“Se publica mucha basura sobre estudios cognitivos con resonancia magnética funcional, incluso en Science y Nature… ¡Especialmente en Science y Nature!”, afirmaba la neurocientífica del MIT Nancy Kanwisher en un seminario de neurociencia. Por un lado, Kanwisher se refería a la tendencia de las revistas científicas a publicar resultados impactantes aunque la metodología del trabajo sea débil, pero también quería reconocer que los estudios cognitivos con resonancia magnética funcional (fMRI) están de moda, y más en áreas como el neuromarketing o la neuroeconomía.
La neurociencia despierta grandes expectativas porque el estudio del cerebro vive un momento apasionante. La plasticidad neuronal es mucho mayor de lo que se imaginaba; tenemos nuevas técnicas que permiten activar y desactivar circuitos neuronales con luz óptica; podemos ‘leer’ la actividad del cerebro, descodificarla y mover un cursor sobre una pantalla de ordenador con el pensamiento.
Y sin embargo, aunque seamos capaces de entrenar nuestra memoria y darle smart drugs, ella nos seguirá engañando constantemente. Según el psicólogo de Harvard Daniel Schacter, “cuando recordamos el pasado siempre mezclamos realidades con imaginación y eventos inconexos, sobre todo en momentos emocionales fuertes”. O, como afirma Matthew Wilson, investigador en memoria y sueño del MIT, “cuanto más creemos que un recuerdo es certero, más falso suele ser”, una conclusión nada intuitiva publicada por primera vez en 1992 y corroborada por varios estudios.
Potenciar artificialmente la memoria y el aprendizaje
Quizá nunca podremos mejorar cualitativamente la memoria, pero sí cuantitativamente. Los neurocientíficos ya utilizan estimulación transcraneal eléctrica o magnética (TMS) en terapias de regeneración neuronal y contra la depresión. Ambas técnicas no invasivas aumentan la memoria de trabajo que recuerda datos por un período corto de tiempo.
Activando externamente áreas del córtex motor, se aprenden más rápido algunas tareas motoras complejas. Estimular áreas del lenguaje aumenta la retención de palabras y actuando sobre el lóbulo parietal se mejora el reconocimiento de objetos. Varios estudios sugieren que la TMS también puede modificar los estados de humor de pacientes sanos y su razonamiento cognitivo.
Incluso existen experimentos en los que la estimulación magnética transcraneal, aplicada para desbaratar la actividad de las neuronas, ha logrado que un grupo de personas cambiaran ciertos juicios morales.
Los neurocientíficos aseguran que todos estos resultados son científicamente significativos, pero reconocen que falta comprobar que lo sean clínicamente. Es decir, que tengan un efecto notorio. Quizás por eso el neuroingeniero Ed Boyden se atreve a afirmar: “yo soy partidario de implantar electrodos y sensores directamente encima de la corteza cerebral. Son mucho más fiables y los pinchazos bajo el cráneo no generan ningún daño; tenemos cerebro de sobra”.
Encender y apagar neuronas con luz
Boyden se refiere a que el cráneo genera demasiado ruido a la hora de estimular el cerebro de manera no invasiva. Animado por los éxitos de los implantes cocleares y los electrodos para el tratamiento del párkinson, defiende que ya podemos empezar a manipular el cerebro con garantías de seguridad. Insiste en que debemos ser cuidadosos, responsables, y éticos, pero que “la ciencia ha progresado a base de asumir riesgos”.
“Imagínate al primero que le dijeron que le iban a dar un poco de extracto de hongo porque contenía una sustancia llamada penicilina”, dice Ed Boyden para defender su postura. No es un simple provocador. En realidad es uno de los artífices de la principal revolución de la neurociencia en los últimos cinco años, la optogenética, que es la inserción de genes que permitan encender y apagar circuitos neuronales con luz óptica.
El principio es relativamente sencillo. En los años 70 se descubrieron unos canales en las membranas de bacterias, arqueas y algas, que dejaban pasar iones cargados positivamente cuando recibían luz: los canales de rodopsina.
Bien entrada la primera década del siglo XXI, Ed Boyden y otros investigadores elucubraron que, si lograban incorporar estos canales iónicos a neuronas mediante ingeniería genética, podrían utilizar frecuencias de luz para activar a voluntad la señal eléctrica de las neuronas.
Dicho y hecho. Encontraron un canal de rodopsina que se abría con luz azul y se crearon los primeros cultivos de neuronas que se excitaban al recibirla. Luego se introdujeron esos canales en las neuronas de moscas, gusanos, ratones y ratas, y ya se han insertado en cerebros de primates no humanos. Cuando les llega luz azul a través del cráneo, ciertas partes de su cerebro se activan, dejando ver qué función concreta tienen esos circuitos neuronales.
Otros canales hacían lo contrario, permitir la entrada de iones negativos de cloro bajo luz amarilla. Cuando se incorporaron a neuronas, se consiguió que estas se silenciaran al recibir luz amarilla. Los neurocientíficos tienen en sus manos un sistema para encender y apagar circuitos neuronales in vivo y ver qué ocurre. Es una herramienta poderosísima para la investigación básica, que en los últimos años se ha expandido a enorme velocidad por laboratorios de neurociencia de todo el mundo.
No contento con utilizar los canales como herramienta de investigación, Boyden defiende que la optognética podrá servir para tratar enfermedades como párkinson, depresión y epilepsia. En modelos animales ya se han producido resultados prometedores: el pasado abril un estudio anunciaba que los canales de rodopsina habían devuelto la visión a ratones ciegos. Recientemente se han encontrado canales iónicos más sensibles, maneras más seguras de introducirlos, mayor especificidad neuronal y nuevas formas de hacer llegar los pulsos de luz al cerebro.
La frontera entre neurociencia y neurotecnología ha sido holgadamente superada. El debate entre expectativas y límites éticos será apasionante.
Felicidades por el texto!