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Estamos a 100 segundos del Apocalipsis nuclear

En 2017 se nos otorgó el Premio Nobel de la Paz a la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN) por dos razones: por concientizar el mundo sobre las consecuencias humanitarias de las armas nucleares, y por nuestros esfuerzos revolucionarios en lograr una prohibición de dichas armas a través de un tratado.

La humanidad enfrenta actualmente dos amenazas existenciales: el cambio climático y las armas nucleares.

Las armas nucleares producen una destrucción devastadora multidimensional, tanto en el espacio como en el tiempo.

Los mecanismos de las armas nucleares  no solamente son capaces de destruir ciudades y de matar y herir a mucha gente en un solo momento, sino que el área que destruyen se vuelve inhabitable.

Sus espantosas consecuencias serán padecidas por quienes las sobrevivan por mucho tiempo, incluso por su progenie.

Tras una detonación nuclear, cualquier respuesta de atención a emergencias es imposible: los heridos sufrirán su agonía solos.

Además, el pulso electromagnético que producen -que abarca una extensión muchísimo mayor- es capaz de averiar cualquier aparato tecnológico, incluidas las telecomunicaciones, generando una verdadera catástrofe en nuestra era tecnológica.

El reloj del apocalipsis

Y el riesgo de que esto ocurra es enorme. El Reloj del Boletín de científicos atómicos, que mide el riesgo de la destrucción de la humanidad en minutos hacia la media noche, señala que en 2020 faltan menos 100 segundos para el Apocalipsis. Este es el riesgo más alto desde que dicho reloj se creó en 1947.

Son principalmente tres factores los implicados en marcar este riesgo: primero, la retórica incendiaria de los líderes de los Estados nucleares y sus amenazas a la ligera de usar sus arsenales.

Segundo, el propio cambio climático, que puede generar y potenciar conflictos locales y regionales. Y tercero: el riesgo creciente de una detonación accidental.

Solamente en EE. UU. se han documentado más de mil accidentes con el arsenal nuclear, 6 de los cuales estuvieron a punto de generar una guerra nuclear.

De las 14.000 ojivas nucleares que existen en el mundo, aproximadamente unas 1.600 se encuentran en estado alerta máxima, apuntando hacia ciudades, listas para ser detonadas en minutos.

La alta dependencia tecnológica hace que los sistemas de alerta máxima sean vulnerables a ciberataques, error tecnológico y humano, y este riesgo es tan alto que el “Future of Life Institute” ha determinado que la guerra nuclear más probable será una accidental.

Es decir, si estamos vivos hoy, no es por una buena gestión de estas armas, sino por mera suerte. Y si no estamos dispuestos a apostar a que esta suerte nos durará para siempre, debemos trabajar activamente por el desarme nuclear, y debemos procurarlo de forma urgente.

Estas no son armas prácticas. Es imposible controlar sus efectos. No se pueden contener en el espacio y en el tiempo. No respetan fronteras. Usarlas sería un acto suicida. No están hechas para blancos militares, sino para matar civiles.

Su valor se basa, únicamente, en la carga semántica de las palabras “potencia nuclear”. En equiparar fuerza destructiva con poder y prestigio. De asustar al enemigo con una destrucción mutua.

Las armas nucleares son, entonces, un símbolo. Un símbolo que se ha construido y mantenido, hasta hace muy poco, con la participación y la permisividad del resto del mundo.

Prohibirlas

El 7 de julio de 2017 en la ONU, 122 países, una clara mayoría, votaron en favor de adoptar el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares.

Este tratado prohíbe la producción, la tenencia, el almacenamiento, el tránsito, el uso y la amenaza del uso de las armas nucleares.

Este tratado es el fruto de una nueva forma de hacer política internacional en el desarme nuclear, en la que los Estados no nucleares son quienes toman las riendas: un proceso al que en el 2015 Costa Rica se refirió como la democratización del desarme nuclear.

Ahora bien, la prohibición de las armas nucleares no es algo nuevo. Latinoamérica lo entendió muy bien con el Tratado de Tlatelolco en 1967, que las prohibió en toda la región y creó la primera zona libr