La ciencia se interesa cada día más por los orígenes cuánticos de las disciplinas que estudia: los orígenes de la vida o los mecanismos de la evolución no pueden comprenderse sin profundizar en los niveles más profundos de la realidad. La tecnología tampoco puede avanzar sustancialmente sin saber más del mundo subatómico: la informática cuántica es el ejemplo más claro.
A este nivel profundo de la realidad se le llama mundo cuántico. Es la última frontera del conocimiento, continuamente recorrida y explorada desde comienzos del siglo XX, en busca de explicaciones referentes al mundo cotidiano: ¿existe realmente? ¿es una invención del cerebro? ¿cómo se forma ante nuestros ojos?
Lo que hemos aprendido de esta exploración es que el mundo cuántico, que está formado por unidades de energía o quantos, en vez de por átomos, subyace bajo el mundo real proporcionándole los elementos necesarios para que emerja ante nosotros como la realidad que conocemos: el cielo, las estrellas, las casas, los coches, las personas.
Una de las paradojas que hemos descubierto de ese mundo cuántico es la dificultad que presenta para ser conocido, ya que un sistema subatómico evoluciona (suponemos) de forma determinista hasta el momento en que es observado. En ese momento, el sistema modifica su comportamiento y evoluciona de manera aleatoria.
Observación y decoherencia
Sabemos también que ese mundo subatómico es en realidad un conjunto de probabilidades imprecisas y que cuando se produce lo que los físicos llaman la decoherencia, se desencadena un proceso que convierte el mundo de posibilidades del universo cuántico en una realidad única y palpable para nuestros sentidos.
Los quantos sufren así una especie de metamorfosis y se convierten en átomos. De esta forma se construye, creemos, el mundo real, el que tocamos con las manos, vemos con los ojos, oímos y sentimos. Los físicos llaman a este proceso de creación de realidad “reducción del paquete de ondas” de probabilidad.
También hemos descubierto que la observación resulta fundamental para la creación de realidad. Tal como explicó el físico alemán Dieter Zeh, uno de los artífices de los sistemas de decoherencia, en una entrevista publicada en esta revista, “la observación es un proceso cuántico que incluye la decoherencia”.
La duda surge al constatar que si la observación es fundamental para la creación de la realidad, y que hay múltiples observadores que participan en este proceso de decoherencia, ¿cómo es posible que todos los observadores describan la realidad de la misma forma? ¿Por qué tenemos conciencia de una única realidad en vez de una realidad múltiple a la medida de cada observador?
Darwinismo cuántico
Una respuesta a esta cuestión acaba de ser formulada por Wojciech Zurek, uno de los teóricos de la decoherencia, y otros físicos del Laboratorio de Los Álamos en Nuevo México, en un artículo que publica la revista Phisical Review Letters, del que también se hace eco Nature.
Para Zurek y sus colegas, esta unidad del mundo real se obtiene por un proceso de selección de estados llamado darwinismo cuántico. Es decir, existen en el mundo cuántico unos estados dominantes, llamados pointer states, que son suficientemente sólidos para imponerse a cada uno de los observadores sobre los demás estados.
Eso quiere decir que el observador que construye el mundo real sólo observa una pequeña parte del universo cuántico y que por ello no puede individualmente cambiar el estado cuántico dominante a nivel global. Ese estado dominante es el que termina imponiéndose al conjunto de los observadores, formando el único y real universo que percibimos cotidianamente.
Zurek y sus colegas han elaborado un teorema que explica cómo nuestro mundo real emerge del mundo cuántico, mediante el mencionado proceso “darwiniano” de selección que “cristaliza” ciertos estados cuánticos posibilitando la formación de las formas macroscópicas y la relación de los observadores con su entorno.
Transformación por observación
Los investigadores de Los Alamos National Laboratory afirman al respecto que con este teorema se resuelve uno de los escollos de la física cuántica: la explicación de por qué siempre aparece un universo atómico a pesar de la multiplicidad de observaciones.
Según explican, ciertos estados o “formas” se “imponen” a otras como consecuencia de la existencia de una selección natural cuántica, lo que ellos llaman el “darwinismo cuántico”. La información sobre estos estados prolifera y deja huellas en el medio en el que se encuentran, creando así una imagen perdurable que es la que tiende a percibir el conjunto de los observadores.
Si no fuera por este darwinismo cuántico, el mundo sería impredecible y tendría distintas versiones en función de cada observador. La vida cotidiana sería algo difícil de llevar a cabo porque nadie tendría información lo suficientemente fiable de su propio entorno.
Sistemas objetivos
La dificultad inicial de la física cuántica radica en la siguiente cuestión: un sistema cuántico varía inevitablemente cuando incide en él la mirada de un observador. Es decir, que las mediciones y observaciones de los sistemas cuánticos por lo general no pueden ser completamente “objetivas”, sino que implican siempre un cambio en función de la interacción del sistema con sus observadores.
Wojciech Zurek y sus colegas consideran que el universo es cuántico en su realidad última, por lo que la realidad objetiva en principio puede tambalearse desde esta perspectiva. Sin embargo, un árbol es para casi todo el mundo el mismo árbol. ¿A qué se debe este “acuerdo” perceptivo que comparten casi todos los seres?
El equipo de investigadores de Los Alamos define como “objetivo” a un sistema cuyas propiedades son evidentes de manera simultánea a muchos observadores, sin que éstos sepan exactamente lo que van a mirar antes de hacerlo o sin que exista un acuerdo tácito previo acerca de cómo deben mirar o percibir.
Los físicos coinciden en señalar que el mundo macroscópico clásico (que parece compuesto de sistemas objetivos) emerge de un mundo cuántico con muchos y diversos estados posibles.
Estos múltiples estados interaccionan entre ellos y con su entorno estabilizando ciertos estados preferentes que producen el resultado macroscópico final. Sin embargo, el funcionamiento exacto de estas interacciones y de la cristalización en la forma resultante aún se desconoce.
Estados punteros más estables
Los estados cuánticos que se estabilizan son los llamados “estados punteros”. Estos estados son los únicos que capta el observador, y en los que coincide con el resto de los observadores debido a un proceso de decodificación común que, según estos físicos, es posible gracias a que las perturbaciones de los sistemas cuánticos eliminan todos los estados salvo los que son punteros.
Sin embargo, Zurek y sus colegas precisan que los observadores perciben los sistemas indirectamente, esto es, que miramos los efectos de los sistemas en una pequeña parte de su entorno, no al sistema mismo. Por ejemplo, si miramos al árbol, lo que vemos en realidad es el efecto de las hojas y de las ramas, los fotones de luz solar que éstas despiden.
Los investigadores de Los Alamos Laboratory han desarrollado un teorema matemático que demuestra que los estados punteros coinciden realmente con estas mediciones indirectas del entorno de los sistemas. Según estos físicos, el entorno de los sistemas se modifica porque contiene la huella de los entornos punteros de los objetos que vemos.
Huellas duraderas
Sin embargo, afirman Zurek y sus colegas, una huella en el entorno realizada por los estados punteros no es suficiente para garantizar la realidad objetiva de un objeto determinado: se necesitan múltiples huellas para que diferentes observadores vean lo mismo.
La creación de múltiples huellas es un hecho automático porque cada observación individual capta sólo una pequeña parte de la huella en el entorno. Por ejemplo, nunca existiría el peligro de “agotar” los fotones que desprende un árbol permitiéndonos ver sus estados punteros, sin importar la cantidad de gente que lo mire. La multiplicidad de huellas de los estados punteros se da precisamente por la fuerza de éstos.
Asimismo, hacer una huella no imposibilita para hacer otra de manera que los estados punteros resistan toda observación para dejar además “descendientes” que heredan sus propiedades, huellas que se asimilan a las primeras. De esta forma, el mundo macroscópico es posible y asegura su permanencia temporal y su capacidad de interactuar con los observadores.
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