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La democracia no es el último paso de la civilización

La democracia no es el último paso de la civilización

Las elecciones generales en España, que se desarrollan el próximo 14 de marzo, constituyen un buen momento para reflexionar acerca de un modelo de convivencia que da muestras de agotamiento. ¿Quién dice que la democracia es el último paso de la civilización o que ha tocado fondo en sus posibilidades? La cuestión está en que no podemos dejar que nos duerma el discurso de los que han renunciado, ni de los que han hecho de las renuncias de los otros su oportunidad. No es la falta de esperanza la que nos puede hacer entender lo que está sucediendo, sino la falta de un modelo teórico nuevo que nos ayude a ir más allá de lo que simplemente observamos y que sólo interpretamos como realidad externa. No nos queda más opción que la de buscar salidas para reavivar la convivencia, en la complejidad de lo que somos hoy. Por Alicia Montesdeoca.

La democracia no es el último paso de la civilización

En España ha comenzado la campaña para las nuevas elecciones generales. Si bien la movilización de los partidos es cada día más evidente, para mostrar a sus candidatos y presentar sus intenciones y programas, y así lograr ser elegidos, nadie parece preocuparse por conocer cómo se siente el ciudadano después de una legislatura; cuál es el grado de compromiso y de participación que en cuatro años se ha generado en la ciudadanía y para qué; a qué niveles ha llegado el estado de salud de la convivencia, etc.

Es decir, para qué ha servido la acción política institucional durante los últimos cuatro años. Pero ninguna organización y ningún candidato hacen balance crítico de sus actuaciones: la consigna es ¿hay quien dé más?. Sin embargo, nunca se ha ofrecido para la convivencia un producto con menos sensibilidad hacia los problemas que nos acucian.

Los verdaderos objetivos a perseguir se diluyen en el desgaste del discurso oportunista, defensivo, agresivo y destructor dirigido contra el adversario político. Los intereses del modelo económico generalizado, únicamente, o, en el peor de los casos, el de los “profesionales de la política”, priman sobre los intereses de sus representados y de las instituciones que apuntalan o deberían apuntalar la democracia.

Así, el panorama que presentan los partidos políticos del arco parlamentario es desolador, aunque se quiera hacer ver que la unidad está garantizada. Lo que está realmente garantizado, en estos momentos, es la desconfianza interna y la externa a causa del panorama electoral.

Valores para este tiempo

Los partidos políticos ofertan como buenos mercaderes, a voz en grito, las delicias y beneficios de sus propios humos, pero ninguno responde con valores, valores para este tiempo, aquí y ahora, para un mundo que despierta de la modernidad con toda la casa patas arriba.

Por un lado, culturas que se mezclan, integrismos que tratan de defender la esencia de sus tradiciones por la fuerza de la muerte; tendencias a la globalización por encima de los individuos, de las etnias, de las culturas, de la historia, de la realidad.

Por otro lado, una realidad local, nacional e internacional, donde las conductas, los acuerdos, los consensos, las normas y las leyes afianzan, aún más si cabe, las diferencias entre riqueza y pobreza; poder y abandono; desarrollo económico y principios éticos; justicia institucional y desprecio por los principios; afán científico por dominar la vida y menosprecio por la vida concreta de cada ser y de cada especie; conocimiento de la complejidad y desvinculación de la realidad concreta en la que se vive; desarrollo tecnológico acelerado y despilfarrador y desprecio de la experiencia que lleva a la elaboración de un conocimiento trascendente.

Balance del aznarismo

En el caso de España, que es al que nos estamos refiriendo concretamente, si nos centramos en la enumeración de los logros del “aznarismo” a partir de una mirada sobre aquellos que únicamente satisfacen expectativas materiales, y obviamos el precio ético y moral que suponen; si evaluamos las consecuencias que para la dignidad de una sociedad tiene la que a ésta se la compre por un plato de lentejas, se la duerma con discursos vacíos, se la convenza de que siempre estaremos estancados en el mismo lugar: el de las diferencias por razones de poder económico, de pertenecer a la raza blanca, de haber nacido en el norte estratégico, de tener capacidad destructiva (sea por poseer las armas o por tener acceso a los medios de comunicación con el arma del discurso y de la palabra tergiversada), la desesperanza y sus consecuencias se ponen rápidamente de manifiesto.

Los profesionales de la política ni parecen saber dónde están, ni qué representan. Ganar o no ganar, esa es la expectativa frustrante que encierran unas elecciones en este contexto descrito. Así no hay proyecto que ilusione al votante.

¿Es el votar un ejercicio de la voluntad de gobernar o para que otros gobiernen mis intereses según unas pautas que yo he elegido? ¿Se elige un proyecto político o se elige una cara bien promocionada? ¿Son las cualidades que aparenta el candidato, después de haber sido bien entrenado por expertos en el disimulo y en el barniz, las que dan contenido a la democracia? ¿O ésta tiene suficiente valor por sí misma y mecanismos de supervivencia como para garantizar que no se la entierre antes de que se muera sola?

Por otro lado, ¿es capaz el modelo democrático de articular la defensa de los intereses de todas las generaciones presentes, y por venir, con sus diferentes necesidades materiales y espirituales, e ir “reciclando” todos los residuos que se producen, como en cualquier experiencia colectiva?.

Perseguir los fines

La acumulación de cuestiones históricas sin resolver, aunque se haya elegido un modelo para la convivencia, es un lastre que frena la evolución dinámica y enriquecedora de la propia sociedad, puesto que no es cuestión de que todos pasen por el mismo rasero, sino que todos se sientan justamente tenidos en cuenta.

Por otro lado, si analizamos la acción política del último partido en el poder a partir de valoraciones sobre lo “aparente” que ha estado “el presidente” y no de si el modelo institucional adoptado sirve para avanzar en la historia, después de 25 años de ejercicio de democracia en este país, y de más de 200 años en otros lares, o si con dicho modelo se logra justicia, equidad, diversidad, enriquecimiento material y espiritual, valores, convivencia, ilusión, madurez, equilibrio, armonía, etc. en la sociedad, en los individuos, en lo interno y en lo externo de cualquier realidad, no llegaremos nunca al meollo de la cuestión principal: ¿está la sociedad logrando sus fines?

Las instituciones han tenido su origen en las necesidades sociales, y han de estar sometidas a las dinámicas históricas de las sociedades, no pueden convertirse en un peso que frene la voluntad de aquellos a los que tiene que servir. El edificio institucional de toda sociedad ha de estar soportado por cimientos firmes, pero sus paredes han de ser flexibles y con capacidad de transformación.

Desde su nacimiento han de estar claros los valores sobre las que nace, las necesidades históricas a las que ha de responder y sus puertas y sus ventanas han de estar abiertas a la renovación y mejoras permanentes. También, las instituciones han de estar dispuestas a desaparecer sin traumas si fuese necesario, cuando las necesidades de la vida en común sean otras.

La democracia no es el último paso de la civilización

Voces nuevas

Toda realidad nos habla bien y mucho de lo viejo que se muere y señala a los que se resisten a su entierro, queriendo seguir nutriéndose de los despojos del muerto. Engancharnos a ese carro es no mirar más allá y descubrir qué es lo que emerge como realidad nueva y que probablemente esté latiendo en nosotros mismos, dándole sentido a nuestros proyectos diariamente.

Esa realidad que late con voces nuevas, también está en muchos otros que no participan en el entierro y a los cuales no vemos como actores, porque nuestra mirada sigue aún enganchada en creencias que no sirven para darle forma a otro futuro.

Observemos a esta sociedad, en este momento que nos ha tocado vivir, con la mirada puesta en su historia y con los ojos clavados en el horizonte de su futuro. Recuperemos la capacidad de conectar la cotidianidad con las leyes que atraviesan la vida. Adquiramos la conciencia de en qué manera se propicia que dichas leyes de la vida se pongan de manifiesto en la propia vida ciudadana, con sus ciclos y sus procesos.

Las instantáneas de la realidad, que tanto usamos como referencias para la actuación, sólo nos sirven para tomar el pulso de cómo van los procesos. Por otro lado, esos procesos no los podemos controlar fácilmente (ni tan siquiera con la democracia) porque se nos escapan gran parte de los factores en juego.

La sociedad como proceso

Por lo tanto, miremos a la sociedad, cualquiera que sea su momento, en un proceso de vida, de movimiento, no de estancamiento ni de muerte. Que no nos confundan los momentos concretos. Hay que mirar a través de la historia, mirar más allá de lo inmediato y analizar el devenir sin generar dogmatismos sobre el modelo institucional que ha de predominar.

También el absolutismo existió y cayó el Antiguo Régimen. ¿Quién dice que la democracia es el último paso de la civilización o que ha tocado fondo en sus posibilidades? ¿Acaso nos creemos en el fin del mundo? La cuestión está en que no podemos dejar que nos duerma el discurso de los que han renunciado, ni de los que han hecho de las renuncias de los otros su oportunidad.

Por eso hay que recuperar la capacidad crítica perdida en el desasosiego que impone la lucha por objetivos, casi siempre ajenos, y vivir en alerta para detectar qué dinámicas se están produciendo por debajo de la superficie de las aguas, qué es lo que de verdad agudiza las diferencias, qué hace que aumente el grosor de los muros que guardan los privilegios, por dónde está siendo horadada, con la democracia, la fortaleza de aquellos que utilizan cualquier tipo de recursos, cualquiera, incluso aquellos que van en contra de nuestra propia existencia como especie humana, para mantener y hacer crecer sus privilegios.

Modelo teórico nuevo

Si todo tiene ciclos temporales y todo está sometido a leyes que ni las tecnologías más avanzadas logran derribar, y si nada de lo que habita en nuestro universo material es eterno por naturaleza, no hay razón alguna para vivir y convivir renunciando a nuestra dignidad.

Así que no es la falta de esperanza la que nos puede hacer entender o interpretar lo que está sucediendo, sino la falta de un modelo teórico nuevo que nos ayude a ir más allá de lo que simplemente observamos y que sólo interpretamos como realidad externa. La mayor conciencia de lo que somos nos lleva a la construcción de mejores realidades para vivir todos, cualquiera que sea la distancia o las diferencias que existan entre unos y otros.

Para eso hay que dejar de sentirse frustrados: ese sentimiento no es un buen alimento. Hay que asumir el dolor por lo que no comprendemos, por lo que no compartimos, por lo que a nuestros ojos destruye la convivencia, y no aislarnos refugiándonos en la compañía de los afines y nutriéndonos con lamentaciones y con condenas.

Buscando ventanas

También hay que dejar de luchar por la inmediatez de los objetivos y comprendernos y aceptarnos en la temporalidad individual de un proyecto atemporal como especie social.

Este es el mundo que tenemos, esto es lo que hemos heredado, en éste es donde tenemos que crecer, a éste es al que hay que comprender y aceptar el momento que vive y que compartimos, no por casualidad. A éste, también, es al que hay que transformar con la intención y la voluntad clara de su mejora.

¿Cómo? No lo sé. Buscando las ventanas que se abren para dejar que se renueve la vida social; tratando de entender que el mundo de afuera y el mundo interno son paralelos y convergentes a la vez; evitar ser arrastrado por la inercia de la corriente de la superficie, proyectando la voluntad sobre aquello que se quiere crear o cambiar, y respetar, asimismo, el momento por el que pasa y la resistencia que ofrece a la intención de transformación.

Al respecto, el sociólogo Boaventura De Sousa Santos, en su obra “Crítica de la razón indolente”, afirma que nos encontramos en una transición paradigmática en la que las bases del nuevo paradigma social están por reconocerse. Así que no nos queda más opción que la de buscar salidas para reavivar la convivencia, en la complejidad de lo que somos hoy.

Alicia Montesdeoca es sociólogo.

Alicia Montesdeoca

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