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La realidad sin fronteras es el nuevo paradigma del conocimiento social

Existe en todos los seres humanos de todos los tiempos una tendencia a lo trascendente que toma distintas apariencias. Es la forma en la que el sujeto se proyecta hacia la realidad tratando de entenderla o construirla. El impulso de trascendencia está vinculado a la esperanza en que el futuro existe, cualquiera que sea su materialización. Por eso queremos influir en él y ayudarlo a construir, aunque sepamos que es en esta acción en la que el sujeto se conoce y se construye a sí mismo. Esa corriente interna que constituye la justificación de una vida humana, y que la dignifica, parece ser el aliento permanente en toda la especie y de toda la materia. También nos habla de lo no manifestado que intuimos que existe, lo cual nos nutre la fe en el futuro, y la esperanza en que nuevas creaciones nos lo anuncien. Por eso, para buscar sin prejuicios, no hay que establecer fronteras. Por Alicia Montesdeoca.

La realidad sin fronteras es el nuevo paradigma del conocimiento social

La sociedad, tal y como hoy se percibe y se explica, es una trampa que atrapa en su sistema a sus miembros. Todo es tan previsible, todo está tan racionalmente explicado y justificado, que hace preguntarnos: ¿dónde está la vida? ¿Cómo se abren las grietas de esta armadura social para que ella emerja con su fuerza renovadora? ¿Cómo se manifiesta en los individuos, aunque estos se conduzcan como si no existiese su impulso creador?

Otra cuestión, que por obvia suele soslayarse, es la que nos hace preguntarnos de quién y de qué hablamos cuando decimos “sociedad hoy”. En una sociedad compleja como en la que vivimos, abierta, plural, con modelos democráticos, más o menos admitidos y más o menos desarrollados, modelos que son contemporáneos de otras formas de organización social que responden a la diversidad social mundial, no podemos hablar en singular cuando nos referimos a ella: si hay otros mundos, todos están dentro de nuestro mundo; si hay otras sociedades, todas están dentro de nuestra sociedad; si podemos hablar de etapas históricas humanas, todas las estamos viviendo simultáneamente.

Por lo tanto, hemos de ser conscientes de la domesticación que padece nuestra mirada, obsesionada en la creación de una teoría cuyo objetivo principal es alcanzar una explicación que le sirva como único mapa, para colocarlo encima de esta realidad social tan diversa, aplastándola al pretenderla ajustar al molde teórico creado, a pesar de que ella se desborda por todos los costados, pues no hay una explicación única del mundo, y todas las que existen guardan relación entre sí, todas explican la realidad, de alguna manera, y en todas las explicaciones está la verdad que se perseguía.

¿Y qué es el ser humano? ¿Sólo un producto de la sociedad? ¡Triste suerte la de ese ser y la de esa sociedad que así se construye!: crea una jaula de hierro, se mete en ella, cierra con llave y tira la llave fuera de la jaula. Esta dinámica origina serias contradicciones, ¿Cómo se resuelven? Acumulando sobre ellas cascotes que las ocultan. ¿Y el dolor que produce? ¿Hacia dónde conduce el hambre, la enfermedad, la muerte, las guerras? ¿La persistencia de las desigualdades, no es suficiente motor para provocar una reflexión distinta de aquella que se limita a escribir la crónica de lo que observa?

Esta actitud positivista hace perder pronto la inquietud por la pregunta permanente y lleva a generar un espíritu conservador, ante el pequeño reto que supone llegar a la cúspide de una simple meseta. Todo parece terminar cuando ese espíritu se asienta sobre una conclusión teórica (con pretensiones de explicarlo todo), fría y distante, y que en su elaboración ha huido de contaminarse, pretendiendo, con ello, ser objetiva.

Sin embargo, el posicionamiento que adoptamos en este análisis es el de situarlo en la misma perspectiva en la que se sitúa esta autora: descubriendo y reconociendo las peculiaridades del propio ángulo. Un ángulo que está fundamentalmente dominado por lo “sensible”. Es éste, también, la perspectiva para vivir individualmente, y en sociedad, de esta mujer que habla desde su feminidad, desde su maternidad, desde la esperanza y la creencia en que la vida nos crea, nos conduce y nos protege, si asumimos sus leyes como patrones para vivir y convivir.

El instinto como aliento de vida

Esta posición le lleva a sentir y pensar que es el instinto el aliento de la vida. El mismo impulso que conduce los comportamientos en los grandes conflictos y en los acontecimientos cotidianos, y que en las mujeres parece estar más en la epidermis. Ellas son, principalmente, las que tratan de conservar y de defender la vida: son las mujeres de la “Plaza de Mayo”, que no se rinden; son las mujeres del “Tercer Mundo”, que luchan por sus descendencias contra las hambrunas, las enfermedades y las guerras que les esquilman; son las mujeres del “Primer Mundo”, llenas de contradicciones porque no terminan de asumir el modelo modernista que se les propone o se les impone. Todas, y a pesar de todo, poniendo en evidencia que existe una fuerza distinta que no se deja domesticar, aunque las apariencias traten de ocultar esta verdad.

Por eso, no voy a hablar de mí como mujer, voy a ser mujer para hablar de la fuerza de la vida que se manifiesta y que sostiene la realidad social. A través de este modelo trato de evidenciar a esa fuerza (la vida) que se quiere domesticar a través de las religiones, las ideologías, la ciencia y la tecnología. Ella aparenta dejar hacer hasta la saturación de las contradicciones generadas por aquellos modelos que pretenden construir al ser humano sólo como “sujeto pensante”.

Y, así, hemos llegado a una sociedad en la que una parte ha alcanzado importantes niveles de desarrollo, de comodidad, de saturación de objetos y de servicios y, también, ha “logrado” una importante y grave desconexión del mundo sensible. Sin embargo, la vida sigue latiendo y, si queremos, podemos descubrir su juego mirando transversalmente toda esa acción humana.

De otra manera, a la vida sólo la vamos a poder observar en su forma “salvaje”; allí donde los acontecimientos y las contradicciones se han agudizado; allí donde las sociedades nuevas tratan de sobrevivir, y observar qué savia emerge (nueva o vieja, la única) para renovar el mundo; allí donde, aún, las formas tradicionales de relación, y los valores que atesoran, no se han ocultado en la lucha por obtener lo material.

Lo que se reivindica, en esta forma de buscar conocimiento, no es una petición que encierra un “déjame mirar y déjame expresarme”. La propuesta es: observa como miro; escucha lo que expreso; reflexiona cómo interpreto la realidad que vivo, detrás de ello hay una vivencia individual fruto de una experiencia colectiva, una búsqueda permanente de respuestas sobre la verdad, aunque ésta siempre esté sugiriéndose y sepamos que no se va a manifestar en su totalidad.

Actuar desde el corazón

Por eso, quiero permitirme actuar según sea el impulso que nace desde el corazón y desde las entrañas, y que la cabeza le dé sólo la forma para expresar el saber que siento. Es decir, el conocimiento como certezas que fluyen a través de los poros y que no proceden de la racionalización, sino de una especie de memoria acumulada en el cuerpo, la cual se despierta ante estímulos que conectan con la esencia del universo, haciéndonos participar, por unos instantes, de algo inmenso que no se puede atrapar, pero que como una brújula orienta nuestra búsqueda de esas certezas.

Para ello observo la realidad construyéndose en un eterno movimiento. Movimiento que identifico como un proceso y que tiene que verse como etapas de un ciclo entre vida y muerte. Un ciclo que puede ser expresado como ciclos vitales, o como ciclos temporales o ciclos espaciales… o todos a la vez, pero que nos han de descubrir el punto en el que se encuentran las realidades que estamos observando y que estamos viviendo, porque el observador o la observadora, de esa realidad, está íntimamente dentro de ese proceso: es el investigador parte de lo investigado.

En realidad es la experiencia vital la que sirve de medio para que el proceso se ponga en marcha, se materialice. Esto, necesariamente, lleva al actor a sentir que es un factor involucrado en el juego del proceso, un proceso que es interno y externo. Así, al analizar aquello que enfoca, ve y conoce su realidad interna. Es decir, mira aquello que le habla de sí mismo, y en su actuar crea una realidad que interacciona con la de los otros, y que propicia una nueva que le devuelve una mayor perspectiva, y una profundización mayor de qué es y quién es.

La fuente de la acción consciente

Con todo esto, lo que se pone en evidencia es la fuente desde donde nace la acción consciente. Es una fuente interna que se nutre y se renueva constantemente. Si se pierde de vista esta perspectiva interna, se pierde o se adormece la creatividad, y se le cede el protagonismo al objeto, y el objeto no tiene por qué estar conectado con la vida, porque el objeto del que se habla es aquel que ha sido creado por el actor: él no se crea.

Dos compromisos mueven esta perspectiva: uno como socióloga. Este compromiso me impulsa a adoptar una posición determinada para analizar la sociedad desde la esperanza, observando aquellos procesos que dan sentido a la construcción de la vida social, sobre todo en lo que se refiere a la construcción de aquellos valores que permiten una interacción más justa y solidaria, y una posibilidad para el futuro.

El segundo compromiso, como creadora, tratando de construir un discurso que hable de la esencia que moviliza la voluntad de hacer del alma, un alma que hace latir su creación y que ama lo que crea porque siente la necesidad de estar viva, la necesidad de vivir, totalmente, las experiencias vitales humanas: experiencias de placer y de dolor, de nacimiento, y también de muerte. Con todo ello nosotros contamos para construir una reflexión que nos lleve a la comprensión del sentido de nuestra acción, compartiendo con los demás, sin reparos, vivencias, encarnación y teorías.

Esto parte de la creencia de que existe en todos los seres humanos de todos los tiempos una tendencia a lo trascendente que toma distintas apariencias, se arropa de distintas maneras, se justifica con distintos ideales y se argumenta de distintos modos. Es la forma en la que el sujeto se proyecta hacia la realidad tratando de entenderla o construirla. El impulso de trascendencia está vinculado a la esperanza en que el futuro existe, cualquiera que sea su materialización. Por eso queremos influir en él y ayudarlo a construir, aunque sepamos que es en esta acción en la que el sujeto se conoce y se construye a sí mismo.

“La trascendencia es como un ímpetu que se difunde en todo sentido, que acaso se realiza en largos trayectos de manera seguida y continua, pero sin que esta continuidad constituya para ella la ley” (…): “ser es trascender”, resume Francisco Romero . (…) “El trascender llega a su pureza y perfección, continúa este autor, en cuanto trascender hacia los valores, en cuanto limpio y veraz reconocimiento y ejecución de lo que debe ser”(…)

Por eso, lo importante, en todo análisis, es ir al fondo de cualquier argumentación, tratar de dar con aquella corriente interna que impulsa la corriente de la superficie, y que adopta la forma cultural que en ese momento histórico sea determinante para alimentar la intención profunda que motivan las acciones. Esa corriente interna que constituye la justificación de una vida humana, y que la dignifica, parece ser el aliento permanente en toda la especie y de toda la materia. También nos habla de lo no manifestado que intuimos que existe, lo cual nos nutre la fe en el futuro, y la esperanza en que nuevas creaciones nos lo anuncien.

Fijados en esta posición, vayamos a tratar de aprovechar aquellas luces que encendieron la intención de trascendencia de cualquier teoría, sin enredarnos en aquellas ya integradas, aceptando que las que hoy nos sirven como explicación a los hombres y mujeres de este siglo, mañana serán vistas como insuficientes, y sólo quedará como válido aquel intento de buscar respuestas a las inquietudes eternas que anidan en el pecho de los individuos, y que se manifiestan con distinto ímpetu en cada época, según sean los valores que se hayan establecido, haciendo que nos sintamos un solo y único corazón que late en el mismo cosmos. Por eso, para buscar sin prejuicios, no hay que establecer fronteras.

Alicia Montesdeoca

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