La ciencia tiene algo que decir sobre el terrorismo. Una prueba de ello son los doce millones de dólares que el departamento de seguridad nacional de Estados Unidos destinó en 2005 a la universidad de Maryland para la creación de un centro de investigación para el estudio de los aspectos sociales y de comportamiento del terrorismo.
Se creó así el National Consortium for the Study of Terrorism and Responses to Terrorism (el START, cuyo objetivo es conocer de manera interdisciplinar (desde la psicología, la teología, la sociología o la geografía) el fenómeno del terrorismo, para tratar de evitarlo o contrarrestarlo.
Pero no sólo las ciencias políticas y sociales analizan la amenaza. Desde la biología también se estudian las posibilidades letales del terrorismo bacteriológico, que podría producirse por la dispersión de bacterias como el Bacillus anthracis, que provoca la grave enfermedad del ántrax.
Aunque normalmente transmitida por los animales, el Bacillus anthracis puede también utilizarse como arma contra miles de personas. La ciencia ya ha creado una vacuna que evitaría una pandemia en caso de ataque terrorista, que el ministerio de defensa estadounidense suministra ya a su personal militar.
¿Arma neurológica contra el terrorismo?
La ciencia parece por tanto muy interesada en el terrorismo. Sus causas son de origen variado: social, económico, religioso… ¿pero podría la ciencia encontrarlas también en el cerebro? La científica Susan Greenfield, directora de la Royal Institution of Great Britain, ha señalado al respecto que el estudio de la neurología, desde el punto de vista de las creencias, la identidad y la percepción del riesgo, puede dar ciertas pistas de la existencia de un terrorista en potencia.
En un encuentro celebrado estos días en Sydney sobre la ciencia del terrorismo, organizado por el Australian Science Media Centre, una organización independiente y sin ánimo de lucro que se dedica a informar sobre hallazgos científicos a través de los medios de comunicación para el público general, Greenfield señaló que la neurociencia puede ser un arma contra el terrorismo, si se considera la base neurológica de las creencias.
Según explicó Greenfield en el mencionado encuentro sobre La ciencia del terrorismo, no existe un “lugar” en el cerebro que “obligue” a nadie a ser explícitamente un terrorista, pero lo cierto es que la neurociencia podría hallarse en la base de esta importante cuestión.
Greenfield señaló que el cerebro desarrolla las conexiones celulares principalmente en los primeros 18 años de nuestra vida. Las experiencias que tenemos durante esos años, producen una profunda huella en nuestro cerebro, una huella que nos hace percibir y responder al mundo que nos rodea de determinada forma.
Creencias fijadas
La investigadora y sus colegas del Oxford Centre for Science of the Mind, analizan actualmente cómo las creencias se fijan en nuestros cerebros. Un sistema de creencias determinado puede sin lugar a dudas propiciar actitudes terroristas, que el entorno favorecerá o determinará.
Según Greenfield, las creencias pueden modificarse, pero una vez establecidas son muy difíciles de transformar. Nos hacen ver el mundo de una manera muy determinada, y actuar en function de lo que creemos o pensamos.
Dichas creencias, señala, se establecen en nuestro cerebro, bien porque nos suceda un hecho muy significativo que nos marque, o bien por medio de la repetición constante de frases, oraciones o rituales. La deducción lógica no deja tanta marca en nuestra forma de interpretar la realidad.
Analizando la percepción del riesgo
Un factor clave para comprender lo que sucede en la mente de un terrorista es su percepción del riesgo, aseguró Greenfield. Según ella, la tecnología que manejamos en el tipo de vida actual, podría estar produciendo una generación que no tenga tanto en cuenta el riesgo como antaño.
El hecho de que la tecnología permita una gratificación inmediata propicia que se tengan experiencias continúas, pero no la propia vivencia de las consecuencias de dicha experiencia. Por tanto, no se desarrolla la capacidad de valorar los efectos de nuestros actos.
Se ha descubierto además que los terroristas tienen una predisposición neurológica a la violencia, con tendencia a la psicopatía, neurosis y sociopatología. Sin embargo, es necesario para que su tendencia se concrete en acciones violentas, un entorno o referente que influya en ellos con fuerza.
En definitiva, la neurobiología podría estar en la base de esos comportamientos potenciales, que se activarían en el caso de que hubiera una situación que los favoreciera o indujese.
El miedo a la amenaza terrorista
El estudio del cerebro, señala Greenfield, puede asimismo explicar las respuestas de la población ante las amenazas terroristas. ¿Qué nos provocan como sociedad?, se preguntó la investigadora.
Señaló que en estudios con ratas de laboratorio se ha demostrado que se puede inducir la neurosis a animales si se les provoca una sensación constante de amenaza continua, junto a la certeza de que no tienen escapatoria alguna.
Dado que la amenaza existe, la realidad es que la sociedad se ve afectada por los ataques terroristas, incluso en el caso de que no se produzcan, ya que vive permanentemente asustada por un mal que no puede evitar, del que sabe poco aunque parezca inminente.
De esta forma, el cerebro podría creerse continuamente amenazado, provocando una neurosis general cuyas consecuencias aún deberán medirse, seguramente también desde la ciencia.
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