En muchas especies animales, los individuos aprovechan la experiencia y la empeñosa labor de otros aprendiendo de ellos en el intercambio social. En la actualidad, los biólogos utilizan el término cultura cuando se produce un aprendizaje social tal que distintas poblaciones de una misma especie desarrollan maneras también distintas de hacer las cosas. Desde esta perspectiva tan amplia, se puede decir que muchas especies animales viven en grupos que difieren desde el punto de vista cultural, entre ellos una diversidad de especies de aves, mamíferos marinos y primates.
Desde luego, los seres humanos son el paradigma de las especies culturales. A diferencia de sus parientes más próximos, los grandes simios -que habitan las zonas ecuatoriales de África o de Asia- los seres humanos se han diseminado por todo el planeta. Dondequiera que van, inventan artefactos y prácticas comportamentales nuevas para lidiar con las exigencias del medio ambiente local.
En el Ártico, las poblaciones indígenas construyen iglús y cazan ballenas en kayaks; en los trópicos, construyen chozas de paja y cazan mamíferos terrestres con arcos y flechas. Para ellos, esos artefactos y comportamientos no son detalles interesantes sino necesidades. Pocos seres humanos podrían sobrevivir en la tundra o en las pluviselvas tropicales si no pertenecieran a un grupo con cultura, munido de artefactos y prácticas comportamentales preexistentes y pertinentes. Si tenemos en cuenta el número de cosas que el individuo humano debe aprender en sociedad (entre ellas, las convenciones lingüísticas necesarias para comunicarse), comprenderemos que la cultura de esta especie es cuantitativamente única en comparación con las de otros animales.
Peculiaridades de la cultura humana
Hay, sin embargo, dos características fácilmente observables de esa cultura que indican que es única también cualitativamente. La primera es la evolución cultural acumulativa. A menudo, los artefactos y las prácticas de comportamiento de los humanos adquieren mayor complejidad con el paso del tiempo (tienen una «historia»). Cuando un individuo inventa un artefacto o una manera de hacer las cosas apropiada para las circunstancias, los otros la aprenden pronto. Ahora bien, cuando otro individuo introduce alguna mejora al procedimiento, todos -incluso los niños en pleno desarrollo- aprenden la nueva versión perfeccionada. Se genera así una suerte de «trinquete cultural» que instala cada versión en el repertorio del grupo y asegura su vigencia hasta que alguien encuentra algo más novedoso y más útil. Así como los individuos de esta especie heredan genes que implicaron adaptaciones en el pasado, también heredan a través de la cultura artefactos y prácticas comportamentales que representan, de algún modo, la sabiduría colectiva de sus antepasados. Hasta el presente, no sabemos de ninguna otra especie animal que acumule las modificaciones comportamentales y garantice su complejidad con esta suerte de «trinquete cultural».
La segunda característica que hace única la cultura humana es la creación de instituciones sociales. Se trata de conjuntos de prácticas comportamentales guiadas por distintos tipos de normas y reglas que los individuos reconocen mutuamente. Por ejemplo, en todas las culturas los individuos se atienen a reglas culturales para aparearse y casarse. Si alguien transgrede esas reglas, sufre una sanción, que puede llegar al ostracismo absoluto. En el curso de ese proceso, los seres humanos crean entidades concretas definidas culturalmente; por ejemplo, maridos, esposas (y padres) que tienen derechos y obligaciones también definidos por la cultura (el filósofo John Searle concibe ese proceso como creación de nuevas «funciones de estatus» [status functions]).
Daré otro ejemplo: en todas las culturas humanas existen reglas y normas para compartir los alimentos y otros objetos valiosos, y para la eventualidad de comerciarlos. Durante el proceso de intercambio, atribuimos a algunos objetos la condición de dinero (es decir, un papel impreso de determinada manera), hecho que les confiere un rol definido, respaldado por la cultura. Hay otros tipos de reglas y de normas para instituir líderes grupales -jefes y presidentes, por ejemplo-, que tienen derechos y obligaciones especiales con respecto a la toma de decisiones. Y también es posible crear nuevas reglas para el grupo. Lo que dijimos acerca del «trinquete cultural» podemos repetirlo con respecto a las instituciones sociales: ninguna otra especie animal tiene algo que se parezca ni remotamente a las instituciones sociales.
Habilidades cooperativas
Tras estas dos características de la cultura humana -los artefactos acumulativos y las instituciones sociales- hay todo un conjunto de habilidades cooperativas y motivaciones para colaborar que son exclusivas de nuestra especie. Esta afirmación es evidente en el caso de las instituciones sociales, que representan maneras de interactuar organizadas en cooperación y acordadas por el grupo, entre las cuales hay reglas para lograr que, los que no cooperan cumplan lo acordado. Las funciones de estatus representan acuerdos cooperativos según los cuales existen entidades tales como los maridos, los padres, el dinero y los jefes, con los derechos y las obligaciones que tienen. Inspirándonos en la obra de filósofos de la acción como Michael Bratman, Margaret Gilbert, Searle y Raimo Tuomela, podemos dar el nombre de «intencionalidad compartida» a los procesos psicológicos subyacentes que hacen posibles esas formas únicas de cooperación.
Básicamente, la intencionalidad compartida comprende la capacidad de generar con otros las intenciones y los compromisos conjuntos para las empresas cooperativas. Esos compromisos e intenciones acordados en común se estructuran por medio de procesos de atención conjunta y conocimiento mutuo, que descansan todos sobre las motivaciones cooperativas de ayudar a otros y compartir cosas con ellos.
Aunque son menos evidentes, las enormes tendencias cooperativas de los seres humanos también desempeñan un papel decisivo en la producción del “efecto de trinquete” cultural. Es verdad que el proceso más elemental involucrado en el efecto de trinquete es el aprendizaje imitativo (según parece, los humanos lo emplean con gran fidelidad de transmisión), cuya característica intrínseca no es la cooperación sino el aprovechamiento. Sin embargo, existen además otros dos procesos cooperativos fundamentales para producir el efecto trinquete.
En primer lugar, los seres humanos se enseñan mutuamente distintas cosas y no reservan sus enseñanzas para los parientes. Enseñar es una forma de altruismo mediante la cual ciertos individuos donan información a otros para que la utilicen. Si bien existen algunas otras especies en las que encontramos actividades similares a la enseñanza (en su mayoría, comportamientos aislados dirigidos a las crías), no hay datos sistemáticos de ensayos reproducibles que indiquen una instrucción activa en el caso de los primates que no son humanos.
En segundo lugar, los seres humanos tienden a imitar a otros individuos del grupo para parecerse a ellos, es decir, para no desentonar (tal vez en aras de la identidad grupal). Además, a veces invocan ante otros miembros del grupo normas sociales de conformidad o de aquiescencia acordadas de manera cooperativa, y respaldan su apelación esgrimiendo frente a quienes no las acatan la posibilidad de castigos y sanciones. Por lo que sabemos hasta ahora, ninguno de los otros primates crea colectivamente y pone en evidencia normas grupales tendientes a la conformidad. Tanto la enseñanza con estas normas hacen su aporte a la cultura acumulativa conservando en el grupo las innovaciones hasta que surge una innovación posterior.
Cultura de cooperación
En consecuencia, mientras las “culturas” de otras especies animales se basan exclusivamente en la imitación y otros procesos de aprovechamiento, las culturas humanas no sólo entrañan aprovechar sino, fundamentalmente, cooperar. Los Homo sapiens están adaptados para actuar y pensar cooperativamente en grupos culturales hasta un grado desconocido en otras especies. De hecho, las hazañas cognitivas más formidables de nuestra especie, sin excepción, no son producto de individuos que obraron solos sino de individuos que interactuaban entre sí, y lo dicho vale para ls tecnologías complejas, los símbolos lingüísticos y matemáticos, y las más complicadas instituciones sociales.
A medida que crecen, se desarrolla en los niños un tipo especial de inteligencia natural, que abarca habilidades exclusivas de nuestra especie para colaborar, comunicarnos y aprender socialmente, además de tomar parte e otras formas de intencionalidad compartida, habilidades que van constituyendo su capacidad de participar en ese pensar grupal cooperativo. Esas habilidades especiales surgieron de los procesos de construcción de un nicho cultural y de la coevolución genético-cultural: en otras palabras, surgieron como adaptaciones que permitieron a los seres humanos actuar con eficacia en cualquiera de los numerosos mundos culturales que se han construido.
Es necesario adoptar muchos enfoques distintos para explicar la cooperación y la cultura humanas; para explicar las donaciones caritativas, los símbolos lingüísticos y matemáticos, y las instituciones sociales. En el escenario actual, la cooperación y la cultura son objeto de estudio de la biología evolucionista, de la economía experimental, de la teoría de juegos, de la antropología cultural y biológica, de la psicología cognitiva, social y evolutiva y de muchas otras disciplinas. En nuestro grupo de investigación hemos decidido abordar estos temas por medio de estudios comparativos entre niños y sus parientes más próximos entre los primates, los chimpancés. Abrigamos la esperanza de ver con mayor claridad lo que ocurre en estos casos algo más simples que en las mil complejidades del comportamiento adulto y de las sociedades. Desde luego, la comparación entre los niños y los chimpancés puede echar alguna luz sobre los orígenes de la cooperación humana en sus aspectos filogenéticos y ontogenéticos.
Michael Tomasello es co Director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig y Manchester y del Centro de Investigación de Primates Wolfgang Köhler. Este texto es un extracto de su libro ¿Por qué cooperamos?, publicado por Katz Editores, Madrid 2010. Se reproduce con autorización.
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