La amígdala es una estructura clave en el procesamiento de las emociones que forma parte del sistema límbico. A diferencia de la corteza –parte externa que cubre los dos hemisferios y donde se localizan las funciones cognitivas superiores como el procesamiento visual o el lenguaje–, la amígdala se sitúa en la parte interna del cerebro.
“Su localización es privilegiada; es una de las estructuras más populares, al conectar y recibir conexiones de varias áreas en distintos niveles, y ser capaz de desencadenar cambios fisiológicos o respuestas del sistema nervioso autónomo”, explica Constantino Méndez-Bértolo, investigador del Campus de Excelencia Internacional Moncloa de la Universidad Complutense y la Universidad Politécnica de Madrid. Sin embargo, esta ubicación, en la parte interna del cerebro, dificulta su estudio con las técnicas de habituales de neuroimagen.
Para diagnosticar dolencias como la epilepsia, los neurocirujanos implantan electrodos en la amígdala. En un estudio publicado en Nature Neuroscience, los científicos han contado con la colaboración de once pacientes ingresados en el Hospital Ruber Internacional (Madrid) que tenían implantados electrodos en esta región cerebral.
El análisis de las amígdalas les ha permitido conseguir la primera prueba directa en seres humanos de que esta área, por sí misma, puede ser capaz de extraer información muy rápido respecto a posibles amenazas o estímulos biológicamente relevantes en la escena visual, antes de recibir la información visual más fina procesada en el neocórtex.
Para llegar a estas conclusiones, los científicos realizaron dos experimentos. En el primero, los pacientes tenían que responder, mediante dos botones, si la imagen que les presentaban con una emoción determinada (miedo, alegría o neutra) pertenecía a un hombre o a una mujer.
Además de la emoción, los investigadores tuvieron en cuenta la frecuencia espacial de las imágenes, que representa la magnitud de los cambios de luz de un punto a otro. Los autores proyectaron fotografías normales –en todo el espectro de frecuencias– junto con imágenes formadas solo por los componentes de baja o de alta frecuencia espacial.
Las de baja frecuencia aparecen como borrosas –se distingue si los ojos o la boca están abiertos o cerrados, pero no los detalles–, mientras que en las de alta frecuencia se aprecian muy marcados los rasgos faciales.
Un camino con dos rutas
Para que toda esta información viaje desde el circuito visual al emocional existen dos vías. Una va directamente del tálamo a la amígdala, compuesta por neuronas magnocelulares y por la que solo viajan componentes de baja frecuencia espacial.
La otra viaja del tálamo a la corteza occipital, donde comienza el procesamiento visual clásico, y está compuesta por neuronas tanto magnocelulares como parvoceluares, en las que se analizan ambos tipos de frecuencia.
Lo que los autores han descubierto es que la información gruesa que la amígdala maneja sobre la escena visual –antes de que le llegue la información desde la corteza– la hace sensible a estímulos biológicamente relevantes, como podría ser la expresión de miedo de una persona que se encuentre cerca, que pone en alerta al individuo para buscar dónde está el peligro.
“Partíamos de la hipótesis de que, si la amígdala presenta una respuesta emocional temprana, esta será mayor para la emoción negativa y ocurrirá siempre que haya frecuencias espaciales bajas en la imagen, ya que la información llegaría desde el núcleo del tálamo a través de neuronas magnocelulares, que no transportan información de alta frecuencia”, señala Méndez-Bértolo, autor principal del trabajo.
Aplicación en el trastorno de ansiedad
Mediante los registros eléctricos intracraneales, los investigadores comprobaron que la amígdala, además de dar una respuesta emocional tradicional ante las imágenes de bajo y alto nivel de frecuencia, presenta una respuesta emocional muy rápida (anterior a los 100 milisegundos) ante los estímulos negativos con bajas frecuencias espaciales.
En el segundo de los experimentos, los pacientes observaron imágenes neutras y otras extremadamente desagradables y tenían que indicar si las escenas transcurrían en interior o exterior. Los resultados, comparados con los de la primera prueba donde solo se procesaban caras, reflejaron que, en el caso de escenas visuales más complejas, no se registraba una respuesta temprana.
Estos nuevos datos sobre cómo viaja la información entre el circuito visual y el circuito emocional pueden ayudar al tratamiento de trastornos emocionales como la ansiedad, donde la amígdala juega un papel fundamental.
“Gracias a este estudio podemos considerar con más importancia el procesamiento visual temprano e inconsciente y los efectos que puede tener en nuestro organismo. Nos permite entender mejor por qué el miedo, muchas veces, está fuera de nuestro control voluntario”, mantienen los autores.
En la investigación, dirigida por el Laboratorio de Neurociencia Clínica de la UPM y en la que participa el departamento de Psicología Básica I de la UCM, también han colaborado la Universidad de Londres (Reino Unido), la Universidad de Ginebra (Suiza) y el Centro de Investigación de Alzheimer Reina Sofía (Madrid).
Bryan Strange y Stephan Moratti dirigieron a Constantino Méndez-Bértolo en su beca predoctoral PICATA desarrollada en el Campus de Excelencia Internacional Moncloa (UCM-UPM).
Referencia bibliográfica:
Constantino Méndez-Bértolo, Stephan Moratti, Rafael Toledano, Fernando López-Sosa, Roberto Martínez-Álvarez, Yee H Mah, Patrik Vuilleumier, Antonio Gil-Nagel y Bryan A Strange. A fast pathway for fear in human amygdala, Nature Neuroscience (2016). DOI: 10.1038/nn.4324.
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