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Moncloa tiene más contaminación nuclear que los entornos de las centrales en activo

4 de marzo de 2012. Madrid (España). Domingo. 15:30h. Los detectores de la red gamma del CIEMAT registran unos niveles de radiación de 0.19 µSv/h en la Avenida Complutense (Ciudad Universitaria).

Un becario bisoño accede a la red y compara los datos obtenidos en Madrid con los de Saelices el Chico (Salamanca), la localidad donde se localiza la principal mina de uranio de Europa Occidental de la que se extrajeron 5.700 toneladas de concentrado de uranio desde que inició su actividad en 1954. Los medidores apenas registran 0.17 µSv/h.

Sigue comprobando datos y para su asombro en las inmediaciones de la mayoría de las centrales nucleares españolas en activo los niveles están por debajo de los de la capital.

El becario no sale de su asombro y no deja de preguntarse el porqué de esa radiación en pleno corazón de la capital. ¿A qué se debe?

Uno de sus jefes observa divertido la cara de preocupación del neófito. Sin mostrar gesto de asombro alguno realiza un viaje en el tiempo de 42 años, al sábado 7 de noviembre de 1970. A las 15:00h una soldadura del reactor experimental de neutrones rápidos Coral-1 (ubicado en la Ciudad Universitaria) falla y se produce un derrame.

Cerca de 80 litros de refrigerante altamente contaminado se vertieron al exterior. Una parte acabó en el río Manzanares, otra en el subsuelo filtrado en la roca porosa de la zona. La radiación continúa hoy.

El accidente nuclear se mantuvo en secreto, solo unos pocos militares y científicos implicados en el poyecto conocían lo sucedido. El reactor nuclear continuó en activo hasta 1987 (la segunda legislatura del Gobierno socialista). El presidente González acabó con la carrera por contar con una bomba nuclear española.

Franco no fue ajeno a la carrera nuclear desatada tras las explosiones atómicas de Alamogordo, Hiroshima y Nagasaki. La Unión Soviética logró una copia exacta de Fat Man: la bomba (РДС-1) que detonó con éxito el 22 de agosto de 1949 en Semipalatinsk.

El sueño nuclear español

El éxito soviético hizo pensar a los prohombres de la Dictadura que si se sumaban al selecto club nuclear, España conseguiría energía disponible para uso civil y respeto como potencia militar. El almirante Carrero Blanco consideraba que poseer un ingenio atómico pacificaría las ambiciones territoriales de Marruecos e incluso serviría como elemento de presión para recuperar Gibraltar.

A nuestro favor, contar con las mayores reservas de uranio de Europa y el talento del contralmirante ingeniero de la Armada, José María Otero Navascués (marqués de Hermosilla). En 1947, Otero Navascués presenta un informe al CSIC aconsejando que se iniciaran las investigaciones sobre la energía nuclear en España y capta a personajes como Esteban Terradas y Antonio Colino López. El general Juan Vigón emula al general Leslie Groves. Comienza la andadura nuclear española.

Once años después, en 1958, los noticiarios del NO-DO graban la inauguración de un pomposo edificio. El Generalísimo corta la cinta del Centro Nacional de Energía Nuclear Juan Vigón, sede central de la Junta de Energía Nuclear y hogar del reactor Coral-1. La institución se consagra a conseguir el sueño atómico de Franco y Carrero Blanco.

Más que sueño, pesadilla, porque los científicos tropiezan con innumerables difcultades técnicas (no debía de haber tanto talento como se suponía). Ahora bien, la suerte se alió con ellos en forma de accidente aéreo.

El 17 de enero de 1966, un B-52 colisiona en vuelo con un KC-135 de reaprovisionamiento. Los aparatos caen, pero una de las cuatro bombas termonucleares Mark 28 (modelo B28RI) que trasportaba el bombardero es localizada intacta en la desembocadura del río Almanzora. Milagrosamente el programa nuclear español avanza, pero nunca llegó al éxito.

Murió Franco, pasó la Transición y llegaron los primeros gobiernos de la democracia, los de UCD y el PSOE, y España sigue sin firmar el Tratado de No Proliferación Nuclear. El reactor no se desmantela hasta 1987; la tentación de poseer una cabeza nuclear es muy fuerte. Pero eso es otra historia.

(*) Eduardo Costas es biólogo y catedrático de Genética. Este artículo se publicó originalmente en el blog Más que ciencia. Se reproduce con autorización.