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La casa sin palabras

Ficha técnica
Título: La casa sin palabras
Autor: Ángel García Galiano
Editores: Álvaro Llosa y Mónika Poza
Editado en: Editorial Lulu

Cuando se habla hoy de desafíos literarios, se suele hacer referencia por lo común a desafíos formales. No deja de ser curioso que, en un momento en que la gran mayoría de los escritores han renunciado a los experimentos lingüísticos, la innovación formal siga siendo un criterio indiscutible a la hora de consagrar retrospectivamente los clásicos contemporáneos ( valga el oxímoron ). Un caso elocuente en España es el de Tiempo de silencio, catapultada al canon escolar antes que nada por ser la transposición castiza de los hallazgos joyceanos. Entendida así, la literatura no se diferencia demasiado de un sistema de patentes ( » Monólogo interior «, marca registrada ) y de agencias nacionales de importación / exportación.

Si la Casa sin palabras encierra un desafío literario de altura, éste no hay que buscarlo en su forma – sometida explícitamente al esquema tradicional exposición-desarrollo-desenlace – sino en un reto sin duda menos llamativo pero no por ello menos difícil: la construcción de un personaje y de una situación históricamente plausibles, pero ficcionalmente improbables. La distinción no es caprichosa. No sé si habrá un sólo comisario solitario e impasible en las ciudades españolas; en cambio, en las novelas producidas en las últimas décadas abundan más que los empleados de banca. En el censo de personajes ficticios, me aventuro a asegurar que no existía Erinia, la protagonista de esta novela: una mujer de un pueblo castellano que emigra a Guinea Ecuatorial a finales de los años cuarenta y allí entra en contacto con una realidad que desborda y contradice todos los parámetros sociales y culturales entre los que hasta entonces había vivido.

La situación del novelista no se diferencia demasiado de la del químico que prepara un compuesto inédito con dos elementos en principio incompatibles: la Mancha y la selva tropical. Los riesgos de semejante operación son evidentes y no incluyen sólo un claro peligro de explosión, sino otros más insidiosos, que derivan del aspecto artificioso y exhibicionista propio de muchos experimentos. Nada tan fácil, en efecto, como explotar de entrada el choque brutal entre la naturaleza tropical y el universo mental de una manchega analfabeta; nada tan tentador como tratar de imitar el tour de force de Faulkner en El ruido y la furia, y trabajar sobre el lenguaje para destruir espectacular y artificialmente la diferencia esencial que separa al autor virtuoso de un personaje intelectualmente limitado.
La manera en que el autor afronta su particular reto es aquí muy distinta. En lugar de subrayar la dificultad que entraña, procura minimizarla. Como se ha señalado muchas veces a propósito de la Conquista de América, el problema de los primeros cronistas españoles era nombrar realidades nuevas con palabras inadaptadas a ellas, lo que Ángel Rosenblat sintetiza con la fórmula de » vino nuevo y odres viejos «. Ángel García Galiano no ha tratado de fabricar nuevos odres, sino que, de una manera voluntariamente discreta, ha conseguido trasegar la difícil materia de su relato en los moldes casi provocadoramente clásicos de un relato que recupera formas en principio obsoletas como el género epistolar. La apuesta de la novela no es tanto la de crear un lenguaje nuevo capaz de recrear la realidad exuberante ajena de la naturaleza virgen, como la de lograr infiltrar lo » Otro » representado por ella en un esquema narrativo familiar. La inclusión de los magníficos poemas » fang » al inicio de cada una de los capítulos se ajusta perfectamente a este designio. Su enigmática belleza, puesta al servicio de la división tripartita característica de la narración occidental, apunta a un espacio de convergencia entre culturas que opera en un sentido opuesto al del exotismo: lo más extraño y lo más cercano convergen en la transparencia de una narración nunca demasiado alejada de lo oral, de la misma manera que Erinia y su criada Alene se encuentran, más allá de las diferencias de sus respectivos universos, en la plenitud humana de la amistad. Es en este sentido en el que se demuestra la adecuación de estructura narrativa y contenido ético, o, más llanamente, de forma y fondo.

La estrategia adoptada resulta tan arriesgada como otra en apariencia más experimental. La casa sin palabras no siempre consigue eludir las amenazas que entraña su toma de partido. La limpidez del desarrollo narrativo no permite que personajes como Paloma o el mismo Juan adquieran la suficiente complejidad. El conformismo y la rutina de los colonos se halla perfectamente descrita, pero se echa en falta una descripción más dura del aspecto sombrío de la empresa colonizadora y de las propias costumbres de la tribu, que contrapesara la naturaleza luminosa de Erinia y Alene. La metáfora de la casa de muñecas, esencial en el relato, se halla a veces demasiado subrayada, al igual que las reflexiones de la protagonista acerca de su regreso a España. La exigente voluntad de transparencia se realiza en ocasiones en menoscabo de la ambigüedad. No obstante, no cabe negar la coherencia de una concisión y una claridad laboriosamente perseguidas que no excluyen en modo alguno la complejidad, y que, lejos de ajustarse a las expectativas que pudiera despertar en el lector » una novela africana «, las subvierte de manera radical.

Selva y aventura resultan, en la mayor parte de la literatura occidental, sinónimos. La casa sin palabras se sustrae a esta equiparación idealizadora. El lector en busca de peripecias de safari se ve defraudado desde las primeras páginas. Enseguida se nos impone una rutina, un aburrimiento, una lenta sucesión de lluvias y nimios acontecimientos cotidianos que el imaginario occidental considera imposibles en el corazón de África. Los habitantes de la colonia no son intrépidos exploradores, sino arribistas ávidos de riqueza, impermeables a la alteridad que los rodea. África – ¡ colmo del antiexotismo ! – aburguesa. » El problema es que aquí vivimos todos como marqueses» dice un personaje de la novela. En plena selva ecuatorial, la estrechez mental del catolicismo español se exaspera, se inmoviliza en una parodia de los valores imperantes en la Península. En estas condiciones, la aventura de Erinia tiene muy poco que ver con las que jalonan el viaje de los protagonistas de películas como La Reina de África. Físicamente, su aventura se limita a atravesar el pequeño río que separa su casa del poblado donde vive la tribu a la que pertenece su criada; interiormente, ese corto paseo supone recorrer una abismal distancia cultural, salvar los obstáculos de todo tipo con que los prejuicios y la cobardía encierran a los hombres, salir al encuentro de lo «completamente otro » que, según Otto, constituye la esencia de la divinidad.

La colonización busca imponer al otro la propia identidad. Guinea, gracias a la acción civilizadora del Régimen, puede y debe convertirse en una provincia más de España. En Erinia se completa el movimiento inverso. Guinea la lleva a liberar España de las mentiras y la represión impuestas por el régimen franquista. El descubrimiento del otro conduce a una asunción de sí mismo; la tribu de los Fang, con sus extraños ritos, produce el efecto inesperado de despertar la conciencia política de la protagonista, según una evolución que recuerda a la del Pereira de Tabucchi. Es así como, sin abandonar en ningún momento el tono intimista que la caracteriza desde las primeras páginas, La casa sin palabras consuma una última y sorprendente transición entre la Mancha y Guinea, entre la más insólita de las historias – una mujer de pueblo entre los fang – y la más cercana – la muerte de un padre en la Guerra Civil. El lector descubre así que las historias que escuchó alguna vez de boca de sus padres o de sus abuelos podrían resonar también en la » Casa de las palabras » de los fang pues comparten con ellas el mismo sentido moral que La casa sin palabras reivindica. La historia de Erenia cuestiona muchas fronteras para afirmar con más fuerza la única esencial: la que separa la vida estéril de la vida fecunda, el autoengaño del conocimiento auténtico de sí mismo.

RedacciónT21

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