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Por qué y para qué combate el Estado Islámico

Cuando sorpresivamente el Estado Islámico (EI) emergió en la escena en 2013 y en pocos días sus combatientes ocuparon extensos territorios habitados por suníes en Iraq y Siria, hasta los servicios de inteligencia activos en la región tuvieron que admitir su desconocimiento sobre este nuevo protagonista. A diferencia de Occidente, en Medio Oriente la religión […]

Farhang Jahanpour

Farhang Jahanpour

Por Farhang Jahanpour
OXFORD, Gran Bretaña, Sep 16 2014 (IPS)

Cuando sorpresivamente el Estado Islámico (EI) emergió en la escena en 2013 y en pocos días sus combatientes ocuparon extensos territorios habitados por suníes en Iraq y Siria, hasta los servicios de inteligencia activos en la región tuvieron que admitir su desconocimiento sobre este nuevo protagonista.

A diferencia de Occidente, en Medio Oriente la religión aún juega un papel predominante en la vida de los pueblos.

Cuando se habla de suníes y chiíes, las diferencias no son comparables a las que existen entre católicos y protestantes en el Occidente contemporáneo, sino que hay que retroceder hasta las guerras de religión europeas (1524-1649), que se cuentan entre las más brutales y sangrientas de la historia.En razón de su ideología, fanatismo y crueldad, de los territorios que ya ha ocupado, y de sus ambiciones regionales y quizás globales, el EI configura la mayor amenaza desde la Segunda Guerra Mundial. Tiene el potencial de cambiar el mapa de Medio Oriente y desafiar los intereses occidentales en el golfo Pérsico o Arábigo, y más allá.

Así como la europea Guerra de Treinta Años (1618-1648) no tuvo solamente orígenes religiosos, los conflictos entre suníes y chiíes también obedecen a diversas motivaciones, frecuentemente exacerbadas por las diferencias religiosas.

Desde que Estados Unidos presionó a los gobiernos de Arabia Saudita y Pakistán para que, tras la invasión soviética a Afganistán en 1979, organizaran la contraofensiva de los yihadistas, pasando por la emergencia de Al Qaeda y los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, siguiendo por la invasión de Afganistán en 2001 y de Iraq en 2003, y las acciones militares en Pakistán, Yemen, Somalia, Libia y Siria, parece que Washington tiene el efecto contrario del rey Midas: en cada crisis en que interviene su mano, todo se convierte en ruinas

Ahora, con el levantamiento del EI, antes conocido como ISIS, y otras organizaciones terroristas, todo Medio Oriente está en llamas. Nadie debe cometer el error garrafal de suponer que se trata de un movimiento local destinado a desaparecer, o ignorar su influencia sobre multitudes de militantes suníes marginalizados y desilusionados.

En razón de su ideología, fanatismo y crueldad, de los territorios que ya ha ocupado, y de sus ambiciones regionales y quizás globales, el EI configura la mayor amenaza desde la Segunda Guerra Mundial. Tiene el potencial de cambiar el mapa de Medio Oriente y desafiar los intereses occidentales en el golfo Pérsico o Arábigo, y más allá.

Desde que el Islam apareció en los desiertos de Arabia en el siglo VII, con su mensaje monoteísta y el eslogan “no hay otro Dios que Alá y Mahoma es su profeta”, cambió la condición de los árabes y dio origen a una religión y una civilización que hoy en día tiene unos 1.500 millones de fieles en todo el mundo.

A diferencia de otros profetas que no alcanzaron a ver en vida el éxito de su misión, Mahoma no solo logró unir a los árabes en la península arábiga en nombre del Islam. También creó un Estado y reinó sobre los convertidos al Islam como gobernante y como profeta. Fue así un caso único en la historia de las religiones.

En consecuencia, mientras las demás religiones tienen en mente un estado ideal, el “reino de Dios”, como una aspiración futura, para los musulmanes el estado ideal se encuentra en el pasado, en el gobierno de Mahoma en Arabia, en la vida y las enseñanzas del profeta.

Cuando en el bienio 1516-1517 el ejército del sultán otomano Selim I conquistó Siria, Palestina, Egipto y Arabia con sus santuarios, el sultán asumió el título religioso de califa. Por lo tanto, el imperio otomano fue a la vez el califato suní.

La caída del imperio turco otomano y la abolición del califato en 1922 no solo fue traumática en sentido político y militar, ya que al mismo tiempo los suníes perdieron la máxima autoridad religiosa con su función unificadora.

Para muchos occidentales es difícil comprender el sentimiento de derrota y humillación de los suníes como consecuencia de las pérdidas sufridas en el siglo pasado. Para tener una idea, hay que imginar la caída de un poderoso imperio cristiano multisecular junto con la abolición del papado.

Con el fin del califato, los países suníes fueron divididos y controlados por potencias extranjeras, que impusieron su dominación en los planos económico, militar y cultural.

Antes del colapso del imperio otomano las potencias occidentales y Gran Bretaña en particular, habían prometido a los árabes que a cambio de levantarse en armas contra los turcos, se les concedería la formación de un califato islámico en las tierras árabes sujetas al imperio otomano.

Además de traicionar esa promesa, Francia y Gran Bretaña secretamente fraguaron el acuerdo Sykes-Picot (1916) para repartirse las tierras árabes.

Y en virtud de la Declaración Balfour (1917), Londres ofreció al movimiento sionista un territorio en Palestina que no era suyo, para “dar un hogar al pueblo judío”.

Cuando terminó la era de la colonización, en todo el Medio Oriente ascendieron al gobierno, golpes de Estado mediante, regímenes de militares que habían luchado contra la dominación extranjera: el general Kemal Ataturk en Turquía, el general Reza Khan en Irán, el coronel Gamal Abdel Naser en Egipto, el coronel Muammar Gaddafi en Libia.

También los golpes militares en Siria e Iraq, que sucesivamente llevaron al poder al partido Bath, con el general Hafez Al Asad en Siria, y el brigadier Abd al-Karim Qasim, el coronel Abdul Salam Arif y Saddam Hussein en Iraq.

Prácticamente todos los países de Medio Oriente alcanzaron la independencia mediante golpes de militares que ignoraban el bagaje histórico, cultural y religioso de sus propios países y eran completamente ajenos a los conceptos de democracia y de derechos humanos.

Los gobiernos castrenses lograron establecer un cierto orden, a punta de bayoneta.

Ante la ausencia de organizaciones de la sociedad civil, de tradiciones democráticas y de libertades sociales, el único camino abierto a las masas deseosas de sacudirse las dictaduras militares fue el de volver a la religión y utilizar las mezquitas como sus cuarteles.

La aparición de movimientos religiosos como la Hermandad Musulmana en Egipto, Ennahda en Túnez, el Frente Islámico de Salvación en Argelia, Al Da’wah en Iraq y otros, representó la mayor amenaza para los regímenes militares, que los reprimieron y proscribieron.

La tragedia de los modernos regímenes mediorientales ha sido su incapacidad de coexistir con los movimientos islámicos y, por lo tanto, con los amplios estratos sociales que aquellos representaban.

Es así que tras repetidas derrotas y humillaciones entre los militantes suníes, especialmente entre los árabes cuyos países fueron divididos y sometidos al colonialismo occidental y después a dictaduras militares, fue creciendo la añoranza por el califato.

Cuando se pronuncia la palabra califato islámico, los suníes comprometidos experimentan un sacudón de adrenalina.

El fracaso de los regímenes militares y la marginalización y la eliminación de agrupaciones de inspiración religiosa han desembocado, ahora, en la irrupción de un movimiento extremista.

El grupo terrorista EI se vale de esta situación y basa su atractivo en la convocatoria para el resurgimiento del califato.

Farhang Jahanpour, exprofesor y exdecano de la Facultad de Lenguas de la Universidad de Isfahan, enseña desde hace 28 años en el Departamento de Educación Permanente en la Universidad de Oxford.

Editado por Pablo Piacentini

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Fuente : http://www.ipsnoticias.net/2014/09/por-que-y-para-…

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