En forma sintética, podría decirse que las emociones son estados internos que regulan –de forma flexible– las interacciones del individuo con su entorno y con sus relaciones sociales [Morgado, 2002, p. 137].
Son dispositivos especializados en generar una respuesta inmediata frente a una situación, impulsos para actuar, planes instantáneos que la evolución inculcó en los animales para que éstos puedan determinar si una situación es más o menos favorable para su supervivencia.
Al eludir la conciencia, las emociones permiten “pensar” de manera urgente, preparando al organismo para un curso de acción rápido y eficiente, evitando los dilatados procesos inferenciales complejos[Goleman, 1999, p. 24]. Centran la atención en los acontecimientos y ayudan a considerar sólo lo que es importante.
Así, las emociones toman el control de la conducta cuando la persona hace frente a situaciones de emergencia, demasiado importantes como para dejarlas únicamente en manos del intelecto.
Origen mamífero
Las emociones provienen del cerebro mamífero; más específicamente del núcleo conocido como amígdala. No obstante, en el cerebro hay muchas otras estructuras que participan en diferentes aspectos del procesamiento de las emociones (por ejemplo, las cortezas temporal y parietal del hemisferio derecho y la corteza orbitofrontal) [Morgado, 2002, p. 140/50].
Son el resultado de reacciones electroquímicas, las hormonas, que se esparcen por el encéfalo y, a partir de éste, hacia todo el cuerpo. Dado que la neocorteza creció a partir del cerebro mamífero, ambas zonas están muy entrelazadas entre sí. Por eso, es falsa la creencia usual de que el intelecto y la emoción habitan mundos paralelos: ambos están profundamente imbricados entre sí y operan armónicamente.
Los procesos cognitivos y afectivos se incluyen mutuamente. Cada uno forma parte del otro y ambos son constituyentes indispensables para el correcto funcionamiento de la mente en su conjunto [Pinker, 2001, p. 476]. En efecto, el intelecto (algo supuestamente neocortical) no parece funcionar sin la emoción –y los sentimientos– (algo supuestamente subcortical) [Damasio, 1996, p. 126].
En síntesis, lo racional y lo emocional están de tal manera interrelacionados entre sí, que se podría decir que no sólo no son aspectos contradictorios sino que son –hasta cierto punto– complementarios.
Emociones sintéticas
Aunque, por el momento, la mayoría de los investigadores en el ámbito de la Inteligencia Artificial se centran sólo en el aspecto racional, muchos de ellos consideran seriamente la posibilidad de incorporar componentes “emotivos”, a fin de aumentar la eficacia de los sistemas inteligentes.
Particularmente para los robots móviles, es necesario que cuenten con algo similar a las emociones con el objeto de saber –en cada instante y como mínimo– qué hacer a continuación [Pinker, 2001, p. 481].
Al tener “emociones” y, al menos potencialmente, “motivaciones”, podrán actuar de acuerdo con sus “intenciones” [Mazlish, 1995, p. 318]. Así, se podría equipar a un robot con dispositivos que controlen su medio interno; por ejemplo, que “sientan hambre” al detectar que su nivel de energía está descendiendo o que “sientan miedo” cuando aquel esté demasiado bajo.
Esta señal podría interrumpir los procesos de alto nivel y obligar al robot a conseguir el preciado elemento [Johnson-Laird, 1993, p. 359]. Incluso se podría introducir el “dolor” o el “sufrimiento físico”, a fin de evitar las torpezas de funcionamiento como, por ejemplo, introducir la mano dentro de una cadena de engranajes o saltar desde una cierta altura, lo cual le provocaría daños irreparables.
¿Simuladas o verdaderas?
Sin embargo, emular las reacciones emocionales del ser humano no significa necesariamente que se pueda conseguir que una máquina “sienta” en el estricto sentido de la palabra.
En realidad, que una máquina tenga o no emociones no es la cuestión, ya que –de tenerlas– serían tan diferentes de las del hombre que a éste le resultaría extremadamente difícil de entender. Sería como intentar representarse el mundo como lo hace un delfín, que percibe su entorno acuático mediante el sentido de la ecolocación.
En realidad, no se buscan sistemas que se enojen o que estén alegres, sino que puedan enfocar su atención y mejorar la toma de decisiones, acomodándose al contexto del momento. Una máquina que reconozca, comprenda y exprese emociones similares –aunque no iguales– a las humanas, podría ser un mejor colaborador que las actuales (sin dudas, extremadamente insensibles).
Sólo así se podrá lograr que sea “genuinamente inteligente” y que interaccione de manera adecuada con las personas. Pero, ¿cómo podría un robot reconocer emociones cuando a los propios humanos les resulta tan difícil hacerlo? ¿Cómo podría detectarlas, sobre todo cuando alguien está tratando de ocultarlas?
Equipado con hardware y software especial, el sistema artificial podrá ver y reconocer expresiones faciales (por ejemplo, una sonrisa conduce a un estiramiento de los músculos bucales; la sorpresa, a alzar las cejas; la cólera, a contraer la frente; la indignación, a movimientos en todo el rostro… ) y posturas corporales, así como detectar pautas vocales y entonaciones del habla, dilatación en las pupilas, cantidad de latidos cardíacos y hasta patrones odoríferos característicos.
De esta manera, será capaz de inferir con bastante precisión el estado emocional en que se encuentran las personas y actuar en consecuencia [Moriello, 2001, p. 141].
Ventajas para las relaciones humanas
El homo sapiens, más que racional, es un ser eminentemente emocional. Su forma de interactuar en sociedad se sustenta en la habilidad para comunicar sus emociones y para percibir el estado emocional de los demás [Casacuberta, 2001, p. 91].
Tal es así que aquella persona que no cuente con estas habilidades sufre de una cierta discapacidad emocional y no puede funcionar normalmente dentro de un grupo humano [Gershenfeld, 2000, p. 75].
En ese sentido, lo mismo debería ocurrir con una máquina. En efecto, el propósito de dotar a ésta con “emociones” es tratar de mejorar su relación con las personas, flexibilizar la interacción y ofrecer una interfaz de usuario agradable.
Por ejemplo, el sistema tendría que ser capaz de modificar su comportamiento si capta que su interlocutor se siente contento o triste, emocionado o aburrido, relajado o tenso, alegre o enfadado. (Es típico el caso del perro que, aunque no hable ni se exprese con la riqueza característica del ser humano, puede comunicarse emocionalmente con éste).
De esta manera, tal vez el robot del futuro próximo demuestre emociones humanas convincentes y forme algún tipo de lazo significativo con su dueño. Hasta podría expresarle su afecto y simpatía –produciendo los adecuados tonos y matices del habla– cuando aquel enfrente frustraciones [Moriello, 2001, p. 141].
smoriello@redcientifica.com es periodista científico, Ingeniero en Electrónica y posgraduado en Administración Empresarial. Actualmente está finalizando la Maestría en Sistemas de Información. Es autor del libro Inteligencias Sintéticas.
Bibliografía
1. Casacuberta, D., La mente humana. (Editorial Océano, 2001.)
2. Damasio, A., El error de Descartes. (Editorial Crítica, 1996.)
3. García García, E., Mente y Cerebro. (Editorial Síntesis, 2001.)
4. Gershenfeld, N., Cuando las cosas empiecen a pensar. (Editorial Granica, 2000.)
5. Goleman, D., La inteligencia emocional. (Editorial B Argentina, 1999.)
6. Haugeland, J., La Inteligencia Artificial. (Siglo veintiuno editores, 1988.)
7. Johnson-Laird, Ph., El ordenador y la mente. (Ediciones Paidós, 1993, 2° edición revisada.)
8. Mazlish, B., La cuarta discontinuidad. (Alianza Editorial, 1995.)
9. Minsky, M., La Sociedad de la mente. (Ediciones Galápago, 1986.)
10. Morgado, I., comp., Emoción y Conocimiento. (Tusquets Editores, 2002.)
11. Moriello, S., Inteligencias Sintéticas. (Editorial Alsina, 2001.)
12. Nilsson, N., Inteligencia Artificial. Una nueva síntesis. (McGraw-Hill/Interamericana de España, 2001.)
13. Pinker, S., Cómo funciona la mente. (Ediciones Destino, 2001.)
14. Rich, E. y Knight, K., Inteligencia Artificial. (McGraw Hill / Interamericana de España, 1994.)
15. Russell, S. y Norvig, P., Inteligencia Artificial: un enfoque moderno. (Editorial Prentice Hall Hispanoamericana, 1996.)
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