La física actual es una disciplina hiperformalizada. El avance en la investigación física requiere de tal especialización que se hace prácticamente imposible conseguir una visión de conjunto ajustada de toda la realidad física. Las exigencias técnicas dificultan el análisis metafísico de la investigación física, al tiempo que proporcionan potentes vías para profundizar con precisión en la estructura ontológica de la realidad.
La física cuántica desarrollada en el XX ha constatado una arquitectura fenomenológica que exige una revisión crítica de los presupuestos ontológicos clásicos. Todavía en el XXI, la física cuántica sigue desplegando su alcance explicativo y ya se han iniciado las primeras tentativas que proyectan su concepción de la materia hacia otros campos tradicionalmente abordados por las ciencias humanas clásicas.
Sin duda nuestra concepción ilustrada de la realidad ha de abrirse a la luz de la física moderna y prepararse para una nueva cosmovisión de referencia que oriente el desarrollo del nuevo humanismo científico. En una serie de artículos pasaremos desde la mecánica clásica a la mecánica cuántica, apuntando la forma en que la Nueva Física nos abre hoy a las grandes cuestiones sobre la ontología de la realidad y la metafísica.
Visión evolutiva del lenguaje de la física
A lo largo de la historia, las matemáticas se han alzado como el lenguaje por excelencia de la física. En el XIX, la teoría clásica de la luz fue interpretada como modulaciones del campo electromagnético a la luz de las ecuaciones de Maxwell.
La teoría electromagnética es una importante cota del proceso de formalización de los modelos físicos. Sin embargo, las dos teorías físicas fundamentales del siglo XX, la Relatividad y la Cuántica, representan el triunfo de la formalización matemática y el ocaso de alternativas explicativas más conceptuales, propias de la filosofía de la naturaleza.
Especialmente la física cuántica desarrolló unos exitosos niveles de abstracción matemática que, en cierto modo, derivó en la implementación ciega de un lenguaje técnico y preciso, para conseguir unas predicciones sin parangón en la historia de la ciencia.
En la actualidad, las ciencias físicas se nutren de un complejo lenguaje físico-matemático que exige una elevada especialización técnica tanto para la investigación en los distintos campos del conocimiento físico como para entender sus modelos físicos de la realidad.
Ahora bien, los refinados lenguajes de la física, tan valiosos para explicar independientemente el cosmos a gran escala (cosmología relativista) y el microcosmos subatómico (teoría cuántica de campos), parecen incompatibles a la hora de ofrecer una imagen unitaria y global del universo físico en su conjunto.
Los arduos trabajos de los físicos matemáticos para estirar al límite el lenguaje de la cosmología relativista y el lenguaje de la teoría cuántica de campos no han ofrecido resultados físicos en los últimos cincuenta años.
En esta línea, la denominada teoría de supercuerdas ofrece un exótico lenguaje matemático de geometrías multidimensionales sin referencia a fenómenos físicos. Semejante abstracción matemática se ha desligado de la realidad física que fundamenta la investigación físico-matemática.
El exitoso proceso de formalización del lenguaje físico-matemático desarrollado durante los tres últimos siglos parece haber alcanzado un estadio donde es ya más propio hablar de dos lenguajes: el lenguaje formal consecuente con la abstracción matemática de los modelos físicos y un nuevo lenguaje físico por descubrir que integre nuevos conceptos físico-matemáticos: gravedad cuántica, energía del vacío, fondo de Planck…
La manera de producir conocimiento físico ha evolucionado en el tiempo. Existe un distanciamiento ontológico en el lenguaje actual de la física, cuyo enfoque principal se proyecta hacia una excesiva formalización matemática sin una imagen física clara de la realidad.
En este artículo ofrecemos una visión evolutiva de los primeros lenguajes de la física, antes de adentramos (en próximos artículos) en algunas de las consecuencias ontológicas de la formalización matemática de los lenguajes cuántico y relativista en el siglo XX.
Nuestro objetivo es apuntar a los perfiles de un incipiente lenguaje humanista que sirva de plataforma conceptual para contribuir a la investigación de un lenguaje físico-metafísico capaz de abordar la realidad sin fisuras ni burbujas, en su conjunto.
Los lenguajes de la física a lo largo del tiempo
La física es una ciencia experimental que trata los problemas más fundamentales de los fenómenos naturales, como la constitución de la materia hasta el nivel de partículas elementales y la estructura del cosmos a gran escala.
En su intento por dar a conocer el mundo, atendiendo a su estructura y funcionamiento, la física usa un lenguaje específico para describir las regularidades del universo y prepara el camino para formular la pregunta acerca de la posible existencia de una realidad última, unitaria y global.
Desde el punto de vista epistemológico más laxo, la ciencia física nace ya con la mitología clásica usada por el hombre para dar respuesta a los interrogantes de la existencia. La incesante y siempre insatisfactoria búsqueda de respuestas a los misterios de la naturaleza ha ido conformando y puliendo con el tiempo una forma de expresar los conocimientos del mundo.
Nos referimos al lenguaje de las ciencias físicas. En un sentido más estricto, la física nace entre los siglos XVII-XVIII cuando los físicos modernos usan ya el lenguaje de las matemáticas en sus modelos físicos de la realidad. Pero no siempre fue así. Los griegos buscaban dotar de exactitud, coherencia y globalidad al lenguaje conceptual que empleaban en sus discursos filosóficos de la naturaleza. El legado griego, enriquecido por los árabes, llega al Occidente medieval donde acontece el nacimiento de la ciencia moderna [1].
En la actualidad, ya no es siempre tan evidente la lógica del discurso filosófico clásico en los modelos físicos de la realidad. Los conceptos más filosóficos que atienden a la realidad misma, se pierden entre la neblina de un lenguaje matemático muy técnico y sólo apto para iniciados.
Hoy en día, no es posible comprender el lenguaje de la física sin entender la dimensión física del lenguaje matemático, pero no siempre fue así. Desde el mismo origen epistemológico de las ciencias físicas el conocimiento físico producido esgrimía un lenguaje referenciado a la ontología de la realidad. Sabemos que este conocimiento metafísico ha sido desacertado en muchas ocasiones y ha exigido reiteradas revisiones profundas a la luz de los nuevos experimentos y teorías científicas.
A nuestro entender el esfuerzo científico por comprender la realidad es siempre limitado y el conocimiento metafísico que se desprende es siempre perfectible. La realidad se antoja misteriosa y probablemente nunca pueda ser desvelada. Esta evidencia puede generar desasosiego entre los científicos y animarles a refugiarse permanentemente en la aparente seguridad funcional de un lenguaje físico restringido a la formulación de principios matemáticos que se ajusten al fenómeno observado.
El fundamento epistemológico de la física es conocer la actividad física de la realidad y buscar sus causas en la realidad misma. Descuidar estos presupuestos epistemológicos está produciendo un creciente empobrecimiento del lenguaje físico que, sin quererlo, oscurece aún más el limitado acceso a la realidad en su conjunto. Como veremos perder definitivamente de vista la necesidad de un soporte material que cause la actividad física fenomenológica conlleva un insostenible irracionalismo causal.
De la explicación mitológica al lenguaje matemático
La ciencia es una actividad de conocimiento que forma parte de la cultura humana, la influye y se ve influida por ella. Como tal, la ciencia está enraizada en el pensamiento y la historia de los hombres. El lenguaje científico, por tanto, emplea conceptos epistemológicos culturales para explicar la realidad. En su evolución histórica, la ciencia ha ido refinando sus conceptos hasta conformar un lenguaje suficientemente inequívoco para expresar organizadamente el conocimiento producido en la observación de fenómenos naturales y su posterior experimentación.
La ciencia no siempre dispuso de un lenguaje capaz de desplegar el potencial epistemológico actual. El lenguaje de la ciencia es fruto de un proceso que arranca desde las formas más primitivas de conocimiento natural y que, poco a poco, van mejorándose a la luz de la razón crítica. El lenguaje de la física cosmológica es hoy el resultado de un largo proceso de desmitificación de la cosmogonía clásica. Es el producto de un tránsito epistemológico desde el saber cosmogónico cultural a la ciencia de la cosmología en su versión más experimental.
Es decir, desde las explicaciones ligadas a los dioses a la implementación de un lenguaje más apto y práctico para describir físicamente la constitución y funcionamiento del cosmos. A medida que la sociedad va evolucionando y se va haciendo más compleja, se necesitan respuestas más precisas y adaptadas a las nuevas necesidades. En la ciencia actual, más desprovista del lenguaje filosófico, sigue dándose por supuesto que la naturaleza puede ser comprendida racionalmente. Esto es un presupuesto científico de marcado corte filosófico [2].
A partir del VI a.C., los antiguos mitos son sustituidos por la filosofía de la naturaleza. La reflexión racional sobre el principio último de la naturaleza de las cosas sustituye a la pregunta por el origen mismo de la naturaleza. Esto supone una desviación epistemológica desde las causas que originan el mundo físico hacia un mundo eterno asumible por el lenguaje de la geometría.
Fueron los griegos quienes desarrollaron un lenguaje escrito eficaz para desarrollar sistemas de pensamiento filosófico que han influido a lo largo de la historia hasta nuestros días. Pronto las matemáticas ocuparon un lugar relevante en el pensamiento griego. También en Grecia, empieza la ciencia teórica, orientada a comprender la naturaleza en sí misma. Surge, pues, una preocupación de carácter fundamental que no se limita a la resolución de problemas prácticos.
El pensamiento griego sobre la naturaleza se centra en explicar la compleja coexistencia de la unidad en la multiplicidad, del cambio y la permanencia. Los griegos se preguntan si existe una unidad última ontológica que fundamente el despliegue de la aparente multiplicidad fenomenológica [3].
El lenguaje matemático parece ser la clave para desvelar el universo material, pues posee una formalización capaz de explicitar la regularidad de los fenómenos físicos. Las matemáticas de los modelos físicos trascienden la mera aplicabilidad a la resolución de problemas aritméticos y empiezan a calar como parte constituyente de los modelos físicos de la naturaleza [4].
La aplicación de las matemáticas a la mecánica fue sobre todo obra de Arquímedes en el III a. C., quien pasó a la historia como el primer físico que implementó las matemáticas en el lenguaje de la física, con el objetivo de fundar una ciencia general, coherente y exacta. Con el deseo de dar coherencia a las generalidades de la física se impregna la ciencia de un lenguaje geométrico para crear una metodología que asemeje los modelos físicos a la exactitud de los teoremas matemáticos.
Galileo se consideró siempre un discípulo de Arquímedes. La ruptura entre la física aristotélica y la aplicación de las matemáticas a los fenómenos naturales fue acrecentándose en algunos autores griegos posteriores.
En el II d. C. Tolomeo diría que sólo el método matemático proporciona un conocimiento cierto y fiable porque estudia las cosas que son siempre lo que son, así como por su comprensión clara y ordenada. Está claro que Tolomeo aboga por la necesidad de implementar el lenguaje eterno de las matemáticas en las ciencias físicas para explicar el cambiante mundo físico.
Almagesto es la obra fundamental de Tolomeo, el compendio de astronomía más antiguo que usa el lenguaje matemático para explicar y predecir los movimientos celestes. No se trata, pues, de una nueva propuesta explicativa de corte puramente clásico; sino de un modelo que, en sintonía con la eterna estabilidad celeste de la filosofía griega clásica, pretende predecir los movimientos celestes y calcular sus posiciones pasadas.
Es, sin duda, la gran composición matemática de la astronomía [5]. La terminología del lenguaje matemático empleado, excéntricas, epiciclos, ecuantes y deferentes, son la clave para entender el cosmos ptolemaico a partir de una combinación de técnicas geométricas.
En el medioevo, las matemáticas no se consideran verdaderas ciencias. Ya Aristóteles no las consideraba parte de la filosofía natural y Tomás de Aquino las aleja aún más del lenguaje físico, porque sus conclusiones son más bien parte de un proceso de abstracción que radica en la imaginación y no en la física de los sentidos.
A su modo de ver, semejante nivel de abstracción sitúa el lenguaje matemático fuera de la ciencia, pues las demostraciones matemáticas son pruebas formales independientes de la realidad física. En contraposición, Bacon insistía en la necesidad del estudio de las matemáticas para descifrar los fenómenos de la naturaleza, incluso para teólogos. Bacon introdujo un estilo de pensamiento muy distinto.
Empezó explicando a Aristóteles en París y reorientó a mitad del XIII su dedicación hacia las matemáticas y la ciencia experimental con sus estudios de óptica. Si la teología entiende la creación como un acto libre de Dios, entonces el lenguaje de la naturaleza no puede construirse desde principios filosóficos necesarios. No hay razón para afirmar con seguridad que el origen mismo del universo fuera un acto necesario.
Por el contrario, la regularidad de los patrones observados en el universo sí requiere de una descripción que, necesariamente, depende tanto de la experimentación como de las matemáticas. Se empieza así a revalorizar la conveniencia del lenguaje físico-matemático en el quehacer de las ciencias experimentales.
A partir del XIII surgen con fuerza nuevos estudios acerca del movimiento de los cuerpos sublunares, que pugnan contra la tradición aristotélica dominante que ligaba el movimiento a la sustancia. El círculo del Meron College de Oxford apoyó vigorosamente la idea de poder estudiar matemáticamente el movimiento como un fenómeno físico ajeno a las causas que lo producen.
Aparecen las primeras interpretaciones geométricas que diferencian los movimientos uniformes de los uniformemente acelerados sin referencia a la sustancia del móvil. Las ideas platónicas más geométricas empiezan a atraer la atención hacia un estudio matemático-accidental del mundo físico, que se distancia del análisis cualitativo-sustancial de la física aristotélica y deriva en el nacimiento de una nueva forma de hacer filosofía natural a partir de principios matemáticos.
Observamos ya, antes de la revolución científica de la modernidad, una progresiva formalización matemática del lenguaje físico-filosófico. Las insalvables dificultades epistemológicas para conocer la realidad ontológica y la creciente facilidad para describir matemáticamente la regularidad de los fenómenos cosmológicos supusieron una incipiente transformación del lenguaje físico que se acentuaría gravemente tras la explosión de la ciencia moderna.
Las repercusiones de este cambio de tendencia previo a la revolución científica han sido claramente positivas para la humanidad. El progreso cultural, tecnológico, social y económico ha sido evidente. Ahora bien, desde nuestra perspectiva contemporánea es inquietante cómo la persuasión por la funcionalidad predictiva y la coherencia geométrica de los siglos pasados nos sitúan frente a una eternidad matemática asumida, que no ha sido reformulada sólidamente en un lenguaje físico-metafísico capaz de ofrecer una imagen científica de la realidad.
De las armonías celestes al lenguaje de la mecánica clásica
En la misma línea experimental de los empiristas de los siglos XIII-XIV, Ockham defendió que los conceptos universales son meros nombres (nominalismo) sin existencia real (realismo). Usó frecuentemente el principio de que en filosofía la explicación más sencilla es la que debe aceptarse: no se debe afirmar una pluralidad sin necesidad. Hablamos de la célebre navaja de Ockham.
El revolucionario giro del tradicional geocentrismo clásico al nuevo modelo heliocéntrico del cosmos representa un buen ejemplo de la navaja de Ockham. En el XVI Copérnico deseaba evitar las complicaciones de la cosmología de Tolomeo, especialmente en lo referente a la inclusión de ideas geométricas innecesarias como la del ecuante. Su apuesta por el heliocentrismo se debe a un principio de simplicidad epistemológica que derivó en un lenguaje explicativo más conciso y de mayor sencillez matemática.
El giro copernicano pone en tela de juicio muchas ideas de la tradición aristotélica. Si la Tierra no está en el centro del universo, la gravedad no es exclusiva de la Tierra y debe extenderse a todos los astros. Y, más aún, la separación del mundo terrestre y el celeste deja de tener sentido. Sin embargo, la pretensión de Copérnico era simplemente adaptar el modelo tolemaico a los nuevos datos astronómicos.
Es decir, su trabajo partió de la misma filosofía aristotélico-tolemaica que explicaba los movimientos celestes mediante combinaciones de movimientos circulares uniformes provocados por las esferas. Lo que empezó siendo una propuesta simplificada del modelo tolemaico acabó convirtiéndose en el modelo cosmológico de referencia que mejor se ajustaba a las nuevas observaciones celestes.
Las observaciones de cometas rompen definitivamente con la cosmología aristotélico-tolemaica. Observaciones más precisas convencen de la mayor funcionalidad del modelo de Copérnico. La labor de observación más importante fue realizada por Tycho Brahe con el apoyo del rey danés Federico II, quien le cedió la isla de Hven para instalar su observatorio astronómico: el Uraniborg.
De sus observaciones se sigue que al menos los planetas interiores giran alrededor del Sol. Su pretensión fue crear un modelo alternativo al de Copérnico que, derivado de las observaciones, evitara el incómodo movimiento terrestre. Brahe presentó una nueva alternativa en cosmología: el denominado modelo tychónico, que fue el preferido por los célebres astrónomos jesuitas tras la condena eclesiástica del heliocentrismo [6].
Finalmente, Brahe abandona Dinamarca para trabajar como matemático real en la corte de Rodolfo II en Praga, ciudad de la cultura y el comercio europeo, donde conocería a Kepler. Kepler termina haciéndose con los datos experimentales celosamente custodiados por Brahe y se hace consciente de que el danés no había sacado todas las posibles consecuencias físicas de sus excelentes observaciones astronómicas.
A partir del bagaje experimental de Brahe, Kepler dedujo tres leyes matemáticas sobre el movimiento planetario, introdujo la elipse y suprimió los epiciclos que aún conservaba el modelo copernicano. La cinemática de la escuela mertoniana de Oxford obtuvo así un mérito de dimensiones cosmológicas, pero reminiscencias de la filosofía aristotélica exigían esclarecer la pregunta por las causas del movimiento. ¿Qué pone en movimiento los planetas?
Nacen los conceptos de la mecánica clásica
A esta pregunta Galileo dio respuesta en el XVII postulando una extraña inercia circular de los planetas, insistiendo siempre en exponer matemáticamente los problemas suscitados por la mecánica celeste. Propuso que la pregunta clave no es tanto la finalidad del movimiento como la relación entre el espacio, tiempo y velocidad. Galileo defendió el sistema de Copérnico basando su juicio en las observaciones.
Sin embargo, contrariado por las elucubraciones de Kepler –que aún expresaba el movimiento planetario con un lenguaje plagado de imágenes de esferas y armonías celestes– no supo aprovecharse de las verdaderas aportaciones científicas del astrónomo alemán. En realidad, la vertiente supersticiosa de la astrología kepleriana mantuvo una prudente distancia intelectual entre Galileo y Kepler.
Consciente de la problemática consecuente al profundo cambio epistemológico revolucionario que suponía defender la teoría copernicana como modelo de la realidad física y no como una artimaña que facilitara los cálculos astronómicos, Galileo no participó de los consiguientes debates ontológicos sobre la revolución copernicana, mantenidos por Bruno.
Como hombre de carácter que fue, Galileo se vio envuelto en disputadas dialécticas acerca de la preponderancia de los distintos modelos cosmológicos, así como mantuvo polémicas discusiones científicas con astrónomos jesuitas. A saber, con Sheiner sobre la prioridad en el descubrimiento de las manchas solares y con Grassi sobre la observación de los cometas que, interpretados como astros celestes en la línea de Copérnico y Kepler, refutaban los modeles clásicos.
Galileo no pudo presenciar las observaciones de un cometa por enfermedad y optó por defender la tesis aristotélica afirmando que eran simples fenómenos producidos en la atmósfera terrestre.
Con el avance matemático de las escuelas de Oxford y Cambridge se intensifica el proceso de formalización matemática de la física y comienzan a esclarecerse conceptos del lenguaje físico tan importantes para los siglos venideros como la inercia o la cantidad de movimiento de los cuerpos movimiento, las fuerzas que causan las variaciones en los movimientos o los primeros apuntes de la gravedad como fuerza centrípeta que rige los movimientos celestes.
Poco a poco, los físicos de la tradición clásica van quedando al margen y se implanta una visión mecanicista, matemática y experimental de la naturaleza, muy alejada de la física aristotélica. La geometría analítica (equivalencia entre figuras geométricas y ecuaciones algebraicas), el cálculo diferencial e integral y el cálculo de probabilidades potencian esta asimilación del lenguaje matemático por las ciencias físicas.
Con Descartes se introduce ya de una manera clara la idea de la inercia. En consecuencia, el movimiento circular sólo puede darse si existe una acción externa sobre el cuerpo que se mueve. Newton acabaría por precisar la acción gravitatoria que explica el movimiento de los cuerpos celestes.
Con Newton la filosofía de la ciencia se centra en los principios generales de las observaciones y experimentos. El lenguaje matemático se considera como la última formalización explicativa de los fenómenos físicos. Newton no participó en el debate filosófico sobre las causas de la gravedad, pues no cabían dentro de la filosofía experimental del método científico. Sin embargo, su propuesta físico-geométrica sería decisiva en la historia de la ciencia.
Copérnico supo situar el planeta Tierra al mismo nivel que los demás errantes. Brahe consiguió eliminar las innecesarias esferas celestes y propuso un ímpetu como motor de los planetas. Galileo eliminó la idea aristotélica del lugar natural de los cuerpos asignando una especie de inercia circular a los astros y dotando a cada uno de ellos de una tendencia gravitatoria natural dirigida hacia el centro de los cuerpos.
Kepler rompió el hechizo clásico del círculo al introducir las órbitas elípticas y usó un extraño efluvio magnético que dirigía y cohesionaba el sistema solar. Descartes unifica cualitativamente el movimiento de los astros con la caída de graves en la Tierra. Con Newton, todo sería cuantitativamente unificado con su principio de gravitación universal. Ahora bien, su propuesta de fuerzas gravitatorias a distancia configuró un lenguaje mecánico que no satisfizo sus inquietudes más ontológicas. ¿Qué causa las fuerzas físicas a distancia?
Los siglos XVIII y XIX producen un enorme desarrollo de la actualmente denominada mecánica clásica y se confirma la decadencia de las universidades medievales de teología. La Ilustración nace de la confianza del hombre en el uso de su razón para transformar la sociedad, la cultura, la política y la religión. Es precisamente en esta época cuando se acuñan los términos científico y físico.
El lenguaje usado para describir la concepción del universo es fuertemente mecanicista, determinista y proclive a subrayar la autonomía física del universo. En algunos casos estas posturas condujeron a proponer la ciencia como un sustituto de la religión. El lenguaje usado primeramente en las universidades de Götingen y Berlín, y posteriormente en Oxford y Cambridge fue evolucionando hacia tomar una orientación predominantemente científica.
La mecánica clásica del siglo XVIII se caracteriza por la aplicación sistemática del cálculo a los problemas de física en la nueva mecánica analítica. Euler fue el primero en representar las velocidades y las aceleraciones con la notación moderna del lenguaje matemático de las derivadas.
Lagrange profundizó en la resolución de problemas físicos restringiéndose al uso argumentos intuitivos formales propios del álgebra y del cálculo. Hamilton reformuló el principio de mínima acción de Maupertuis con el lenguaje de la mecánica analítica, cuyas exitosas aplicaciones inundaban campos tan variados como la dinámica de fluidos o la ingeniería civil, avalada por el éxito del nuevo lenguaje matemático-analítico de las ciencias físicas.
La obra más relevante del XIX sobre la aplicación de los principios de la mecánica newtoniana al movimiento de los astros fue el tratado de mecánica celeste de Laplace, quién usó el lenguaje de la probabilidad para tratar problemas de la ocurrencia de sucesos en la naturaleza.
Fiel a la filosofía de la ilustración, Laplace entendía el universo como un sistema totalmente determinista regulado por las leyes eternas de la mecánica. Con los debidos datos experimentales, un endiablado científico podría conocer a su antojo los estados pasados y futuros de todo el universo. La eternidad que caracterizaba antiguamente a los armónicos movimientos celestes queda recogida en la modernidad como parte de un nuevo lenguaje mecánico de leyes físicas eternas, universales y necesarias [7].
Tras la revolución científica de la modernidad se consolida el triunfo del formalismo matemático en el lenguaje de la física, avalado por el exitoso funcionalismo físico-matemático para describir la regularidad del cosmos. La culminación del poder descriptivo del lenguaje físico-matemático no fue un camino sin tropiezos.
A nuestro entender, el postulado de la inercia circular de Galileo es un intento por salvar la eterna regularidad de las esferas celestes y esquivar la gran pregunta que suscita la realidad: ¿qué origina el movimiento? Descartes reformula el concepto de inercia y Newton interpreta las acciones físicas como irrupciones en la inercia lineal de los cuerpos. Sin embargo, Newton no olvidó preguntarse por la naturaleza de la acción gravitatoria a distancia; aunque no nos consta que ofreciera interpretación alguna.
Quizás por ello el lenguaje de la física dio por supuesta la autonomía de un universo reglado por leyes matemáticas. La paulatina mecanización del lenguaje de la física no fue perfecta y sin lugar a la duda. El mismo Newton introdujo conceptualmente el caos en el universo y asignó a Dios la necesaria potestad de regular las afecciones caóticas. Igualmente Laplace, el padre del determinismo universal, fue él mismo quien introdujo el concepto de probabilidad. Caos y azar son elementos de análisis que se formularán con mayor precisión en el nuevo lenguaje de la física en los siglos XIX y XX.
Del lenguaje industrial de la física del XIX a los albores de la física moderna
El Renacimiento supuso una época de importantes innovaciones técnicas de la mecánica con relevantes consecuencias culturales y económicas, que afectaron al lenguaje científico. La cultura tecnocientífica trascendió los límites universitarios alcanzando las fronteras de la política y la estrategia militar.
En general, la cultura se fue impregnando del saber tecnocientífico y la epistemología de la ciencia en particular recogió esta predisposición cultural al conocimiento. De ahí que la física de los siglos XVII, XVIII y XIX se denomine física mecánica o mecánica clásica.
En la misma línea, la investigación matemática se dedicó especialmente al desarrollo de la mecánica teórica que configuraría el programa tecnocientífico de la revolución industrial. Durante la revolución industrial la ciencia se vio claramente favorecida por su relación con la tecnología; aunque según avanza la historia queda más difuminada la frontera entre lo puramente científico y lo estrictamente técnico.
Sin duda, los avances tecnocientíficos fueron la principal seña de identidad de la sociedad europea de la revolución industrial. Más allá de los claustros académicos, la popularización de la tecno-ciencia experimental permitió difundir el lenguaje científico, entre la sociedad general [8].
A comienzos del XIX, una vez establecidos los principios de la electrostática por Coulomb y la corriente eléctrica por Galvani, se había dejado de lado la búsqueda de las causas de los fenómenos eléctricos. Los científicos se centraron en la investigación de las estimulantes consecuencias tecnológicas de la electricidad.
Dos fenómenos conocidos desde la Antigüedad como la electricidad y el magnetismo empezaron a interpretarse como partes constituyentes de una misma realidad campal denominada electromagnetismo. A partir de las observaciones de Oersted y los experimentos posteriores de Ampère, el Newton de la electricidad, se demostró que electricidad y magnetismos son dos fenómenos físicos interdependientes. Pero, fue Faraday quien introdujo un nuevo lenguaje de líneas de fuerzas y campos que reorientarían la interpretación conceptual moderna del electromagnetismo de las teorías de campos.
El afortunado caso de Faraday, un aprendiz de encuadernación, es realmente asombroso por su escasa formación académica, su increíble habilidad como experimentador y su fina intuición física. Su influjo en la nomenclatura moderna de la física de campos fue decisivo para que otro gran científico consolidara matemáticamente sus propuestas conceptuales.
El perfil académico e investigador de Maxwell es diametralmente opuesto al de Faraday. Su minucioso trabajo teórico condujo no sólo a la unificación de la electricidad y el magnetismo como un único fenómeno campal electromagnético, sino también a entender la luz desde el lenguaje matemático de los campos electromagnéticos y a poder analizar su composición ondulatoria mediante espectrógrafos. El análisis espectrográfico de la luz fue decisivo para entender la composición química de las estrellas y la estructura atómica de la materia [9].
Como consecuencias de esta interpretación campal de las ondas, la técnica de los sistemas de comunicación a distancia se pobló del lenguaje físico de los campos electromagnéticos. La lenta comunicación por mar se vio beneficiada de la alta velocidad de propagación de información a través de ondas electromagnéticas de radio. Nos referimos a la transmisión comercial de mensajes por radio diseñada por Marconi.
Otro ejemplo paradigmático que enriqueció el lenguaje de la física –y a la larga ofrecería una idea aproximada de los estadios finales del universo– fue la creación de la termodinámica. Los conocimientos tecnocientíficos de Watt sobre el calor y su transformación en trabajo mecánico fueron decisivos tanto para la creación de la máquina de vapor que revolucionó la industria, como para la construcción de una nueva mecánica estadística que explicara las propiedades termodinámicas macroscópicas a partir de resultados estadísticos del régimen microscópico.
La máquina de vapor transforma la energía termodinámica del vapor de agua en energía mecánica. Las aplicaciones industriales de la máquina de vapor son numerosas: bombas mecánicas, locomotoras, motores marinos… Una aplicación a destacar, por cumplir con la unificación práctica del electromagnetismo y la termodinámica del XIX, es la conversión de energía mecánica en electricidad; es decir, un generador eléctrico que transforma la energía cinética de los sistemas termodinámicos en energía eléctrica.
La mecánica estadística pretende explicar las propiedades macroscópicas de los sistemas termodinámicos formados por un elevado número de partículas a partir de leyes estadísticas de sus constituyentes atómicos. El lenguaje de la termodinámica invadió rápidamente el vocabulario del acervo popular. La energía es un término físico clásico que se clarificó y popularizó en el XIX.
La entropía termodinámica, inicialmente definida para definir los estados termodinámicos de equilibrio, se usa hoy también en varios campos de la física moderna: en teoría de la información para medir el ruido de una comunicación, en cosmología para describir la dinámica evolutiva del universo o en la física de sistemas complejos alejados del equilibrio como en los sistemas biológicos vivos.
El cero absoluto de temperatura es un límite infranqueable para los sistemas físicos. No puede haber menos energía que ninguna energía en absoluto. Todo sistema físico tiene una energía fluctuante residual con importantes consecuencias cosmológicas desarrolladas en la física cuántica del siglo XX.
Conclusión
En este primer artículo, antes de entrar en la naturaleza de la mecánica clásica y de la mecánica cuántica, hemos hecho algo de historia sobre los lenguajes de la física. La física se ha consolidado en la historia como la ciencia de referencia por su alcance explicativo de la realidad y su potencial para predecir fenómenos.
Si establecemos su origen como ciencia de la naturaleza en los siglos XV y XVI, podemos afirmar que el lenguaje argumentativo de sus inicios es bien distinto del sofisticado nivel de abstracción y formalización matemática que caracterizan hoy a los modelos físicos contemporáneos.
En caso de situar el nacimiento de la ciencia física, al menos germinalmente, en la cultura griega clásica, el recorrido evolutivo es aún mayor. Existe una marcada tendencia a despegarse cada vez más de los entresijos ontológicos, para permanecer sobre la superficie de los fenómenos y, desde lo fenoménico, fundamentar las matemáticas como lenguaje auxiliar de las ciencias físicas.
La manera de producir conocimiento físico ha evolucionado en el tiempo. Existe un distanciamiento ontológico en el lenguaje actual de la física, cuyo enfoque principal se proyecta hacia una excesiva formalización matemática sin una imagen física clara de la realidad. En este artículo hemos ofrecido una visión evolutiva de los primeros lenguajes de la física, antes de adentramos (en próximos artículos) en algunas de las consecuencias ontológicas de la formalización matemática de los lenguajes cuántico y relativista en el siglo XX.
Nuestro objetivo es apuntar a los perfiles de un incipiente lenguaje humanista que sirva de plataforma conceptual para contribuir a la investigación de un lenguaje físico-metafísico capaz de abordar la realidad sin fisuras ni burbujas, en su conjunto. Apuntamos a una comprensión de la ciencia física que pueda servir a la filosofía a plantearse las grandes cuestiones sobre la estructura ontológica de la realidad y sobre la Verdad final, metafísica, del universo, en cuanto podamos conocerla por la razón, por la ciencia y por la filosofía.
Notas:
[1] Cfr. P. J. BOWLER & I. R. MORUS, Panorama general de la ciencia moderna (Crítica, Barcelona, 2007).
[2] Cfr. J. MONSERRAT, Epistemología evolutiva y teoría de la ciencia (U. P. Comillas, Madrid, 1984).
[3] Cfr. H. KRAGH, Historia de la cosmología. De los mitos al universo inflacionario (Crítica, Barcelona, 2008).
[4] Cfr. R. FEYNMAN, El carácter de la ley física (Tusquets, Barcelona, 2000).
[5] Cfr. A. UDÍAS, Historia de la física: de Arquímedes a Einstein (Síntesis, Madrid, 2004).
[6] Cfr. D. WHITEHOUSE, Galileo. Vida y destino de un genio renacentista (Evergreen, Köln, 2009).
[7] Cfr. J. M. SÁNCHEZ RON, Historia de la ciencia. Edad contemporánea (Espasa Calpe, Madrid, 2008).
[8] Cfr. D. EDGERTON, Historia de la tecnología moderna (Crítica, Barcelona, 2007).
[9] Cfr. J. M. SÁNCHEZ RON, Historia de la física cuántica I. El período fundacional (Crítica, Barcelona, 2001).
Artículo elaborado por Manuel Béjar Gallego, licenciado en Ciencias Físicas y Doctor en Filosofía, Universidad Pontificia Comillas (Cátedra CTR), Madrid, colaborador de Tendencias21 de las Religiones.
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