Vivimos rodeados de anuncios. Están por todos lados: en los periódicos, en la parada del autobús, en el correo electrónico… La mayoría se nos olvidan rápidamente, claro está, pero algunos permanecen en nuestra mente y, antes o después, terminan por generarnos el impulso de comprar.
Lo curioso es que tendemos a reconocer la influencia de la publicidad en los demás –que se dejan manipular, decimos– mientras nos convencemos de que nosotros somos distintos, de que no somos tan influenciables y compramos con plena libertad.
Nos engañamos. La realidad es que entre un 70% y un 80% de las decisiones de compra, las de cualquiera, se toman de forma irracional y de acuerdo a estímulos sensoriales. El margen para decisiones reflexivas es más bien reducido.
Hace medio siglo que los profesionales del marketing buscan mensajes que nos emocionen y conecten con nuestros deseos inconscientes; para conseguirlo, la clave está en acceder a las regiones que el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro destina a la memoria a largo plazo (especialmente a la llamada memoria semántica).
Manipulación neurológica y desafío Pepsi
La evolución del marketing se debe en gran medida a los trabajos de investigación que siempre han promovido las grandes marcas, con el objetivo de diseñar productos más atractivos y anuncios de mayor eficacia.
En esta carrera hacia la manipulación ‘total’ de los consumidores, la última herramienta de que disponen es el neuromarketing, que consiste en utilizar técnicas de neurociencia para analizar las reacciones de nuestro cerebro a determinados mensajes o estímulos.
Retroceder a los años ochenta nos puede ayudar a hacernos una idea precisa de lo que es el neuromarketing: más concretamente, a aquellos tiempos en que los medios de comunicación nos bombardeaban con la campaña publicitaria conocida como el ‘desafío Pepsi’.
Con un argumento que hoy en día no parece original, dicha experiencia consistía en pedir a diversas personas que probaran dos refrescos, uno de Coca-cola y otro de Pepsi, sin anticiparles de qué marcas se trataba.
El resultado del desafío era que más de la mitad de encuestados elegían Pepsi. Y eso, siendo Coca-Cola la marca líder a nivel mundial, ponía en evidencia el poder de la publicidad para hacer que los consumidores compremos mayoritariamente una marca, incluso cuando en realidad preferimos otra.
Este hecho despertó la curiosidad de Read Montague, un especialista en neurociencias que se dispuso a repetir el desafío Pepsi, aunque con dos variantes: la primera) los encuestados sabrían en todo momento qué marca estaban bebiendo; y la segunda) durante el test se les practicaría una resonancia magnética en el cerebro.
Al hacerlo, Montague observó que Coca-Cola no era sólo la marca más elegida, sino que su consumo estimulaba regiones del cerebro que Pepsi dejaba inactivas. Eran los efectos neurológicos de unas campañas publicitarias –las de Coca-Cola– que habían sido especialmente incisivas durante la primera mitad de los ochenta.
Eficacia publicitaria desmesurada
El hallazgo de Montague abría las puertas al siguiente dilema: si era posible conocer las reacciones del cerebro ante una marca o producto, ¿por qué no aprovecharlo para anticipar el efecto de un anuncio publicitario o cualquier cambio en el producto cuestión?
Inicialmente no se planteaba de forma explícita, pero se intuía que predecir los patrones de respuesta de los consumidores podría ser la clave para el diseño de anuncios de una “eficacia” desmesurada. Asusta, ¿verdad? Era el nacimiento del neuromarketing.
Gracias a inversiones de empresas como Procter&Gamble, Unilever, McDonald’s o Disney (¡sí, sí, Disney!), desde entonces se han llevado a cabo otras experiencias similares. No tan solo mediante resonancias magnéticas, también con electroencefalogramas, mediciones del ritmo cardíaco, ritmo respiratorio o incluso de la conductividad de la piel (respuesta galvánica).
Entre otras cosas, estos trabajos han identificado las potentes reacciones cerebrales ante anuncios protagonizados por famosos; muy en especial cuando se trata de deportistas o celebridades del cine –quienes más nos emocionan–, el gancho es tan potente que nos induce a pagar hasta un 20% más de lo que pagaríamos normalmente por aquel producto.
En espera de ver qué aplicaciones se derivan de estos experimentos, ya ha quedado claro que el neuromarketing ofrece resultados sumamente más objetivos que el marketing tradicional. Herramientas como las encuestas, los grupos de discusión o los tests de producto, en el mejor de los casos recogen información sobre aquello que los encuestados interpretan como sus motivaciones; pero estas percepciones pueden tener poco o nada que ver con sus motivaciones reales.
Observar las respuestas fisiológicas del cerebro, sin embargo, aparca esta subjetividad y basa cualquier conclusión solamente en pruebas científicas. Nada de hipótesis, nada de especulaciones.
Temor al efecto ‘flautista de Hamelín’
Ésta es la razón por la que el neuromarketing –o mejor dicho: todo cuanto se derive de él– provoca en algunas personas un sentimiento de indefensión y vulnerabilidad. De ahí que surjan voces críticas que comparan a los consumidores del futuro con aquellos ratoncitos que corrían tras el flautista de Hamelín: la diferencia estaría en que, en vez de una melodía hipnótica, el nuevo foco de atracción serían unos anuncios diseñados con precisión quirúrgica, tan capaces de hacernos comprar una tostadora, como un crucero, un aparato para hacer abdominales o lo que sea.
Los detractores del neuromarketing denuncian falta de ética en esta praxis, y solicitan a las administraciones públicas que promuevan una regulación restrictiva al respecto. Nada nuevo en el horizonte. En realidad es lógico que nos preocupemos por unas prácticas presumiblemente amenazadoras (“pre-ocuparse” es precisamente eso: ocuparse de algo antes de que tenga consecuencias); pero esta preocupación nunca debe hacernos confundir las amenazas con las oportunidades, ni la prudencia con el alarmismo.
Aunque nos inquiete la manipulación del neuromarketing, también deberíamos ser capaces de imaginar que, si bien hoy utilizamos técnicas médicas para usos publicitarios, quizá mañana podremos seguir el camino en sentido inverso: aprovechando los conocimientos obtenidos en el nuevo ámbito como contribuciones a la medicina. Seamos optimistas.
El debate sobre la ética del neuromarketing no es tan trivial como algunos pretenden. Para empezar, porque lo que determina que una acción sea o no ética no son los medios que empleamos para llevarla a cabo, sino las intenciones que nos impulsan a cometerla.
Pensemos en un homicidio, por ejemplo: que se cometa con una pistola, con una navaja o con las propias manos, no lo hace ni más ni menos reprobable; por el contrario, que sea voluntario o accidental, premeditado o no, condiciona su gravedad y las consecuencias que tenga para su autor, puesto que estos aspectos son los que determinan cuáles fueron las intenciones de origen.
Pero éticamente no ha cambiado nada
Análogamente, la intención del neuromarketing es la misma que la del marketing tradicional: persuadirnos para que compremos los productos que no siempre necesitamos. Éticamente no ha cambiado nada. Si llevamos décadas aceptando la publicidad como uno de los pilares de la sociedad de consumo, no es coherente que ahora nos tiremos de los pelos por haber descubierto una nueva herramienta publicitaria.
Otra cosa será el día que nos propongamos en serio cambiar nuestro modelo económico –ese día sí podría cambiar nuestras vidas!–; ahora bien, esto ya es de otro debate, un debate donde no deberemos centrarnos en el neuromarketing, sino en todas las posibles formas de manipulación.
Algunas personas exigen que se impongan límites al neuromarketing. Muy bien, de acuerdo. Pero deberíamos preguntarnos qué sentido tiene regular un mercado sin antes darle la oportunidad de autoregularse. Sobretodo porque, a efectos prácticos, bien podría suceder que las grandes marcas o los publicistas fueran los primeros en perder interés al respecto. Quedan demasiadas incógnitas por responder.
¿Por qué, de veras los creativos renunciarán a su actual rol –llamémoslo artístico– para convertirse en vasallos de los neurólogos?… ¿Y las empresas?… Mientras los medios de comunicación traten el neuromarketing con el sensacionalismo con que lo hacen, ¿estarán dispuestas a asumir el riesgo de vincular a él su imagen?… ¿Y qué pasa con los costes?
No es lo mismo hacer cuatrocientas encuestas a la salida de un supermercado que llevar a cabo cuatrocientas resonancias magnéticas ¿Quién se arriesgará a asumir este coste? Una sola de estas incertidumbres podría dejar el desarrollo del neuromarketing en la mera anécdota.
Antes de sucumbir a temores infundados, debemos plantearnos si el alarmismo no es la expresión enmascarada de una falta de confianza hacia nosotros mismos. Cualquier medida que nazca de infravalorar nuestra autonomía resultará excesiva, en tanto que estará cruzando la frontera invisible entre proteger y sobreproteger. Y las reacciones sobreprotectoras –lo confirmará cualquier pedagogo– sólo sirven para fomentar individuos cada día más débiles e inseguros.
Reconforta pensar que nuestra mente es demasiado compleja y tiene demasiada capacidad de aprendizaje como para que el neuromarketing llegue a manipularnos más que el marketing de siempre. Es cierto que la publicidad nos induce a comprar, y mucho, pero depende de nosotros que seamos lo bastante críticos como para evitar que nos obligue por completo.
En esta línea opinaba recientemente el profesor Ale Smidts, de la Universidad de Rotterdam, cuando afirmaba: “Las personas no somos chimpancés en un supermercado, nuestro sistema reflexivo tiene un gran poder para corregir nuestros instintos y respuestas primeras”.
Fortalecer la autonomía y el pensamiento crítico
En caso de que algún día se diseñara el anuncio “perfecto”, probablemente incidiría primero sobre los colectivos más vulnerables (pienso en los adolescentes, por ejemplo).
Sería entonces cuando correspondería al resto de la sociedad tomar medidas en defensa del interés general. Desconozco si se trataría de legislar, de promover campañas de denuncia, de imponer códigos deontológicos o de exigir una mayor transparencia a las empresas anunciantes, pero sin duda habría muchas posibilidades.
Mientras tanto, el mejor modo de defender la autonomía y la libertad del individuo es siempre desde la colectividad y desde la corresponsabilidad ciudadana. Porque, aunque parezca una paradoja, aquello que nos hace libres es que formamos parte de una comunidad.
Y la razón de que algunos vean el neuromarketing como un ogro terrible es precisamente que se sienten solos, indefensos, enfrentados a las presiones de unos anuncios que pueden doblegarles como un junco.
Les preocupa sucumbir a la publicidad por falta de confianza en si mismos y al grupo al que pertenecen. Por eso defienden la idea de un individuo excesivamente tutelado, que se integra en la sociedad a través de regulaciones sobreprotectoras e innecesarias redes de seguridad.
No comprenden que el precio de este falso progresismo es el cultivo de una apatía congénita y eterna inseguridad. Este posicionamiento sí es una amenaza de primer orden. No lo olvidemos. Porque no importa tanto si estamos a favor o en contra del neuromarketing, como que seamos capaces de fortalecer nuestra autonomía y pensamiento crítico. Está en nuestras manos.
Joan Morera Morales es escritor, físico y sociólogo. Actualmente trabaja en el departamento de Empresa y Ocupación de la Generalitat de Catalunya, tras haber ejercido como consultor para el grupo SGS España.
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