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La complejidad transforma la gestión empresarial

El paradigma emergente de la complejidad, procedente de la vanguardia de la física contemporánea, contempla el universo y los sistemas físicos, biológicos, psicológicos y sociales, como un entramado dinámico y complejo de relaciones entre subsistemas interdependientes. En la organización, esto se traduce en un cambiante marco de relaciones: nuevas relaciones entre directivos y trabajadores del conocimiento; nuevas relaciones con clientes y proveedores; nuevas relaciones con la sociedad a que se sirve (responsabilidad social); nuevas relaciones con el pasado y el futuro (cambios, flexibilidad…). En este marco podemos ver la función de liderazgo como un “atractor” extraño capaz de crear el orden en el caos al que tienden los sistemas abiertos por la segunda ley de la termodinámica. Por Beatriz G. F. Valderrama.

La complejidad transforma la gestión empresarial

Casi cien años después de que surgiera el management científico y las primeras escuelas de negocios (HBS, en 1908), parece que todos tenemos todavía en la cabeza numerosos buzzwords del siglo XX: la motivación, la calidad, la dirección por objetivos, el liderazgo, el trabajo en equipo, el empowerment, la reingeniería de procesos, la organización inteligente, el cambio, los valores, las competencias, la gestión del conocimiento, etc. Pero, ¿qué nuevas soluciones se abrirán paso en la gestión empresarial de este siglo XXI?

Hay que empezar aceptando la plena o parcial vigencia de los postulados citados y de otros, a pesar de que algunos hayan podido ser objeto de cierta adulteración y deban ser revisados. Y también hay que decir que efectivamente las cosas están cambiando muy sensiblemente en este siglo y que no sabemos quizá muy bien adónde iremos a parar. ¿Cuáles son las nuevas realidades? ¿Qué elementos caracterizan lo que llamamos “nueva economía del conocimiento y la innovación”? ¿Qué nuevos perfiles de directivos y trabajadores se irán consolidando?

Las nuevas realidades apuntan, en efecto, a la denominada era del conocimiento, en que éste asume el protagonismo de la actividad económica, como materia prima esencial. Así las cosas, las personas dejan de ser un pasivo para constituir un activo principal, lo que debe interpretarse mejor tanto por las empresas como por los individuos.

El tamaño deja de ser siempre ventajoso para las empresas, porque la flexibilidad y la rapidez se imponen; la relación con los clientes va aproximándose al diálogo y la sinergia; la de los directivos con sus colaboradores, a la horizontalidad, lo que por cierto abre horizontes… En este escenario, el aprendizaje permanente, individual y colectivo, viene a resultar incuestionable como mantra cardinal.

Aprender a desaprender

Pero, ¿qué hemos de aprender? Quizá haya que empezar por aprender a aprender, dando un significado amplio al aprendizaje. Hemos de adquirir conocimientos sobre los avances en nuestro campo profesional sin descartar nuestra contribución personal a dicho avance: a la inexcusable innovación. Y también hemos de desarrollar habilidades y fortalezas que nos hagan seres humanos más completos, que contribuyan a la eficacia y la calidad de vida en nuestro entorno profesional. Hemos de tomar mayor conciencia del potencial de nuestra mente, y cultivar todos sus recursos en beneficio colectivo.

Tanto para lo primero como para lo segundo, habremos de asumir nosotros mismos un protagonismo que antes solíamos ceder a las áreas de formación de las empresas; directivos y trabajadores habremos de dirigir nuestro propio desarrollo profesional. Quizá debamos adquirir competencias cognitivas para localizar, evaluar, contrastar, sintetizar y recombinar la información que se nos ofrece, hasta convertirla en nuevos conocimientos; y debamos, por otra parte, progresar en el autoconocimiento y desarrollar competencias de Inteligencia Emocional y Social, con las ayudas que se nos faciliten, como pueden ser guías de autodesarrollo, talleres mayéuticos o contar con un buen coach para tutelar nuestro desarrollo.

Conocer mejor nuestras fortalezas y debilidades, nuestro potencial y nuestras limitaciones, puede precisar una mayor familiarización con nuestro cerebro y su producto: la mente. Este paso puede impulsar el cultivo sistemático y la gestión de recursos propios como la inteligencia, la creatividad, la atención, la intención y la intuición, esta última en otro tiempo relegada a un segundo plano como habilidad “femenina”, a la que los recientes descubrimientos sobre el cerebro están avalando como una forma instantánea y válida de conocer.

Nuevos modelos de liderazgo

Esto nos lleva a los nuevos modelos de liderazgo emocional o resonante (Boyatzis, Goleman), que confirman el impacto positivo que tienen, sobre el clima laboral y los resultados, los estilos de dirección “suaves”, más afectivos, participativos y capacitadores, con más frecuencia empleados por las mujeres directivas.

Los hallazgos de la neurociencia van dando carta de naturaleza científica también a los postulados y resultados experimentales de los psicólogos sobre el optimismo y la felicidad (Seligman), los estados de flujo (Csikszentmihalyi), la necesidad de aprender a desaprender;, con sus repercusiones para el desempeño y compromiso de las personas en la empresa.

Además de los conocimientos y las competencias cognitivas y emocionales, hay una tercera tarea, compartida ésta, que quizá nos esté costando más trabajo aprender: desarrollar el espíritu de comunidad y la eficacia como colectivo, que a menudo parecen asignaturas pendientes.

De poco servirían las inteligencias individuales si no se alinearan sinérgicamente, para conseguir mejores resultados globales: en esto se puede y debe mejorar. No parece casual que nuestros mejores expertos prediquen el humanismo (Juan Carlos Cubeiro), nos hablen del modelo antropomórfico (Javier Fernández Aguado), insistan en la necesidad de desarrollar inteligencia colectiva (Carlos Herreros) y en la importancia del aprendizaje organizacional (José Enebral). Para ello ha de generalizarse el uso de herramientas como el Coaching de Equipo, desde el Comité de Dirección y la Dirección por Valores.

Perspectiva sistémica

Parece una perogrullada sugerir que en el nuevo siglo, debemos funcionar mejor como individuos y como colectivo; pero es que hay que hacerlo con perspectiva sistémica, superando el paradigma del mecanicismo reduccionista.

El paradigma emergente de la complejidad, procedente de la vanguardia de la física contemporánea, contempla el universo y los sistemas físicos, biológicos, psicológicos y sociales como un entramado dinámico y complejo de relaciones entre subsistemas interdependientes. En la organización, esto se traduce en un cambiante marco de relaciones: nuevas relaciones entre directivos y trabajadores del conocimiento; nuevas relaciones con clientes y proveedores; nuevas relaciones con la sociedad a que se sirve (responsabilidad social); nuevas relaciones con el pasado y el futuro (cambios, flexibilidad…).

En este marco podemos ver la función de liderazgo como un “atractor” extraño capaz de crear el orden en el caos al que tienden los sistemas abiertos por la segunda ley de la termodinámica.

Por terminar, cada día gana más peso el lado humano del jánico rostro de la gestión empresarial, y eso apunta a un mayor aprovechamiento de nuestros talentos y recursos como personas y como colectivo.

La complejidad transforma la gestión empresarial

Beatriz G. F. Valderrama, Socia Directora de Altacapacidad, es licenciada en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid y PDG del IESE (Programa de Dirección General). Está especializada en proyectos de Gestión del Cambio, Coaching, Gestión por Competencias y Programas de Desarrollo Directivo.

Beatriz G. F. Valderrama

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