Se ha dicho que la humanidad ha pasado por tres revoluciones sociales que han supuesto un avance considerable.
La primera, la revolución agrícola hace unos 10.000 años, cuando el hombre se asienta y comienza a labrar la tierra produciendo alimentos y creando las ciudades. La segunda, la revolución industrial hace unos 250 años, con la invención de la máquina de vapor y la producción de mercancías y la extensión de los mercados.
Y en nuestro tiempo, la tercera revolución debida a la creación del microchip, que dio lugar a la sociedad de la información con un intercambio de conocimientos antes desconocido.
Algunos autores consideran que la cuarta revolución será la revolución neurocientífica, que ya está invadiendo numerosas disciplinas y creando nuevas, colocando el prefijo “neuro” ante disciplinas tradicionales.
Así, hoy se habla de neuroeconomía, neuromarketing, neurofilosofía, neuroética, neuroeducación, neuropolítica y un largo etcétera. Todas estas nuevas disciplinas pretenden aplicar los nuevos conocimientos de la neurociencia a sus materias, esperando que esta aportación sirva para darles un nuevo impulso y desarrollo.
La revolución y sus efectos
Es un hecho que la declaración de la década del cerebro por el Congreso de los Estados Unidos, alentada por la Library of the Congress y por el NIH en los años noventa del siglo pasado, supuso una fuerte inyección, sobre todo económica, para las investigaciones neurocientíficas. Desde la neurobiología molecular hasta las técnicas modernas de imagen cerebral, los estudios tanto básicos como clínicos se multiplicaron, y desde entonces se han acumulado muchos conocimientos que ahora esas nuevas disciplinas pretenden aplicar.
A mi modo de entender, cuando se habla de revolución neurocientífica habría que diferenciar entre una revolución objetiva que se traduce en esos nuevos conocimientos y sus aplicaciones, y una revolución subjetiva de la que hablaremos luego y que, a mi juicio, es mucho más trascendente que la revolución objetiva.
Dentro de la revolución objetiva habría que mencionar la utilización cada vez más frecuente de las técnicas de imagen cerebral, o técnicas de neuroimagen, no sólo en el estudio de enfermedades, sino también del ser humano normal y sano, ya que son técnicas no invasivas que pueden aplicarse sin intervención cruenta alguna.
En el sistema judicial, por ejemplo, se están aplicando cada vez más esas técnicas que van a sustituir pronto a los polígrafos detectores de mentiras del pasado, ya que la exactitud de sus resultados supera a la de los detectores tradicionales, con la esperanza de que pronto será imposible engañar a los jueces y fiscales.
El presidente de la Fundación MacArthur de Estados Unidos, Jonathan Fanton, dice que la neurociencia puede tener un impacto sobre el sistema legal tan dramático como los test de ADN. Esta fundación invirtió 10 millones de dólares en 2007 en varias universidades, para entender cómo la neurotecnología impactaría sobre los sistemas legales en todo el mundo.
Y el neurocientífico Michael Gazzaniga, de la Universidad de California en Santa Barbara, afirma que pruebas neurocientíficas ya se han utilizado para persuadir a jurados a decidir sentencias, y que los tribunales han admitido los resultados del uso de técnicas de imagen cerebral durante juicios para apoyar peticiones que justificaban actos criminales basándose en la demencia de los implicados.
Neuroarmas y neurosociedad
Recientemente, en Estados Unidos se han invertido millones de dólares en universidades para investigaciones neurotecnológicas. El MIT, por ejemplo, recibió 350 millones de dólares para el Instituto McGovern de investigación cerebral y, en la última década, el National Institute of Health dobló su presupuesto, alcanzando los siete mil millones de dólares para el estudio de enfermedades del sistema nervioso.
Por otro lado, tanto empresas privadas como agencias de inteligencia están invirtiendo mucho dinero en ese intento de aplicación de los conocimientos generados en neurociencia para utilizarlos en su beneficio. El estudio, por ejemplo, de la base neurobiológica de la toma de decisiones es de suma importancia para los ejecutivos de las empresas. Y en la elaboración de los anuncios de productos y mercancías, la utilización de esos conocimientos también está adquiriendo una gran importancia.
El posible uso de los conocimientos neurocientíficos en el campo de batalla es más preocupante. Los ejércitos modernos están desarrollando ‘neuroarmas’ que pueden ir desde la eliminación de contenidos de la memoria hasta las armas neurotóxicas que pueden transformar los estados de ánimo, producir cambios psicológicos e incluso eliminar al enemigo. Recordemos lo sucedido en Chechenia el 26 de octubre del 2002, cuando las fuerzas rusas OSNAZ introdujeron un gas que mató tanto a terroristas como a rehenes en un teatro de Moscú.
Aparte de sus aplicaciones médicas, la neurotecnología está invadiendo otros terrenos, como las finanzas, la mercadotecnia, la religión, la guerra o el arte. Estamos entrando en lo que Zack Lynch ha llamado ‘la neurosociedad’.
Aún queda por conocer lo más importante
Aunque durante mucho tiempo el descubrimiento del genoma humano ha centrado la atención del público creando numerosas expectativas futuras, la neurociencia ha ido avanzando y despertando asimismo la impresión de que se avecinan importantes descubrimientos. Las técnicas de neuroimagen, los psicofármacos, las interfases entre el cerebro y las máquinas, las técnicas de estimulación cerebral, los implantes de células troncales en el cerebro o las posibilidades que se abren con la terapia génica están hoy en todos los medios de comunicación.
En algunos casos, las técnicas de neuroimagen han podido detectar idearios racistas, diferenciar contenidos falsos y verdaderos de la memoria o el contenido de algunos pensamientos. Aunque estos datos son aún muy preliminares, sin embargo ya nos están indicando por dónde se orientarán los próximos hallazgos en este campo cuando mejore la resolución espacial y temporal de las técnicas que hoy se utilizan.
A pesar de todos estos avances, no podemos olvidar lo que aún falta por saber. Hace ya siete años, once conocidos neurocientíficos alemanes publicaron un Manifiesto sobre el presente y el futuro de la investigación cerebral. En él hablaban de tres niveles distintos: El nivel superior que explica la función de grandes áreas cerebrales; el nivel medio que describe lo que ocurre en las asociaciones de cientos o miles de células nerviosas en el cerebro; y el nivel inferior que abarca los procesos a nivel celular y molecular. Según estos neurocientíficos hemos avanzado significativamente en los niveles superior e inferior, pero no en el nivel medio, cuando precisamente son las asociaciones o redes neuronales la base de los procesos mentales.
Con qué reglas trabaja el cerebro; cómo refleja así el mundo, de manera que la percepción inmediata y la experiencia pasada se fundan; cómo la acción interna se vive como su acción y cómo planifica las acciones futuras, todo esto seguimos sin entenderlo más que en sus comienzos. Tampoco está claro, dicen los neurocientíficos alemanes, cómo podríamos investigarlo con los medios de que disponemos hoy.
Aparte de esto, queda por conocer lo más importante: cómo se pasa de las descargas neuronales a la consciencia; con otras palabras, cómo es el paso de lo objetivo a lo subjetivo, algo que se considera por muchos autores el problema más difícil en neurociencia. Es el antiguo enigma de la relación cerebro-mente.
Pero todo esto, como dije anteriormente, pertenece a lo que podíamos llamar la revolución neurocientífica objetiva, mientras que lo que, a mi juicio, es más relevante es lo que denomino revolución neurocientífica subjetiva, de la que trataremos a continuación.
Una cuarta humillación
Y digo que la revolución neurocientífica subjetiva es más relevante porque va a modificar de manera considerable la opinión que tenemos sobre el mundo que nos rodea y sobre nosotros mismos. El título de esta conferencia me vino a la mente cuando releí una pequeña obra de Sigmund Freud, el gran psicólogo vienés, titulada «Una dificultad del psicoanálisis», en la que Freud hizo la reflexión de que el ser humano había sufrido a lo largo de la historia tres humillaciones importantes en su amor propio.
La primera, la de Nicolás Copérnico en el siglo XVI, que había acabado con el geocentrismo, es decir, con la idea de que la tierra era el centro del universo y de la creación. La tierra no era más que un planeta, y no de los más importantes, del sol. Hoy esta idea no sólo está confirmada, sino que sabemos que el sol no es más que uno de los millones de soles que componen una de las muchas galaxias que existen, por lo que la importancia de la Tierra ha ido disminuyendo a pasos agigantados.
La segunda humillación provino del biólogo inglés Charles Darwin en el siglo XIX, con su teoría de la evolución, que hoy nadie pone en duda excepto algunos grupúsculos cristianos creacionistas en Estados Unidos. Aunque después de más de 150 años todavía hay personas que no han asumido lo que ella significa, o sea nuestra procedencia de animales que nos han precedido en la evolución. Esto significó sin duda un gran golpe a la idea de que éramos la perla de la creación divina, que habíamos sido creados de golpe por un soplo de la divinidad, como se dice en el Génesis. Con ello, la explicación de la Biblia pasó a ser lo que es: un mito o leyenda como muchas otras.
Para Freud, la tercera humillación vendría dada por su descubrimiento, que no fue tal, del inconsciente. El inconsciente ya había sido descrito a lo largo del siglo XIX por varios médicos naturalistas románticos alemanes, pero Freud hizo de él el centro de sus estudios y le dio una importancia que otros no le habían dado. El resultado de esos estudios fue saber que la consciencia era sólo la punta de un iceberg, y que debajo del agua se encontraba una inmensa mayoría de funciones que, a pesar de ser inconscientes, gobernaban y dirigían la conducta humana. La tercera humillación, pues, era que el ser humano no era ni siquiera dueño de muchos de sus actos. Hoy se calcula que de todas las operaciones que el cerebro realiza, sólo una ínfima parte, un uno o dos por ciento, es consciente; el resto se lleva a cabo sin que sepamos que se está realizando. Con otras palabras: probablemente Freud se quedó corto.
A mi entender, nos aguarda una cuarta humillación, de la que hoy sólo vislumbramos su comienzo: la revolución neurocientífica que está poniendo en entredicho convicciones tan firmes como la existencia del yo, la realidad exterior o la voluntad libre.
Temas todos estos que tradicionalmente no han sido objeto de estudio por parte de las ciencias naturales, convencidos como estábamos que eran objeto de la teología, la filosofía o, como mucho, de la psicología. Pero que hoy sí que se cuentan entre los objetos de estudio de la neurociencia para darnos a entender que hemos estado equivocados hasta ahora cuando dábamos carta de naturaleza a determinados conceptos que muy posiblemente eran y siguen siendo fruto de nuestros deseos.
El ser humano no tiene, por ejemplo, ningún motivo para pensar en la continuidad de su persona, de su yo, que considera que es el mismo desde la cuna a la tumba, sabiendo que nada ni en su cuerpo ni en su alrededor tiene permanencia. Y, sin embargo, ¿quién nos va a convencer de que no existe ese yo que subjetivamente está tan presente como la propia realidad exterior?
Los órganos de los sentidos nos han engañado desde siempre y lo sabemos, como ya lo sabían los filósofos griegos de la naturaleza de las colonias jónicas en Asia Menor. La neurociencia moderna nos dice que ni los colores ni los olores, ni los gustos ni los sonidos existen en la naturaleza, sino que son creaciones del cerebro. Sin embargo, ¿quién no está convencido de que esas ‘proyecciones’ del cerebro no son tales y que las cualidades de los órganos de los sentidos son parte de la realidad que percibimos?
No obstante, ya en el pasado Descartes, por ejemplo, en el siglo XVII había dicho que las cualidades secundarias de las cosas, colores, sonidos, gustos, olores, etc., no existían fuera de nosotros, sino en nosotros como sujetos sintientes. Y el filósofo napolitano del siglo XVIII Giambattista Vico escribía en su libro «La antiquísima sabiduría de los italianos»: “Si los sentidos son capacidades activas, de ahí se deduce que nosotros creamos los colores al ver, los gustos al gustar y los tonos al oír, así como el frío y el calor al tocar”.
Revisión del concepto de realidad
El filósofo inglés Charli Broad decía que el cerebro es como una válvula reductora que filtraba el inmenso caudal de datos que fluía desde los órganos de los sentidos al cerebro. Además, los propios órganos de los sentidos perciben sólo una pequeña parte de la realidad. Por eso, desde el punto de vista neurofisiológico, llamar realidad a lo que percibimos es completamente inadecuado y sin sentido.
Y el filósofo irlandés George Berkeley decía que sólo conocemos lo que percibimos, de manera que sus contemporáneos discutieron si cuando caía un árbol en el bosque y nadie estuviera presente para escucharlo haría algún ruido o no. Por lo que hoy sabemos, indudablemente no habría ningún ruido, ya que el sonido no es ninguna cualidad de la realidad absoluta, sino sólo de la nuestra.
La conclusión que podemos sacar de todo esto es que cuando hablamos de materia, del mundo material, parece que nos estamos refiriendo a una realidad subyacente, cuando de hecho nos referimos en gran parte a imágenes de nuestra mente.
En uno de los escritos filosóficos hindúes, el llamado Ashtavakra Gita se dice: “El mundo que de mí ha emanado, en mí se resuelve como la vasija en el barro, la ola en el océano y el brazalete de oro en el oro de que está compuesto”. Como es sabido, en los Vedas hindúes el mundo, así como el yo, son considerados maya, esto es, ilusión. Y los Vedas se remontan a unos 2.000 años antes de nuestra era.
En el Libro tibetano de la Gran Liberación, también llamado Bardo Thodol, encontramos la frase siguiente: “La materia se deriva de la mente o consciencia y no la mente o consciencia de la materia”.
Por cierto, en física cuántica se conoce que el acto de observar un fenómeno afecta a lo que se está observando, algo similar a lo que sabemos que hace el cerebro durante la percepción.
Uno de los escritores llamados constructivistas, Heinz von Foerster dice: “Objetividad es el delirio de un sujeto que piensa que observar se puede hacer sin él”. Este mismo autor llama la atención sobre el hecho de que tenemos unos cien millones de receptores sensoriales frente a unos diez billones de sinapsis en nuestro sistema nervioso, lo que interpreta como que somos 100.000 veces más receptivos a lo que ocurre dentro de nuestro cerebro que a las informaciones procedentes de los órganos de los sentidos.
El descubridor de la dietilamida del ácido lisérgico, LSD, Albert Hoffmann, fallecido hace sólo tres años a la edad de 102 años, decía: “Reconocí que todo mi mundo se basaba en mis vivencias subjetivas, que estaba dentro de mí y no fuera”.
El yo como cualidad emergente
Se han planteado tres argumentos a favor de que el yo es una construcción cerebral. En primer lugar, su ontogenia, o sea cuándo surge ese concepto en el desarrollo del ser humano. Al parecer, el niño no nace con ese concepto del yo, sino que se encuentra en la primera fase de su vida en un estado indiferenciado de fusión con el mundo, es decir, sin autoconsciencia. Es a partir de los dos años y medio o tres cuando surge esa impresión subjetiva de un yo propio que se diferencia del resto de la realidad y se enfrenta a ella. No deja de ser curioso que hablemos del yo y del mundo cuando ese yo es parte también de ese mundo.
En antropología se sabe que en comunidades humanas más primitivas se tenía una concepción de la persona o del yo esencialmente sociocéntrica, o sea ligada a la pertenencia al clan o a la tribu y, desde luego, mucho menos individualista que en nuestra cultura occidental. Algunos antropólogos consideran que el yo individualizado no es una idea innata, sino una noción que ha tenido un desarrollo histórico.
Entre los indios ojiwba, por ejemplo, una tribu de los algonquinos que todavía existe en algunas reservas, principalmente en Minnesota en Estados Unidos, el concepto que estos indios tenían de sí mismos no tenía nada que ver con el concepto occidental. No diferenciaban bien entre mito y realidad, entre ensueño y vigilia o entre humanos y animales.
El antropólogo Brian Morris es de la opinión que el yo en esencia es una abstracción y que se refiere más a un proceso que a una entidad. Mientras que el pensamiento occidental tiene un concepto del yo egocéntrico, en otras culturas este concepto es más sociocéntrico y en muchas de ellas el dualismo tradicional del yo frente al mundo está completamente difuminado.
Hay otro argumento que nos hace sospechar que el yo es una construcción cerebral. Para evitar que los ataques epilépticos que se producen en un hemisferio cerebral se propaguen al hemisferio del lado contrario por las fibras que unen ambos y que forman lo que se llama el cuerpo calloso, con doscientos millones de fibras, algunos neurocirujanos seccionaron el cuerpo calloso generando así lo que se ha llamado pacientes con cerebro dividido o escindido que fueron estudiados intensamente sobre todo en Estados Unidos.
Aparte de muchos otros fenómenos, uno de los resultados más llamativos de esta operación fue que estos pacientes tenían pensamientos independientes en cada hemisferio. El investigador que recibió en 1961 el premio Nobel por estos estudios fue el psicólogo norteamericano Roger Sperry y que decía lo siguiente: “Cada hemisferio parece tener sus sensaciones separadas y privadas, sus propios conceptos y sus propios impulsos para la acción. La evidencia sugiere que dos consciencias van en paralelo en ambos hemisferios de estas personas con cerebro escindido”.
Como vemos, Sperry aceptaba la existencia en estos sujetos de dos consciencias, una en cada hemisferio, lo que sugiere que en condiciones normales estas dos consciencias aparecen como una sola, por la predominancia de una de ellas o por la fusión de ambas.
En algunos pacientes esta situación creaba enormes conflictos, como, por ejemplo, que la mano izquierda, controlada por un hemisferio, cometiese un error y la mano derecha intentase corregirlo, o lo que es peor, que una mano abriese un cajón y la otra intentase cerrarlo. La conclusión de estas observaciones fue que en estos pacientes existían dos personalidades distintas, dos yos, con dos consciencias diferentes que se expresaban no sólo en las acciones, sino también en los pensamientos. Otra conclusión importante fue que la consciencia del yo tenía que estar ligada a las funciones de la corteza cerebral.
Esta división del yo en dos no es necesario que se produzca en los pacientes con hemisferios separados por el cirujano, La psiquiatría sabe hace mucho tiempo de casos de desdoblamiento de personalidad, como la que se describe en la película “Psicosis” de Hitchcock.
También se conoce un trastorno de personalidad múltiple que se atribuye a una violación incestuosa en edad temprana de estos pacientes. Se ha supuesto que el shock emocional que supone ser violado o violada por una persona de la propia familia puede conducir, según algunos autores, a una excitación tan grande de la amígdala, una región perteneciente al sistema límbico o cerebro emocional, que lleve a una inhibición por ésta de distintas partes del hipocampo, otra región relacionada con la memoria, generando así personalidades múltiples e independientes.
Se ha planteado la hipótesis de que todos nacemos con el potencial de desarrollar múltiples personalidades, y en el curso de un desarrollo normal conseguimos más o menos consolidar un sentido integrado de la personalidad. Algo de eso debe haber, pues si observamos el comportamiento, por ejemplo, de adolescentes normales cuando se encuentran con sus padres, con su novio o novia o con sus compañeros de juerga estos comportamientos son tan distintos que parece que proceden de distintas personalidades.
Resumiendo todos estos hechos podríamos decir que el yo es una entidad que desarrolla el cerebro como cualidad emergente, entidad con la que no nacemos, sino que se desarrolla a partir de la maduración de estructuras corticales y en interacción con el entorno, dependiendo, por tanto, de la cultura en la que la persona se encuentra.
¿Qué pasa con la voluntad?
Sin duda, nuestra civilización occidental ha acentuado enormemente esta cualidad del yo, generando individuos especialmente poco sensibles a los intereses colectivos. Precisamente por ser algo individual, que nos diferencia de los demás, también nos separa de ellos.
Otro dato que amenaza con minar la imagen que tenemos de nosotros mismos es el tema de la voluntad libre. Los datos de que hoy disponemos apuntan a que la libertad es una ilusión, una ficción cerebral. Nadie puede afirmar que estos datos sean definitivos, porque definitivo no hay nada en ciencia, pero son datos experimentales que nos dicen que no somos libres de tomar decisiones cuando estamos ante la posibilidad de elegir entre varias opciones. Antes de que tengamos la impresión subjetiva de voluntad, el cerebro se ha puesto en marcha de manera inconsciente.
Experimentos realizados con modernas técnicas de imagen cerebral han mostrado que esa actividad inconsciente del cerebro precede a la impresión subjetiva de voluntad nada menos que en seis segundos. Y, sin embargo, de nuevo la impresión subjetiva de libertad es tan fuerte que pensamos que la interpretación de los resultados de estos experimentos no puede ser cierta.
Se suele decir que libertad es la capacidad de hacer lo contrario de lo que realmente hacemos. Pero esto no es otra cosa, a mi entender, que tener grados de libertad, o sea una gama de opciones entre las cuales elegimos una. Estos grados de libertad son mayores mientras más desarrollado sea el cerebro, de manera que los humanos tenemos más grados de libertad que otros mamíferos y éstos más que los anfibios, etc. Pero si confundimos la libertad con los grados de libertad entonces todos los animales son libres por tener distintas opciones en su conducta. Lo decisivo no es que tengamos posibilidades de elección, sino por qué y cómo elegimos lo que elegimos y no otra posibilidad.
La ciencia nos dice que el universo está sometido a leyes deterministas, por lo que el físico Albert Einstein se preguntaba que por qué el cerebro tenía que ser una excepción y fuese la única parte de la materia del universo que fuese libre y no determinada como el resto.
Hoy en día muchos filósofos llamados compatibilistas piensan que a pesar de estar determinados como el resto del universo, los humanos somos libres siempre y cuando nuestras acciones surjan de nosotros mismos. Aquí se olvida lo que había dicho Freud de los condicionamientos inconscientes que dirigen nuestra conducta. En psicología no se dice que seamos libres si nuestra conducta está guiada por motivaciones inconscientes sobre las que el llamado yo consciente no tiene ningún control.
No deja de ser curioso el hecho de que sepamos que no tenemos ningún control consciente sobre lo que almacenamos en la memoria y, sin embargo, no nos preocupe este hecho, cuando precisamente desde el punto de vista de la supervivencia la memoria es mucho más importante que la libertad.
La falta de libertad ya había sido planteada en el pasado por el filósofo holandés Baruch Spinoza que decía que los hombres se consideraban libres porque ignoraban las causas que determinaban sus acciones.
La importancia de estos resultados es evidente. La existencia o no de libertad, libre albedrío o voluntad libre es también de enorme importancia para otras disciplinas, por ejemplo para la religión, ya que sin libertad el ser humano no es culpable de pecado, concepto clave y fundamental para las tres religiones abrahámicas: judaísmo, cristianismo e islamismo.
En jurisprudencia y en psiquiatría forense, el tema de la libertad es de gran relevancia, dado que de ahí se derivan los conceptos de responsabilidad, imputabilidad y castigo para los que delinquen. Pero la libertad es también importante en ética, en filosofía social y política, en la filosofía de la mente, en metafísica, en la teoría del conocimiento, en la filosofía de las leyes, en la filosofía de la ciencia y en la filosofía de la religión.
El cerebro y la espiritualidad
Otro tema que está siendo estudiado por la neurociencia es el tema de la espiritualidad. Desde que es posible provocar experimentalmente experiencias espirituales, religiosas o místicas estimulando determinadas regiones del lóbulo temporal pertenecientes al sistema límbico o cerebro emocional, la neurociencia ha entrado en un tema que tradicionalmente ha pertenecido a la teología. Se habla hoy, a mi entender equivocadamente, de neuroteología para referirse a la búsqueda de la espiritualidad en el cerebro. Y digo que equivocadamente, porque teología significa etimológicamente un tratado de dios, como si ya se diese por sentado su existencia, algo que la neurociencia no hace.
Pero lo realmente revolucionario, a mi juicio, es el hecho de que la materia, como el cerebro, sea capaz de producir espiritualidad. De ahí que yo al cerebro le he llamado “espiriteria”, una contracción de espíritu y materia. En cualquier caso, parece evidente que el concepto tradicional de ‘materia’ no debería ser aplicable al cerebro. Además, la separación dualista cartesiana entre espíritu y materia no tendría sentido.
Como vemos, en el pasado se consideraba inapropiado que la neurociencia se ocupase de las funciones mentales, antes llamadas funciones anímicas, o sea del alma, como lo está haciendo ahora. Hoy estamos al comienzo de un derribo sistemático de conceptos que, algunos de ellos, son pilares en los que se asienta nada menos que gran parte de nuestra cultura occidental.
De ahí que piense que se avecina una nueva humillación del ser humano, una revolución protagonizada por los resultados de la neurociencia. De nuevo, una ciencia está a punto de abrirnos los ojos a realidades que nada tienen que ver con las que hemos vivido durante siglos: éstas han sido producto de nuestro cerebro y las realidades que las sustituyan también lo serán. Pero ahora, soñar con una realidad independiente del cerebro humano será posible pero no real.
Nos llama la atención el progreso objetivo de la neurociencia, como el papel de la genética en varios trastornos mentales, los estudios de biología molecular que nos han explicado cómo determinados genes pueden llevar a producir síntomas clínicos. Admiramos los descubrimientos que muestran la producción de nuevas neuronas en el hipocampo, o los mecanismos moleculares asociados a la memoria y al aprendizaje. Hemos descubierto neuronas que son la base de la empatía, probablemente también del lenguaje y de la moralidad, como las neuronas espejo, pero los temas que he mencionado en relación con la revolución subjetiva van más allá porque van a cambiar la imagen que tenemos del mundo y de nosotros mismos. Las humanidades, junto con la neurociencia, tendrán que colaborar para diseñar una nueva imagen del ser humano que, sin duda, será distinta a la que hoy conocemos.
En suma: estamos ante una auténtica revolución de nuestras ideas: una revolución neurocientífica.
Esta conferencia fue publicada originalmente en el blog Neurociencias, que Francisco J. Rubia publica en Tendencias21, bajo el título «La revolución neurocientífica».
Hacer un comentario