Acto primero
A comienzos del siglo XX antropólogos, paleontólogos, geólogos y otros investigadores andaban enredados en una interesante discusión sobre el origen de la especie humana actual. La teoría de la evolución por selección natural ya gozaba de buena aceptación por la ciencia, pero toda prueba a favor era un descubrimiento interesante, sobre todo si era una prueba a favor de la evolución de nuestra propia especie. Por aquel entonces ya se conocían unos pocos fósiles de simios primitivos –parientes de los chimpancés actuales–, y también había fósiles más recientes de homínidos próximos a los humanos de ahora… pero no se habían encontrado fósiles intermedios, que hicieran de puente entre los monos y los humanos y que permitieran establecer una línea evolutiva directa entre ellos: esos fósiles inexistentes eran el llamado “eslabón perdido”. Cualquier científico que encontrara un fósil que llenase ese espacio alcanzaría una enorme fama, su nombre formaría parte de libros y enciclopedias para conocimiento de generaciones futuras. Bueno, eso siempre que el método científico lo permita.
Mira tú por donde que en 1912 Charles Dawson, un paleontólogo aficionado, encontró el eslabón perdido: un cráneo con características parecidas a las de los humanos, pero con una mandíbula claramente relacionada con los simios. Este estupendo descubrimiento tuvo lugar en Piltdown, Inglaterra, y poco después fue presentado al público en una reunión de la Sociedad Geológica de Londres, con el apoyo de importantes y reconocidos paleontólogos. El fósil pasó a formar parte del saber científico con el nombre de “Eoanthropus dawsoni”, y se conoció popularmente como Hombre de Piltdown. Dawson era famoso –incluso el fósil llevaba su nombre! –, y los ingleses estaban contentos: por fin había aparecido un fósil homínido importante en sus islas, ya era hora: los alemanes tenían al Neanderthal, y los franceses el Cro-Magnon.
Pero la ciencia no se detiene, la tecnología tampoco, buscando continuamente nuevos métodos e instrumentos de investigación. En los años siguientes a este descubrimiento los paleontólogos y antropólogos continuaron encontrando fósiles de homínidos primitivos en distintas partes del mundo –como el género Australopitecus– y pronto comprobaron que el Hombre de Piltdown no encajaba en ningún tipo de esquema coherente, no había manera de establecer una historia evolutiva de los homínidos con ese fósil en medio. Con el paso del tiempo se desarrollaron técnicas más avanzadas para conocer la edad de los fósiles, y el Eoanthropus dawsoni no tardó en ser analizado en profundidad, había que saber algo más de él. El veredicto de los nuevos análisis fue demoledor: la parte superior del cráneo correspondía a un humano moderno y la mandíbula a un orangután. Además la mandíbula había sido manipulada para darle una apariencia similar a la que tenía el resto del cráneo. Se trataba de un fraude hecho a conciencia, que llegó en el momento adecuado cuando las mentes de los científicos estaban a la espera de que apareciera ese eslabón perdido. El engaño fue destapado en el año 1953, en un congreso internacional de paleontólogos: el Eoanthropus dawsoni estuvo unos 40 años engañando al mundo, pero el método científico continúa funcionando impasible ante las debilidades humanas. A Charles Dawson eso poco le importó, había muerto en 1916.
Acto segundo
A comienzos del siglo XXI biólogos, médicos, veterinarios y otros investigadores andaban enredados en una interesante discusión sobre la posibilidad de clonar seres humanos para hacer un uso terapéutico de los embriones. De conseguirlo las posibilidades que se abrían eran enormes: sería posible obtener tejidos de recambio de cualquier parte del cuerpo, sin los problemas de rechazo de los transplantes. Esto permitiría reponer cualquier tejido enfermo o dañado, incluso el cerebro! Los científicos y la sociedad de la época estaban encantados con la posibilidad, aunque la técnica también era motivo de disputas de tipo ético, que llegaban a constituir asuntos de estado. Los EEUU, por ejemplo, estaban poniendo muchas trabas a esas investigaciones, por contra otros países, como Corea del Sur, permitían libremente el trabajo de los científicos. El primer científico que consiguiera una técnica fiable de clonación terapéutica alcanzaría una enorme fama, su nombre formaría parte de libros y enciclopedias para conocimiento de generaciones futuras. Bueno, eso siempre que el método científico lo permita.
Mira tú por donde que en 2004 Woo Suk Hwang, un desconocido veterinario, encontró la manera de clonar seres humanos. Su trabajo fue la flamante portada de la revista Science del 12 de marzo de ese año, el Dr. Hwang se convirtió de inmediato en un héroe de la ciencia y además los coreanos estaban contentos: por fin producían investigación de primera línea, haciéndole sombra a los EEUU y Europa. Hwang conocía que en esos mismos meses había otro grupo de investigación en los EEUU que estaba a punto de alcanzar resultados muy similares, pero en ciencia la fama va siempre para quien llega primero, aunque la diferencia sea de dos días, y Hwang había ganado la carrera. Por supuesto, los norteamericanos también descubrirían una técnica para clonar y también la publicarían, poco después de los coreanos.
Pero la ciencia no se detiene, la tecnología tampoco, y cualquier descubrimiento científico tiene que poder ser reproducido o superar cualquier prueba que pueda aparecer en el futuro. Los norteamericanos no publicaron su técnica de clonación y el Dr. Hwang, que ya tenía la fama, se quedó sin conocer lo que estaba deseando: una manera factible para clonar seres humanos. Porque, como ya todos sabemos, el equipo de investigación coreano no la consiguió.
Otro fraude más, alimentado por la codicia personal, las expectativas creadas por el orgullo patrio, la precipitación, las luchas entre editores de revistas científicas de prestigio y las dificultades de separar la mentira de la verdad en un mundo digitalizado que pone en manos de los investigadores una fabulosa colección de herramientas tecnológicas de manipulación.
… pero el método científico continúa funcionando impasible ante las debilidades humanas.
Xurxo Mariño pertenece al Grupo de Neurociencia y Control Motor de la Universidade da Coruña, Neurocom, y colabora con el laboratorio del Dr. Sur del MIT (Massachusetts Institute of Technology, EEUU). Realiza investigación básica acerca de aspectos muy concretos del funcionamiento de una estructura maravillosa: el sistema nervioso.
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