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Matemáticas y Religión: Nuestros lenguajes del signo y el símbolo

Matemáticas y Religión: Nuestros lenguajes del signo y el símbolo

Aquellos que, como yo, están interesados en el diálogo ciencia-religión encontrarán en el libro “Matemáticas y Religión: Nuestros lenguajes del signo y el símbolo”, escrito por Javier Leach, matemático y sacerdote jesuita, un libro valioso y excepcional con ideas originales en ese campo. Alvaro Balsas

Matemáticas y Religión: Nuestros lenguajes del signo y el símbolo

Ficha Técnica

Título: “Matemáticas y Religión: Nuestros lenguajes del signo y el símbolo”
Autor: Javier Leach
Edita: Sal Terrae. Enero, 2011
Colección: Ciencia Religión

Como conocedor profundo de la ciencia, la filosofía y la teología, el autor elabora un ensayo muy equilibrado, fascinante y articulado, que está libre de dogmatismos y fundamentalismos tanto científicos como religiosos. En este ensayo el lenguaje formal de la lógica y las matemáticas es el hilo conductor que permite vincular estos tres campos del conocimiento humano (ciencia, filosofía y teología).

Leach propone un modelo de relación entre ciencia y religión que él llama NOSYMA (Magisterios no simétricos). En este modelo, que Leach presenta como alternativo al propuesto en la década de 1980 por Stephen Jay Gould, y que Gould llamó NOMA (Magisterios no superpuestos). Según la propuesta de Leach, la ciencia y la religión no se pueden separar, pues están relacionadas de manera complementaria y no simétrica. Esta asimetría se basa en el hecho de que en algún momento de su discurso, el conocimiento religioso necesita de la ciencia para hablar de manera significativa y en diálogo con nuestra cultura occidental, que claramente está vinculada a la ciencia y la tecnología, mientras que la ciencia puede, en teoría, desarrollarse y buscar sus objetivos sin hacer referencia a la religión.

No puedo estar más de acuerdo con Leach en que «esta asimetría es un plus para la ciencia, ya que en ella se considera que la ciencia es autónoma, pero también es un plus para la religión porque atribuye a la religión una visión más integral del mundo y de la vida» (p. 156-157). Leach descubre el papel singular que juega el lenguaje formal de la matemática como lenguaje público que vincula la ciencia con la filosofía y la teología. Esto lo hace teniendo en cuenta cómo los esfuerzos humanos para organizar el lenguaje, como portador de sentido, son fundamentales para el progreso humano, y buscando dentro de los tres tipos básicos y complementarios del lenguaje humano: formal, empírico y metafísico-religioso , utilizados respectivamente por la lógica y las matemáticas, las ciencias empíricas y la filosofía y la teología, y basados cada uno de ellos en percepciones diferentes de la realidad.

En los últimos siglos, los logros de la ciencia empírica basada en leyes naturales, y expresada mediante el lenguaje unívoco de las matemáticas, llevó a la idea de que los lenguajes formales y empíricos podrían alcanzar la verdad y la certeza absoluta acerca del mundo y de la vida humana, convirtiendo, por lo tanto, el lenguaje metafísico en obsoleto. Sin embargo, el descubrimiento, en el siglo XX, de los teoremas de la incompletitud e indecidibilidad para ciertos sistemas formales llevó a la conclusión de que, en general, estos sistemas deben permanecer abiertos y no pueden trasmitir certezas absolutas. No sólo los sistemas formales tienen esta característica de apertura. De hecho, esta misma propiedad se encuentra en los sistemas reales, descritos por las ciencias empíricas contemporáneas, como la física cuántica, la biología y la neurociencia. Puesto que tienen que ser tomados en consideración diferentes sistemas formales todos ellos presumiblemente consistentes, el principio de consistencia (o principio de no contradicción) permanece como la base más amplia de la certeza y la verdad en las matemáticas y nos permite elegir entre los diferentes sistemas formales.

Esta situación le lleva a Leach a poner en paralelo los lenguajes formales (basados en signos) con los lenguajes metafísicos (basados en símbolos), afirmando que «la consistencia es un principio lógico que une a la metafísica y las matemáticas» (p. 91), y que «al incluir a la vez pluralismo y certeza unívoca (consistencia), podemos concluir que las matemáticas y la ciencia permanecen favorablemente abiertas al lenguaje y a las ideas de la metafísica «(p. 91).

Dado que nuestro mundo está abierto a la incompletitud, e indecidibilidad, y la racionalidad matemática y científica requieren en último término la consistencia (dentro de cada uno de los sistemas plurales que coexisten y que no se excluyen mutuamente entre sí), y dado que la consistencia no se puede demostrar dentro del lenguaje formal para teorías suficientemente complejas, podemos concluir que la consistencia del lenguaje es una presunción metafísica, que se convierte en un valor científico, y también a la vez en un valor teológico. Esta es la lección «que ofrece la historia de las matemáticas al actual diálogo entre la ciencia y la religión» (p. 115).

En suma, la apertura de las matemáticas y las ciencias empíricas y su exigencia de consistencia es una buena noticia que nos permite poner en diálogo los lenguajes formal, empírico y metafísico-religioso. De hecho, todos ellos comienza por la elección de sus propias hipótesis (y por una creencia en ellas) y continúan construyendo, por «deducción», sus propios sistemas lingüísticos, que, al final, están abiertos y se trascienden entre sí (p.152) en un diálogo fructífero.

Creo que las ideas interesantes que ofrece este libro permiten a creyentes y no creyentes implicarse en un diálogo fecundo y que el lector tiene en él un instrumento poderoso e inspirador para la investigación futura en el campo de la ciencia y la religión. Por todo esto, yo recomiendo vivamente este libro excepcional y fascinante.

Alicia Montesdeoca

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