones religiosas parecen haber ahondado en sus diferencias. Pero en estos momentos percibimos que el pensamiento filosófico se vuelve a interesar por las experiencias religiosas. Dos libros de reciente publicación sobre aspectos filosóficos en España (comentados en “Actualidad Bibliográfica”) pueden avanzar en el horizonte de las tendencias de las religiones. Por Jesús Romero Moñivas.

El pensamiento filosófico vuelve a interesarse por las experiencias religiosas

La historia común de las tradiciones religiosas y el pensamiento filosófico ha estado jalonada de desencuentros y enfrentamientos. Sobre todo, cuando a partir de la Ilustración, el pensamiento científico va cobrando fuerza y constituyéndose el único intérprete de la realidad.

En Tendencias21 de las Religiones abogamos por la necesidad de tender puentes entre ciencia, filosofía y religión. Y filósofos modernos, como Charles Taylor, abogan por la persistencia de lo religioso desde otra perspectiva. En este época en la que la secularización crece, sin embargo las tradiciones religiosas cobran vida desde otros supuestos.

España, desde la guerra civil, ha sido escenario de enfrentamiento entre posturas filosóficas conservadoras-católicas (el nacionalcatolicismo) y progresistas-descreídas. Una ocasión perdida para dialogar y construir juntos. Pero todo se desvaneció en inútiles enfrentamientos. Dos ensayos filosóficos actuales parecen dar pistas para un reencuentro de sentido de las tradiciones religiosas.

El holismo crítico en antropología

La reflexión sobre la condición humana parece ser uno de los temas recurrentes en las comunidades seculares. Son numerosos los cursos que se organizan. Por otra parte, la poesía muestra el universal humano más allá de las particularidades de las culturas.

Un libro reciente (Jesús Muga Sánchez, Principios de antropología. El holismo crítico, Editorial Complutense, Madrid 2013, 263 pp.) abre perspectivas nuevas para entender al ser humano. La revista Actualidad Bibliográfica, en el número 100, editada por los jesuitas del Centre Borja de Sant Cugat (Instituto de Teología Fundamental), acaba de publicar una recensión extensa al hilo de la cual reflexiona sobre Filosofía y tradiciones religiosas. Reproducimos, con permiso de esta revista (que ha cumplido cien números), algunas de las ideas más significativas.

La lectura que hemos hecho de este ensayo de Jesús Muga Sánchez está impregnado del respeto y del cariño del que fue amigo de un hombre que nos dejó. Es un acto emotivo poder reseñar aquí la esperada obra póstuma de Jesús Muga, a quien conocí en los últimos años de su vida. Por aquel entonces se encontraba con todo su entusiasmo y vitalidad característicos en la formulación y desarrollo de lo que él denominaba “las nuevas humanidades”, para las que me propuso también entrar dentro del grupo de sus colaboradores.

El libro que presentamos es, precisamente, el centro de ese esfuerzo intelectual, puesto que dentro de esas nuevas humanidades, Jesús Muga consideraba como esencial formular una nueva antropología. Desgraciadamente, el 8 de diciembre de 2010 falleció repentinamente, cogiéndonos por sorpresa a todos, y con el manuscrito de esta obra (escrito con bolígrafo a mano) prácticamente cerrado.

Fue su amigo de toda la vida, el también filósofo Manuel Cabada Castro (filósofo del infinito), quien se encargó de la edición del libro, que se ha retrasado en su publicación desde entonces por los conocidos problemas económicos que atraviesa el mundo editorial y la universidad española. La tarea editorial de Cabada ha consistido básicamente en pasar el manuscrito a ordenador, en corregir erratas y en confeccionar la bibliografía, para lo que ha contado con la ayuda, no sólo de la mujer e hija de Jesús Muga, sino también de un discípulo y amigo suyo, Juan Carlos García Garrido.

Jesús Muga, que se formó en Innsbruck y Münster, fue profesor de antropología en la Universidad Complutense de Madrid. A pesar de su dedicación constante al pensamiento, no fue hombre de mucha producción escrita (a penas algo más de media docena de escritos), debido esencialmente a que su estilo era más socrático, más inspirador de discípulos, más entregado a “vivir la vida” y a “vivir el pensamiento”, que a la producción escrita. No obstante, nos ha dejado tres buenos libros: El Dios de Jaspers (1966), su grandiosa obra sobre El tiempo hebreo. Referentes antropológicos (2002), y la actual obra póstuma Principios de antropología (2013), que aquí reseñamos.

«Principios de antropología» (2013) de Jesús Muga

Los Principios de antropología de Jesús Muga es una obra póstuma. Los contenidos se estructuran en cinco capítulos, precedidos de una introducción. El libro está escrito con el característico estilo fluido y sencillo de nuestro autor, y con su tono apasionado, a menudo alejado de los formalismos academicistas. El primer capítulo, titulado La antropología y las teorías, es en realidad una reflexión de fondo, desde el punto de vista epistemológico de lo que, según Jesús Muga, debería de ser la nueva antropología.

Así, tras alejarse de los rasgos naturalista y racionalista de la corriente dominante en antropología, Muga propone una nueva ciencia antropológica basada en (a) el principio constructivista, frente a un realismo ingenuo y dogmático; (b) el supuesto de la individualidad, que reivindica los aspectos individuales y personales (la subjetividad); (c) el síntoma de la colectividad, que supone que la antropología trasciende la pura subjetividad cerrada para ocuparse de las relaciones intersubjetivas, y (d) el síntoma de la función práctica, que implica que el conocimiento antropológico tiene una dimensión operativa, que puede ayudar a impedir “la colonización o el dominio político de los otros” (p. 46).

Con todo ello, Jesús Muga propone una antropología “holista crítica”: y hemos de reconocer que es holística es.cyclopaedia.net/wiki/Holismo porque pretende integrar los elementos formales y esenciales característicos de todo lo humano: materia, colectivo e individuo (e historia). Así lo formula Muga: la Cultura (C) es igual a la materia (m), multiplicada por el colectivo (c) y el individuo (i), y elevado a la potencia de la historia (h): C = (m • c • i)h. Pero también crítica, precisamente porque la categoría tiempo/historia permite comprender que nuestro presente no es un estado ideal cerrado, sino que es susceptible de mejoras, en tanto que el futuro es un campo abierto de posibilidades y el hombre es un “animal de futuro”.

El capítulo segundo, por tanto, trata del Principio de cultura, que viene definida por la complejidad, la transmisión social y el simbolismo. Jesús Muga es un autor radicalmente culturalista desde sus primeras publicaciones antropológicas, en las que ha negado la existencia de una “naturaleza humana”. Es importante defender a Muga de posibles críticas injustificadas: lo que rechaza nuestro autor es la naturaleza humana en cuanto esencia inmutable (a menudo cuasi metafísica), universal y transversal a toda la especie humana, fijista, atemporal y estática, formulada de forma no empírica y contrastada.

Por oposición a este concepto clásico, Muga afirma con Ortega que el ser humano no tiene naturaleza, sino cultura, es decir, que la naturaleza humana es la cultura. Sin embargo, Muga no niega la influencia de lo biológico, lo orgánico y lo material; al contrario, su principio de materialidad supone que el cerebro, el aparato respiratorio, digestivo, etc. son un elemento esencial a tener en cuenta en toda antropología, del mismo modo que el entorno ecológico, y todas las cuestiones químicas, físicas, etc.

En cualquier caso, la cultura viene condicionada, como dijimos, por condicionamientos materiales (biológicos, ecológicos, tecnológicos, etc.), colectivos (grupales, económicos, políticos, etc.) e individuales (psicológicos, simbólicos, numinosos, etc.).

Implicación para las tendencias de las religiones

Todas estas consideraciones orteguianas en la antropología de Jesús Muga tienen implicaciones para las tendencias de las religiones. La religión, por tanto, se considera como un constructor cultural y no como un existencial ínsito en la presunta naturaleza humana. Las tradiciones religiosas, por ello (aunque no aluda a esto Jesús Muga) deben ser consideradas desde una perspectiva sociológica –en este paradigma – como construcciones culturales, elaboraciones sociales donadoras de sentido.

Aunque Muga no llega hasta aquí, sin embargo su insistencia el los condicionamientos materiales e individuales constructores de la identidad humana, se desequilibra un poco. En vez de tratar extensamente todos esos elementos formales de la ecuación, pasa por alto los condicionamientos materiales y grupales en el resto del libro (que, desde mi punto de vista, son esenciales para una antropología), y los tres siguientes capítulos se dedican al principio individual, al constructivista y al histórico.

Me parece que el principio constructivista no es estrictamente un elemento formal antropológico al mismo nivel que los otros, sino más bien un rasgo individual del modo de conocer, que viene determinado, precisamente, por el ineludible principio de la colectividad. En cualquier caso, como es un manuscrito póstumo, nunca sabremos si Muga hubiera sido receptivo a estas observaciones. Así, pues, digamos unas líneas sobre los tres restantes capítulos.

El capítulo tercero trata del Principio del individuo: en él Muga pretende rescatar para la antropología al individuo, pero a lo que denomina un individuo “holístico” es.wikipedia.org/wiki/Serial/holístico. Por ello, nuestro autor se ha opuesto con firmeza a la cosificación de lo humano, bien sea como naturaleza, idea, materia o pura biología.

Pero la cosificación ha ido acompañada de otro peligro igualmente erróneo: la privatización del sujeto sobre sí mismo, aislado y encerrado, haciendo abstracción de la colectividad de la que surge y a la que siempre remite. Para Muga es necesario advertir que “nada humano se puede explicar, prescindiendo del individuo. Pero […] se requiere un individuo personal sin deformaciones, sin reduccionismos, sin mutilaciones” (p. 128).

El principio constructivista, simbolismo e historia

El capítulo cuarto introduce el Principio constructivista con el que Muga, en sintonía con las epistemologías modernas, trata de combatir el naturalismo y el racionalismo conducentes al dogmatismo, poniendo en un plano esencial el simbolismo propio de lo humano.

Muga se declara relativista en el sentido de Ortega, sin por ello ser escéptico. Es un relativismo que no niega la posibilidad de “verdades” universalmente aceptadas. Pero que los humanos accedemos a ellas desde nuestra particular visión de las cosas, desde la propia perspectiva.

Y afirma que, puesto que el relativismo “tiene que ver con los modos de hacer y ser de nuestra especie, modos siempre temporales, aplazados, contingentes y, por lo mismo, relativos de pleno derecho. Por tanto, aceptemos esa condición inmanente de nuestro ser y hacer. En eso radica nuestra modernidad, nuestra valentía, nuestra grandeza” (p. 153).

Es precisamente en este punto donde cobra importancia el simbolismo propio de los humanos, ya que carecemos de instintos, de entornos físicos “naturales”, y por ello la acción humana es transformadora, apropiadora de la realidad a través del simbolismo.

Finalmente, el último capítulo es el Principio de la historia o principio temporal: si uno de los rasgos antropológicos más insistentemente defendido por Muga ha sido siempre la carencia de una naturaleza humana fija y estática, ello se debe a otro de los rasgos igualmente muganianos: la ineludible dimensión temporal y la apertura esencialmente futura de, no sólo la existencia humana, sino realmente de su ontología propia. A la defensa de lo temporal y la crítica de lo atemporal en lo humano había dedicado ya su tesis doctoral que sólo recientemente pudo ser publicada como El tiempo hebreo (2002).

El ser humano y el tiempo

Muga distingue tres formas de comprender las relaciones entre el ser humano y el tiempo: (1) El tiempo mítico: que pretende vaciar de historia y de temporalidad la existencia humana y cósmica a través de la creación de mitos atemporales, y que es característico de la mentalidad primitiva. Se pueden distinguir varios modelos de tiempo mítico, que nos contentamos simplemente con enumerar: modelo de los arquetipos celestes de las realidades espaciales, modelo mítico de la regeneración periódica del tiempo, modelo propio de los arquetipos divinos de los rituales y el modelo de los arquetipos propios de las actividades profanas o seculares.

(2) El tiempo mitológico: también elimina el referente temporal de lo humano, pero lo hace a través de la transición del mito al logos propia del mundo griego. Ciertamente el logos de alguna forma seculariza y racionaliza los mitos atemporales de la mentalidad primitiva, pero sigue conduciendo a la misma conclusión: evasión o eliminación de la historicidad del cosmos y del mundo humano. También aquí se pueden distinguir varios modelos: modelo del presente eterno, modelo temporal dualista y el modelo del tiempo circular.

(3) El tiempo histórico: finalmente, para Jesús Muga existe este tercer modo de comprender lo temporal en relación con el ser humano, que consiste básicamente en eliminar todo lo que de mítico y mitológico ha oscurecido lo humano. Lo que queda es el tiempo propio de los humanos. Este tiempo histórico está constituido por unas categorías, que nos conformamos con citar, pero que son de una extraordinaria sensibilidad moderna: la categoría futuro, la de la posibilidad real, la de lo nuevo y la de lo último. Son estas las que tomadas en serio evitan el “miedo” al tiempo y a la historicidad con las que operan el mito y la mitología.

Estos tres paradigmas de comprensión de la implicación humana en el tiempo, tiene –necesariamente – implicaciones para la percepción de las tendencias de las religiones para el siglo XXI. La experiencia socialmente compartida de la trascendencia humana adopta significados emergentes de relevancia para el futuro. Pasamos de unas experiencias religiosas marcadas por el esencialismo y el dogmatismo a unas experiencias diferentes, en las que lo mitológico y lo simbólico abren nuevas perspectivas de adentramiento en el interior más íntimo de cada ser humano. El “homo religiosus” del siglo XXI, se van configurando en fronteras existenciales muy diferentes, menos institucionales, más subjetivas, más nouminosas, más laicamente “sagradas” (en el sentido de los nuevos sociólogos de las religiones)

Transición

Aquí se acaba el manuscrito que nos legó Jesús Muga. Según Manuel Cabada Castro, en algunos borradores o esquemas provisionales aparecía un último capítulo sobre “el principio de la dialéctica” , aunque no aparece escrito.
En cualquier caso, esta obra de madurez de Jesús Muga, que afianza y desarrolla los principios antropológicos ya prefigurados en su pensamiento décadas antes, contiene intuiciones esenciales para construir no sólo una antropología filosófica, sino también una antropología sociológica y, en otro orden, debería ser asumida también por una antropología teológica a la altura del tiempo histórico que vivimos. Muga con su vida y su muerte ejemplificó vitalmente los principios que contenían su antropología teórica. Gracias y descanse en paz.

¿Existe en España un patrón filosófico?

La lectura del libro de Jesús Muga nos lleva a un planteamiento más amplio: ¿ha existido en España un patrón filosófico, un paradigma propio, un quehacer intelectual idiosincrático?

Tal vez podamos rastrear una respuesta con la lectura del segundo de los libros que comentamos: el de José Luis Moreno Pestaña, La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la guerra civil, [Biblioteca Nueva, Madrid 2013, 223 pp.] De este ensayo tenemos también una recensión amplia en la revista Actualidad Bibliográfica, en el número 100. Revista muy interesante, editada por los jesuitas del Centre Borja de Sant Cugat Instituto de Teología Fundamental, con cuya autorización publicamos este comentario.

José Luis Moreno Pestaña es una rara especie del mundo académico actual. Filósofo y sociólogo; en los inicios de su carrera intelectual (apenas 43 años) es, sin embargo, un autor prolífico, fronterizo e interdisciplinar, conocido en ambos frentes, aunque posiblemente él mismo no se reconoce enteramente en ninguno. Sus publicaciones basculan entre lo filosófico y lo sociológico, a veces más hacia un polo y otras en la frontera entre ambas orillas.

El libro que aquí reseñamos es su última obra, que puede encuadrarse a un tiempo en la historia y en la sociología de la filosofía, y que además refleja en cada una de sus páginas lo que, para Moreno Pestaña, debería de ser la filosofía. Porque, a fin de cuentas, La norma de la filosofía trata de eso: de cómo los juegos de consagración institucional y consagración académica no siempre van juntos, de cómo se construyen los tipos normativos de qué es la filosofía y quién puede ser considerado filósofo, y de las formas de comprender las trayectorias institucionales y intelectuales de los filósofos.

El pensamiento filosófico vuelve a interesarse por las experiencias religiosas

Ser y considerarse filósofo en España

Son temas estos que Moreno Pestaña ha analizado en varias ocasiones y en diversos contextos en los últimos años. En este libro se reúnen algunos trabajos ya publicados anteriormente, y otros inéditos, cuyo conjunto muestra una aproximación sistemática e histórica a todas esas cuestiones anteriores, a través de un estudio de caso: cómo la Guerra Civil y la posguerra ayudaron a gestar el patrón filosófico español en abierta oposición a la tradición orteguiana dominante hasta entonces.

Digámoslo de forma resumida: Moreno Pestaña muestra que tras la Guerra Civil en España triunfó la acepción “canónica de la filosofía” (como comentario descontextualizado de sentencias filosóficas coherentes) gracias al “asesinato institucional” del orteguismo y su otro modelo de quehacer filosófico.

Para comprender esta conclusión, el punto de partida se encuentra en una tipología esencial para captar la complejidad de los juegos que se dan en toda carrera intelectual.
Esta primera tipología se refiere a los diversos polos de excelencia intelectual: (a) reconocimiento institucional, que hace referencia al logro de un lugar donde poder desarrollar la actividad intelectual; (b) reconocimiento intelectual, que supone que alguien es reconocido por sus pares de un campo intelectual determinado; y (c) autonomía creadora: esta última significa que el reconocimiento intelectual por los pares puede deberse o no a una verdadera autonomía creativa del intelectual, especialmente cuando la producción del intelectual no se limita a las expectativas establecidas del momento (producción de ciclo corto), sino que tiene efectos más allá incluso del marco cultural y temporal en el que se gestaron (producción de ciclo largo).

Con estos tres polos pueden comprenderse mejor las diversas combinaciones que se pueden dar entre los intelectuales: “desde aquel que acumula los tres tipos de consagración […], hasta quien, poco reconocido por sus pares y condenado a puestos institucionales marginales […], genera una red de atención e inspiración compleja y amplia. […] Por otro lado, se encuentran todas aquellas carreras consagradas por la simple reactualización del corpus filosófico clásico […]. O aquellas en que la gran consagración institucional se compagina con el desdén de los pares” (p. 34).

Este cuadro y todas sus posibilidades intermedias muestran la verdadera complejidad del campo intelectual, que por tanto no queda reducido a una sola de esas variables.

Ser filósofo contra viento y marea

Lo que Moreno Pestaña mostrará a lo largo del libro es precisamente la lucha de diversos intelectuales españoles que reflejan en sus trayectorias los juegos para acreditar o desacreditar (en el plano institucional, intelectual o creativo) a sus contrincantes filósofos. Ahora bien, estos juegos de acreditación-desacreaditación no se hacen estrictamente con el poder de las armas, ni siquiera con el poder político-institucional.

El campo intelectual tiene unas reglas, y quien pretende acreditar o desacreditar a otros, debe hacerlo siempre justificándolo a través de esas reglas argumentativas.

En el caso que analiza Moreno Pestaña, los juegos de acreditación se realiza a través de debates entre filósofos que reúnen las siguientes propiedades: (a) si tienen o no presencia institucional, (b) si persiguen públicos académicos exclusivamente o también extraacadémicos, y (c) si tienen un modelo de filosofía centrado o no en el cultivo exclusivo del canon filosófico.

De estas tres propiedades surgen ocho combinaciones posibles: no obstante, para nuestro caso las esenciales son las dos primeras. La posición de Ortega y su escuela antes de la Guerra suponía un grupo con presencia institucional, con públicos amplios y con una concepción filosófica abierta (no canónica). Este grupo perdió la batalla frente al grupo católico que salió reforzado tras la Guerra, y que se caracterizó por tener presencia institucional, públicos amplios pero una concepción canónica de la filosofía. Con ello, se conseguía establecer la “norma de la filosofía” española, que como dijimos antes, implicaba la desacreditación del modelo de filosofía desarrollado por Ortega y su escuela, fortaleciéndose el modelo canónico de comentario de textos de autores.

Desde nuestro punto de vista, encontramos aquí los restos del naufragio de una ocasión perdida. Tras la guerra civil, aquellos filósofos que más podían ayudar a la reconciliación entre pensamiento racional y tradiciones religiosas fueron sistemáticamente arrinconados. El poder del pensamiento cayó en manos, en general, de añejos pensadores que domesticaron la filosofía en aras de un nacionalcatolicismo. Una gran ocasión perdida.

La posición católico-canónica

Por supuesto, lo que aquí he presentado de forma teórica, Moreno Pestaña lo demuestra empíricamente de modo especial en el capítulo 1. Allí, con abundantes datos históricos expone las trayectorias de diversos filósofos antes y después de la Guerra Civil, que refleja un claro cambio en las carreras académico-institucionales y, como consecuencia, el inicio de la lucha por la acreditación entre la posición católico-canónica y la posición orteguiana.

Así, Moreno Pestaña nos dice que hubo carreras universitarias que se confirmaron: jóvenes prometedores de la universidad republicana —por ejemplo, Enrique Gómez Arboleya y Francisco Javier Conde — se convirtieron, ya en el franquismo, en lo que esperaban ser, aunque tuvo que mediar una conversión política más o menos vertiginosa. También se expulsó a otros miembros que incluso los vencedores sabían más que competentes —los intelectuales religiosos, criticando a Ortega (por ejemplo, Vicente Marrero), no dudaban en citar a José Gaos como autoridad.

En otros casos, por ejemplo el del José Yela Utrilla o en el de Joaquín Carreras Artau, la guerra les permitió recuperar carreras que se encontraban encalladas. Otros, en fin, aceleraron su carrera, como fue el caso de Adolfo Muñoz Alonso o José Luis López Aranguren.

También analiza el reclutamiento de intelectuales de clases bajas o la exclusión de género. Este cambio de dominio en el ámbito filosófico encontró una racionalización justificativa a través del conocido debate entre Julián Marías (discípulo de Ortega) y Pedro Laín Entralgo acerca de las generaciones; debate al que Moreno Pestaña dedica el capítulo 2.

Este debate entre Julián Marías y Laín Entralgo muestra, como ya he indicado, que lo político no puede por sí mismo imponerse en el debate intelectual, y que la discusión entre el biologicismo o no en la cuestión de las generaciones, trataba de justificar (por parte de Laín Entralgo) el hecho real de que la Guerra Civil había alterado interesadamente las sucesiones generacionales.

Ahora bien, a fin de cuentas, tras estas luchas entre facciones y generaciones, lo que estaba en juego era la imposición de un nuevo canon o norma de la filosofía. En el trasfondo, nos encontramos otra vez con un conflicto entre un pensamiento conservador y un pensamiento más abierto. Y aunque en ambos bandos hubo católicos confesos, la victoria del ala conservadora condenó a la intelectualidad progresista católica española al ostracismo. Una gran pérdida para haber podido colaborar en la construcción de un pensamiento abierto que impulsara unas tradiciones religiosas más en consonancia con los nuevos tiempos. Se perdió el momento de sentar las bases para las tendencias de las religiones en España para el siglo XXI.

La construcción de un nuevo canon filosófico español

Es en el capítulo 3 donde Moreno Pestaña desarrolla de manera explícita y sistemática lo que constituye el objetivo del libro: mostrar la formación de ese nuevo canon filosófico español frente y en oposición explícita a la tradición de Ortega y su escuela.

El modelo filosófico tanto de José Ortega y Gasset como de Xavier Zubiri implicaba siempre una hibridación con las ciencias (sobre todo con las Humanas, en el caso de Ortega, y físico-naturales, en el caso de Zubiri). Pero fue precisamente este modelo el que fracasó, y el problema “no fue solo el catolicismo (había católicos orteguianos, como Marías) ni la posición ideológica de Ortega (autores tan antifascistas como Ortega, como Gabriel Marcel o Karl Jaspers no merecían reproches filosóficos coordinados y constantes)” (p. 129).

Lo que muestra Moreno Pestaña es que el campo intelectual no está nunca completamente dominado por intereses político-ideológicos, ni siquiera en momentos tan politizados como una posguerra y una dictadura. El frente contra Ortega, pues, hay que entenderlo como un ataque que, aunque teñido de intereses religiosos (catolicismo) y políticos (anti-fascismo), tuvo como objetivo implantar un nuevo modo de comprender la filosofía y de acreditar a un verdadero filósofo.

Curiosamente, Gaos o Marías (o el propio Zubiri), a pesar de otras divergencias, compartían con sus “adversarios” la misma acepción de lo que debería ser la filosofía, de ahí que fueran discutidos y criticados respetuosamente. El caso con Ortega (o antes, con Unamuno) era distinto: a Ortega no se le consideraba un verdadero filósofo porque para los vencedores tras la Guerra Civil, la filosofía: (a) sólo puede ser sistemática, (b) y debe separarse de cualquier modelo histórico y sociológico. Rasgos, ambos, ausentes en Ortega. De hecho, no sin ironía, los adversarios de Ortega solían decir que había sido Santiago Ramírez (punta de lanza del escolasticismo español), el que a través de sus exposiciones sobre Ortega había construido la filosofía sistemática que el propio Ortega nunca pudo hacer.

Y tampoco es casual que incluso Gaos o Marías sintieran como un defecto real la asistematicidad de su maestro: ello se refleja en el hecho de que Gaos se irritara ante la incapacidad de Ortega de escribir el prometido libro sistemático, y que Marías no comprendiera bien la crítica radical de Ortega al escolasticismo, no en cuanto un sistema filosófico concreto (como lo entendió Marías) sino como modo de hacer filosofía sin referencia a marcos históricos, culturales y científicos determinados.

El rechazo hacia Ortega y Gasset: la ocasión perdida

La ontofobia, el historicismo y la hibridación con las ciencias de Ortega nunca pudieron ser aceptados por sus adversarios, para quienes el filósofo verdadero trata con objetos filosófico atemporales, descontextualizados y eternos: mientras Ortega se preocupa de cómo son las cosas y su pensamiento queda reducido a sociología o cultural, el filósofo verdadero se centra en qué son las cosas, en la Verdad, y por ello es un intelectual que sabe dialogar con los filósofos que le precedieron, sólo a través de la discusión conceptual, sin referencia a contextos.

Así, mientras que se acusaba a Ortega de que su obra sólo se centraba en lo óntico (considerado despectivamente), el filósofo, por el contrario, tiene que estudiar lo ontológico, porque para el nuevo canon de la posguerra “hacer filosofía es construir sistemas por medio del comentario de filósofos” (p. 212).

Sin embargo, el “canon orteguiano” no despareció completamente. Es cierto que fue barrido de las facultades de filosofía por el “canon oficial”, pero su expulsión institucional no significó su muerte intelectual.

Moreno Pestaña desarrolla en el último capítulo un ejemplo de esta revitalización en España del debate acerca de si la filosofía debe ser una reflexión “pura” y descontextualizada, como afirma el canon oficial, o si, por el contrario, como opinaba Ortega, la filosofía sólo es tal en hibridación con las ciencias. La discusión entre Manuel Sacristán y Gustavo Bueno en los años setenta muestra que, a pesar de sus diferencias, “ambos continúan y especifican el proyecto de Ortega de hacer filosofía en diálogo con las artes liberales de nuestro tiempo y construir totalizaciones precarias de los saberes contemporáneos” (p. 207), una filosofía híbrida con las ciencias humanas y físico-naturales, una filosofía muy diferente del canon impuesto tras la Guerra Civil, que según Sacristán se reducía a “especialistas en el ser que no conocen ente alguno” (p. 182).

Conclusiones

Todas estas consideraciones, que yo sólo he podido nombrar, son desmenuzadas magistralmente por la incisiva mente de Moreno Pestaña, filósofo, sociólogo e historiador que apuesta explícitamente por el proyecto orteguiano, frente al canon escolástico de la posguerra y la dictadura. No sólo los sociólogos o historiadores deberían estar interesados en esta obra. Quizá, ante todo, sean los propios filósofos, la mayor parte aún presa de ese canon (aunque a menudo inconsciente), los que podrán aprender a reconsiderar su ejercitación filosófica.

Consideraciones similares podrían hacerse de la antropología de Jesús Muga a la que aludimos en la primera parte de este artículo. España perdió una gran ocasión de haber cooperado a la construcción de una urdimbre filosófica que podría haber fundamentado el desarrollo de una generación de pensadores que, junto con el rigor de su pensamiento y la libertad de sus propuestas, hubieran colaborado a la construcción –en el caso español – de un catolicismo riguroso, comprometido y dialogante con la modernidad. Desgraciadamente, este proyecto solo pudo ser posible en medios muy reducidos. Una ocasión perdida para la elaboración de una clase intelectual abierta a las tradiciones religiosas del siglo XXI.

Jesús Romero Moñivas. Profesor de Sociología de la Universidad Complutense y colaborador de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión.

RedacciónT21

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