La Cumbre de Río en 1992 fue un auténtico parteaguas en materia de políticas ambientales y desarrollo. Durante largos 20 años, las Naciones Unidas, a partir de la conferencia de Estocolmo, habían puesto en marcha el Programa para el Medio Ambiente (PNUMA), dirigido en lo principal a los renuentes países en vía de desarrollo.
Algunos países industrializados emprendieron medidas de control de emisiones e indujeron conciencia ambiental con ayuda de las ONG y de los medios. La OCDE acometió programas de política ambiental. La insuficiencia de todo esto originó desde 1984, con la creación de la Comisión Brundtland, una vuelta a una visión de conjunto, como la que en 1972 había empezado a recomendar el Club de Roma.
El Informe Nuestro Futuro Común, publicado en 1987, definió un nuevo paradigma para el futuro del planeta y sus habitantes: el desarrollo sustentable y equitativo. Para asegurar mejor calidad de vida a las generaciones futuras, sería preciso desplazar la dependencia energética hacia el empleo de insumos que fueran renovables y no de origen fósil, conservar la biodiversidad, economizar agua, combustibles y electricidad, proteger los bosques y los suelos, así como muchos materiales, y generar producción “limpia”.
Como dijera Ignacy Sachs, había que instalar el “desarrollo sin destrucción”. Ya no el consabido “más de lo mismo”, por el que algunos países clamaron en Estocolmo, causa de la ciega degradación de los recursos del planeta. El mejoramiento ambiental iría unido, además, a la necesidad de reducir la desigualdad social y a mejorar la calidad de vida, tanto la rural como la urbana.
En Río se propusieron cuatro convenios marco para unir a la comunidad internacional en el control del efecto de invernadero y acometer los problemas del cambio climático, proteger la biodiversidad, los bosques y los suelos. La Agenda 21 fue el “manual” para las acciones necesarias en todos los aspectos de las políticas ambientales y el inicio de la estrategia del desarrollo sustentable.
Camino intransitable
En Johannesburgo, a escasos 10 años de Río, se acaba de reconocer que los obstáculos políticos, sociales y financieros para encaminar al mundo al desarrollo sustentable y equitativo han sido casi insuperables.
Como ha dicho Maurice Strong, se cuenta con las tecnologías para emprenderlo, pero no con la voluntad política nacional y global. Ha de reconocerse el empuje de la Unión Europea, y algunos resultados parciales positivos, pero en las demás regiones, incluso en América del Norte, la voluntad ha fallado y los resultados han sido mediocres; en muchos casos han sido nulos, sobre todo en África.
El PNUMA ha expuesto con precisión el deterioro ambiental del planeta en sus recientes informes, hechos en consulta con las comunidades científicas, de los que destacan el GEO-2 y el último, el GEO-3, publicado en mayo pasado. Es de subrayar que muchos umbrales están siendo vulnerados, entre ellos el del cambio climático y su complemento correlativo, la protección del área forestal. De la equidad social, ni hablar: en la mayor parte de los países sigue empeorando.
Por ello, la Cumbre de Johannesburgo, aún reconociendo algunos avances ambientales, no podía menos que centrarse en el fenómeno de la pobreza y la desigualdad, y su relación con la falta de acceso al agua potable, los servicios sanitarios, la salud básica, la educación y la capacitación, aparte de la urgencia de crear buena comunicación e información, y promover el buen desempeño de las sociedades (poderes públicos y sociedad civil) en pro de la política ambiental.
La enorme expansión demográfica en los países en desarrollo, que no fue materia de consideración en la Cumbre de Río, aparece cada vez más como factor causante de desequilibrios ambientales. El desarrollo sustentable y equitativo no puede prosperar en medio de la miseria y la ignorancia. Tampoco está plena y aisladamente en manos de los gobiernos o de los sectores empresariales, y otros productivos de bienes y servicios como el gigantesco sector informal, hacerlo posible. Se requiere crear y mantener la solidaridad democrática, fortalecer la labor de todos.
Cuatro conclusiones
Sin embargo, ¿qué puede concluirse de los documentos de la Cumbre de Johanesburgo?
En primer lugar, se da respaldo débil de orden político, expresado en una declaración perfectamente olvidable.
En segundo lugar, se aprobó un Plan de Acción, de 132 artículos, que más parece la Sección de Páginas Amarillas de algunos directorios telefónicos; se repiten innumerables recomendaciones ya hechas en la Agenda 21, se introducen asuntos muy concretos de interés para unos cuantos países, al lado de los grandes anuncios sobre convenios internacionales; y se carece de cualquier visión global de conjunto (muchos árboles, poco bosque), de la interrelación de todos los fenómenos.
En tercer lugar, se otorga respaldo, no validado por evaluación alguna, a diversas acciones de las Naciones Unidas como las de la Comisión del Desarrollo Sustentable del Consejo Económico y Social, los programas multilaterales del Banco Mundial, y las reuniones recientes como las del Milenio en Naciones Unidas, el comercio multilateral en Doha, Qatar, y el financiamiento para el desarrollo en Monterrey, México.
Por último, queda por fortuna el apoyo a la entrada en vigor del Protocolo de Kioto (sin Estados Unidos ni Australia) y a la creación del Grupo de los15 Países Megadiversos (iniciativa mexicana).
Buen intento
Llevará sin duda bastante tiempo formar programas con base en el Plan de Acción, pues habrá que jerarquizar los temas globales y regionales de interés general y poner en su lugar las decenas de propuestas concretas, para traducirlas en actividades tanto públicas como de participación con los sectores empresariales y civiles, como se ha recomendado.
En Johannesburgo se reforzó sin duda la validez del concepto de desarrollo sustentable y equitativo, pero no se señaló cómo llegar a implantar semejante estrategia. Johannesburgo fue un buen intento, mas sus resultados serán decepcionantes. Se necesitará poner mucho más ahínco en las acciones regionales, como lo ha demostrado Europa y, por cierto, lo recomendó la delegación de Dinamarca.
Pero, ¿dónde están la CEPAL, las comisiones regionales de Naciones Unidas en Asia y Africa, la Unión Africana y los grupos subregionales de África, el ASEAN, la APEC, el TLCAN, la CARICOM, el MERCOSUR, el BID, etc., para dar el liderazgo necesario? En el fondo quedó sin definir el cómo integrar las políticas ambientales con las políticas destinadas a reducir la pobreza y la desigualdad, que era el tema central de la conferencia.
En resumen, se prestó atención a los árboles, pero se perdió de vista la dimensión y la complejidad interna del bosque, en una perspectiva de largo plazo.
Víctor L. Urquidi, Miembro del Club de Roma y de El Colegio de México, es economista especializado en Medio Ambiente.
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