¿Por qué nació la filosofía -al menos, la occidental- como filosofía de la naturaleza? La más obvia respuesta es que los hombres se interrogaban por lo que percibían. A su alrededor y también en sí mismos (sus propios cuerpos). Pero ¿sólo percibían? No, lo que hacían era algo más fundamental: vivían. Y adelantemos ya una propuesta básica: vivir es ser naturaleza.
La pregunta pertinente es, por tanto, otra: la autonomización del pensar con respecto al vivir, de la que tantos se sienten orgullosos, y que consideramos, seguramente con razón, la condición sinequanon del nacimiento de la filosofía y de la ciencia, ¿es un gran paso evolutivo o una desviación patológica? ¿O quizás ambas cosas?
Insiste reiteradamente Raimon Panikkar en una opinión que algunos perciben como insufriblemente escandalosa: la Humanidad ha podido errar gravemente el camino, pero no sólo en las últimas centurias, poniendo en marcha una revolución tecnocientífica e industrial que la sensibilidad ecológica creciente enjuicia hoy con mirada severa, sino desde los mismos albores de la civilización. Sería la apuesta por “sólo pensamiento” –crecientemente desligado de la afectividad, del sentimiento– la que, al promover la hipertrofia de la función psíquica (Jung) del mismo nombre, habría sido causa de un tremendo desequilibrio en el homo sapiens, de un desequilibrio que ha acabado por “salpicar” a la naturaleza terrestre entera.
El mundo del hombre, al ser ante todo representación, producto de su actividad pensante, ha ido separándose cada vez más del Mundo como realidad englobante, o lo que es lo mismo, de la Naturaleza. Pero es que, además, ese mismo hombre ha procurado por todos los medios que ese mundo representacional suyo se transformase en “el mundo”, en el único mundo, con el resultado del galopante encerramiento solipsista del sujeto humano, así colectivo como individual.
El Mito del Paraíso y la Caída
En el corazón, casi en el arranque, del mito bíblico fundamental, se encuentra el Paraíso. Es casi una obviedad decir que el mismo se refiere al estado protohumano de armonía fusional en y con la Naturaleza. Pero ¿qué puede decirse de la “desobediencia” y del “pecado” que ponen término abruptamente al estado paradisíaco?
El secuestro por las ortodoxias monoteístas de este antiguo relato de la tradición semítica, dotado de todo el potencial iluminador de los Grandes Mitos, ha dificultado sin duda el despliegue de dicho potencial, que sólo una mirada interpretativa libre de servidumbres (religiosas o antirreligiosas) está en condiciones de llevar a cabo.
De hecho, no es difícil… ¿Cuál puede ser el sentido de “ceder a la tentación de comer el fruto del arbol de la ciencia del bien y del mal”? Obviamente, sustituir la plenitud paradisíaca de vivir en comunión por el fin alternativo de conocer desde la separación; conocer para igualarse –desde la infinita distancia de una alteridad radical- a un dios personal, para estar en condiciones de hacer y deshacer como él, tan a su antojo como él…
El Poder por encima del Bien.
La caída antropológica
En sintonía con la tesis de Panikkar, el británico Steve Taylor (en su libro La Caída, cuya traducción española ha publicado muy recientemente Ediciones La Llave de Vitoria) defiende la teoría de que hace seis milenios la Humanidad experimentó un cambio que él considera más patológico que otra cosa: en diferentes zonas del planeta, un súbito escalón climático que implicó la implantación de condiciones medioambientales de extrema aridez, empujó al homo sapiens –heroico superviviente de varias glaciaciones– a experimentar una transformación psico-sociológica que trastocó radicalmente su manera de relacionarse con la Naturaleza y con sus semejantes.
Dicha transformación propició el surgimiento de lo que entendemos por civilización, pero la visión de Taylor sobre este suceso es muy diferente de la habitual: el resultado principal del proceso fue la hipertrofia enfermiza del Yo Separativo, que en gran medida aisló psicológicamente a los individuos y los enfrentó entre sí –lo que se manifestó en un gran incremento de la violencia y el afán de dominación– así como al conjunto de éstos con el entorno. Este acontecimiento sobrevenido en un tiempo relativamente corto, provocó la eclosión de una avalancha de rasgos característicos –positivos y negativos– del hombre civilizado.
Esta novedosa visión de la Caída bíblica es, a mi modo de ver, muy interesante. Se adivinan, no obstante, dos grandes líneas de crítica oponiéndosele. La primera, proveniente de la(s) ortodoxia(s) religiosa(s), haría referencia a la desacralización del misterio de la Caída y el Pecado Original. Lo delicado de tocar un tema teológico no basta para disuadirme de hacer un breve comentario al respecto. Si nadie mínimamente serio defiende ya, en el ámbito cristiano y menos aún católico, la literalidad de “Adán y Eva”, si la gran mayoría de los creyentes admiten hoy –muchos incluso con entusiasmo y haciendo incluso importantes aportaciones– la evolución de la vida y su principal desembocadura planetaria en el género Homo, ¿en qué quedan el Paraíso y la Caída?
Ante los textos básicos de las grandes religiones monoteístas se dan clásicamente dos posicionamientos: aceptarlos literalmente o rechazarlos sin contemplaciones. Y sin embargo, lo sucedido con “Adán y Eva” y con “los Seis Días”, a partir de la interacción ciencia-religión producida desde hace más de un siglo, debería mover a una reflexión de mucha mayor amplitud y calado que las habituales. El Paraíso y lo que se nos cuenta que en él sucede es, en todo caso, in-te-re-san-tí-si-mo, por más que “nada fuera así exactamente”…, una apreciación que deja flotando una cuestión importante: ¿pueden transmitir los mitos, en cuanto tales, mensajes verdaderos?
Sentido esencial del mito
Al enfocar la Caída bíblica como un Gran Mito (¿y qué otra cosa podría ser un relato cuyo eje central es “la prohibición de comer el fruto del Árbol de la ciencia del Bien y del Mal”?) cabe preguntarse por su sentido esencial, respetando en todo caso la apertura que es consustancial al lenguaje mítico, y que ninguna interpretación es capaz de clausurar.
Lo que se capta, partiendo de tal aproximación, es la eclosión de una problematicidad antropológica severa ligada a la pulsión cognitivo-egótica –y por ende controladora– del ser humano. Pues cualquier lector desapasionado del primer capítulo del Génesis se da cuenta enseguida de que la problematicidad que provoca la Caída no está “abajo” (en la sexualidad) sino “arriba” (en la cognitividad), asociándose a la pulsión de querer controlarlo absolutamente todo, hasta las causas finales últimas.
La segunda línea de críticas a la recuperación aconfesional de la Caída que propone Taylor, vendrá sin ninguna duda del orbe racionalista. ¿Qué valor puede tener un mito hebreo para el incremento de nuestro conocimiento antropológico? Pero es que no se trata sólo de un mito hebreo… Una variación sobre el mismo tema la constituye la referencia reiterada a una Edad de Oro en la que los seres humanos eran mejores que los actuales. Esta creeencia estaba amplísimamente extendida en la Antigüedad, así en Occidente (Grecia) como en Oriente (la India).
El primer romántico, Jean-Jacques Rousseau, apostó fuerte, hace ahora dos siglos y medio, por el “buen salvaje”, y la visión que el filósofo ginebrino tenía de los “primitivos” coincide en buena medida con la que tiene Taylor de la “humanidad pre-caída”. Sin embargo, esta concepción, lo mismo que la teoría rusoniana del buen salvaje, no puede ser asumida sin más, dado que cualquiera puede objetar que la violencia, la crueldad y las desigualdades lacerantes han estado presentes siempre; pero ¿lo han estado de la misma manera y en igual medida que a partir del surgimiento de las civilizaciones urbanas e imperiales?
Dudas sobre Rousseau
Eso, Taylor lo pone radicalmente en duda, y lo cierto es que un dato como el de la construcción de las pirámides con el fin de eternificar la individualidad de un soberano, instrumentalizando a tal efecto una masa enorme de población y de recursos, apunta en el sentido de apoyar fuertemente la verosimilitud de que la explosión del ego sea la clave de la Caída.
El tema de fondo que Taylor pone sobre la mesa es de enorme relevancia, más allá de que se esté o no de acuerdo con la explicación, quizás algo simplista, que propone sobre las causas de la Caída. ¿La psicología “normal” del ser humano, tal como ha llegado a ser, junto a sus consecuencias de todo tipo, es la única posible, antropológicamente hablando? Si en lugar de contemplar el mito de la Caída a través del prisma de la idea de pecado, se entiende como un proceso adaptativo, sólo a medias exitoso, o lo que es lo mismo, con facetas positivas pero también con otras negativas –incluso algunas superlativamente-, ¿no podría este enfoque desbloquear la vitalidad reprimida, la capacidad movilizadora y transformadora, de un mensaje francamente provocador que ha llegado hasta nosotros salvando el abismo del tiempo?
Hoy contamos con un espejo que no teníamos (o del que más bien apenas éramos conscientes) hace tan sólo unas pocas décadas. El espejo en cuestión no es otro que nuestra enorme dificultad para relacionarnos saludablemente con la Naturaleza. “Algo va mal” o “algo nos falta” si nuestro bienestar individual tiene que pagar el precio de la extrema degradación, o incluso la destrucción, del entorno matricial que precisamos imperativamente para vivir una vida armoniosa. Pondré el ejemplo cercano de nuestras costas: kilómetros y kilómetros de la vital interfacies tierra-mar aniquilada -a efectos de interacción ecológica- por el afán de poseer individualmente, los unos, un pedacito de costa, y de embolsarse más y más dinero, los otros, los especuladores.
Indicios de cambio
Pero ¿hay alguna señal que apunte a una reacción sanadora? Taylor cree que sí, y el autor de este artículo también lo piensa. La lista de indicios es larga, desde las declaraciones de derechos humanos hasta el fin de la esclavitud y el colonialismo, desde el incremento de la sensibilidad ecológica (partiendo prácticamente de cero) hasta la creciente compasión y afecto por los animales, desde la valoración también del aspecto emocional de la inteligencia hasta el reconocimiento de la igualdad de capacidades y derechos de la mujer con repecto al varón… Claro está que más se trata de tendencias que de realidades plenas, que por lo demás están muy desigualmente repartidas geográfica y culturalmente, pero aún así, la comparación con tiempos pasados no deja lugar a dudas.
La crisis económica mundial iniciada hace un par de años habría podido ser una oportunidad excelente para impulsar la reacción sanadora de que estamos hablando. No parece, sin embargo, que esté siendo así… Los líderes mundiales y los poderes internacionales reales se han decantado visiblemente por dejarlo todo igual, salvo pequeñísimos retoques, y la actitud generalizada de nuestras sociedades es seguir la misma tónica continuista.
Pero desde luego no es sorprendente: si Taylor tiene razón, el aspecto patológico de aquel proceso remoto que cambió a la Humanidad debe de estar tan profundamente enraizado en nosotros que superarlo no puede resultar fácil en modo alguno. Pero ¿es posible, al menos? Seguramente sí, aunque los sermones new age, por bienintencionados que sean, no sirven de gran cosa.
El cambio climático, impulsor
Más me inclino a creer que el magisterio de la realidad, de la dura realidad, será a la postre lo decisivo, ya que los trastornos obsesivo-compulsivos (y el pathos de la Humanidad civilizada se les asemeja mucho) no son fáciles de curar. Tendrá que ser el afrontamiento, práctico y en el día a día, de las grandes dificultades materiales que sin duda traerá el cambio climático -que, como últimamente no deja de repetir James Lovelock, es ya, en lo esencial, imparable- lo que nos obligue a vivir nuevamente de verdad nuestras vidas, en presente y sin pantallas ideológicas, teoricistas, discursivas, etc.
Lo que, para sobrevivir, nos obligue a superar la disociación entre el vivir y el pensar que está en el origen de ese “malestar” profundo y permanente del que también habla Taylor en el libro que comentamos, y que –desde Sigmund Freud hasta Fernando Pessoa – tantos intelectuales han evocado.
José Luis San Miguel de Pablos, Universidad Comillas, colaborador de la Cátedra CTR
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