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El arameo en sus labios. Saborear los cuatro Evangelios en la lengua de Jesús

El arameo en sus labios. Saborear los cuatro Evangelios en la lengua de Jesús

El arameo en sus labios. Saborear los cuatro Evangelios en la lengua de Jesús

Ficha Técnica

Título: El arameo en sus labios. Saborear los cuatro Evangelios en la lengua de Jesús
Autor: Abdelmumin Aya
Edita: Fragmenta Editorial, Barcelona, 2013
Colección: Fragmentos
Encuadernación: Tapa blanda con solapas
Número de páginas: 139
ISBN: 978-84-92416-70-7
Precio: 15,50 euros

Es el más reciente libro de Abdelmumin Aya. Con una planteamiento sumamente sugestivo. Parte de la base de que el lugar natural de encuentro para musulmanes y cristianos es la palabra de Jesús. Un encuentro que requiere un esfuerzo de acercamiento entre ambas posturas. Y ¿por qué esto es así? Pues, sencillamente, porque Jesús se expresó en arameo; es decir, el escenario que justificaba su manera de comunicarse con quienes le trataron, era de un ambiente semítico. La carga adicional de cada concepto, que lleva aparejado un trasfondo cultural, no es igual ni en el tiempo ni en su contexto en Oriente y en Occidente. De ahí que la invitación del autor a acercarnos a algunos de los términos usados por Jesús para tratar de abarcar de la manera más exacta posible a lo que realmente pretendió transmitir, nos resulte de un gran atractivo. Por no decir de una cuasi necesidad.

En el Prefacio de la obra, Aya nos acerca a las versiones arameas de la vida y dichos del Nazareno y nos aporta algunos ejemplos concretos que, percibiendo el auténtico significado de sus palabras pronunciadas en su lengua materna, cuando menos, nos amplían el horizonte que nos brindan las traducciones griega y latina de los Evangelios. Con un valor añadido: “las palabras de Jesús en arameo tienen un acento propio que no puede sino enamorar a todo aquel que las escucha. Lo que Jesús dice en arameo es siempre más dulce y, al mismo tiempo, más claro y contundente, que lo que leemos en las traducciones del Evangelio realizadas a partir del griego o el latín”. Y el autor no se ha limitado a utilizar las escasas fuentes arameas, sino que ha sometido sus versiones a la supervisión de dos personas cuya lengua materna es precisamente el arameo.

También, en este Prefacio, Aya nos explica el método seguido en su obra, método ya aplicado en otras publicaciones suyas con excelentes resultados: “el método que he seguido ha sido el mismo que se usa en el Islâm para la exégesis del Corán: acercarse a cada palabra para ir abriendo a partir de ellas sus propios secretos. Esto pasa por el análisis filológico de cada término, identificando la raíz de cada uno, estableciendo sus vínculos con términos afines y descubriendo sus constelaciones de sentido, para ir así desgranando el potencial oculto de cada palabra”.

¿Qué ha movido a Abdelmumin Aya a realizar su investigación? Pues su deseo de acercar, tanto a cristianos como a musulmanes al paladeo de esas palabras que la tradición nos dice que estuvieron en los labios de Jesús, por amor de Él y de su mensaje.

Para su exposición, agrupa en cinco grandes bloques los términos del arameo de Jesús que analiza en su obra:

1. El Dios de Jesús.
2. ¿Salvación o sanación?
3. El Paraíso es donde ya estamos.
4. La dimensión cósmica de Jesús.
5. La propuesta mística de Jesús.

A su vez, cada uno de estos bloques temáticos se subdivide en capítulos, para una mayor claridad expositiva. Así, el primero contiene cinco capítulos; tres el segundo; seis el tercero; cuatro el cuarto y también cuatro, el quinto y último.

El Dios de Jesús es, pues, el contenido del primer bloque. Su primer apartado es Los nombres de Dios; en él, con una cita del Nuevo Testamento (así lo hace siempre en toda la obra, abrir con una cita de los Evangelios), procura explicar los diferentes términos que utilizó Jesús para referirse a Dios, aclarando, en cada caso, las constelaciones de sentido que encierra cada uno de ellos. Comienza con el Abba, siempre traducido como Padre o Papá, mientras que para un musulmán tendría el sentido de “el que protege o defiende” e, incluso, como “el de intensa ternura” o creador, fuente, en la línea de los textos de Qumran. Pero Jesús también lo llama Alaha, lo mismo que hacen sus discípulos y otros personajes evangélicos, término que no esconde su similitud con Allâh, y cuya raíz semítica significa “fuerza, potencia”. Jesús utilizó, también para referirse a Dios, Marya, expresión relacionada con “mandato creador”, algo que nos abre nuevas perspectivas en la lectura de los Evangelios. Rabba es otro de los nombres de Dios en labios de Jesús, o, lo que es lo mismo, “El Sustentador”, “lo que hace ser una cosa lo que es. Esto quiere decir que en toda existencia no haces sino manifestar a Dios en tanto que Él es tu Rabb interior”, como bien explica el autor.

Ya dentro de lo que es el reinado de Dios, expresado en el Padrenuestro, Él es el Rey, Malka; el propio Jesús se aplica en tres ocasiones este término; en su ausencia, el rey deja un jalifa; es interesante la interpretación que Aya nos ofrece: “Solo si el Rey está (o finge estar) oculto, dejaría un jalifa, un sustituto, cumpliendo con algunas de sus funciones. Y sería entonces cuando la realización del Reino de Dios se convertiría en la principal tarea del que asume como puede esta sustitución imposible; en este caso, el ser humano”.

De ese jalifa proviene el califato del ser humano; en la tradición islámica se enseña que el reino pertenece en exclusiva a Allâh y, precisamente por eso, es el ser humano el que lo gestiona porque es su califa. Como bien dice Aya “el ser humano es califa de Dios en la medida que prolonga con su acción la acción divina”.

“Porque Tuyo es el Reino y la Fuerza y la Glorificación (Mt. 6,13)”. Junto con el Reino accede la gloria de Dios, teshbohta, en labios de Jesús, que es la realización del shubba; para cuya raíz, SH-B-H, los diccionarios dan la acepción de honrar, alabar, dar gloria. En un análisis del Nuevo Testamento sobre esta raíz, se descubre que el shubba no es solo para Dios ya que, también, Él hace shubba. Aya profundiza en estos conceptos y concluye que los seres humanos tenemos que buscar con nuestras acciones el shubba de Dios y descubre que “Dios comparte con las criaturas su asombro por la perfección y la belleza. Si algo de verdad es digno de nuestro shubba es porque antes ha merecido el shubba de Dios.”

Para finalizar esta primera parte de su obra, el autor se acerca al concepto Trono de Dios, basándose en Mt 5,34. De entrada, ya nos plantea que uno de los grandes enigmas de los exégetas de todas las religiones semíticas es qué es el Trono de Dios. Jesús hace referencia a este término varias veces en el Nuevo Testamento. En el Corán y en la Sunna sugieren la idea de que Allâh lo abarca todo y que a Él nada lo abarca y, según Aya, también Jesús podría querer significar que “la infinitud del espacio es una de las manifestaciones más evidentes del poder de Dios.”

La segunda parte de esta interesante obra la dedica el autor al tema Salvación o Sanación y comienza con el capítulo La fuerza de Dios. Parte del texto de Lc 5,17 “Y el haila del Señor estaba con Él para sanarlos”, correspondiendo el “haila” al término dynamis griego o virtus latino, empleados en la Vulgata. En cuanto a la palabra en arameo, nos advierte Aya de que no se trata de un poder divino exclusivo, donado a solo una persona, ya que el mismo Dios no es algo exclusivo, sino que se comparte con la existencia. ¿En qué sentido, pues, es utilizado haila en los evangelios arameos? Pues para referirse tanto a “una fuerza que habita en lo humano, como para lo infrahumano o lo divino, tanto para un poder espiritual como para uno natural”. Y va más allá: haila es tan esencial a Dios que “si no se especifica nada, haila es Dios mismo”. ¿Y el haila del ser humano? Pues son nuestras capacidades, las que nos han sido dadas, en términos evangélicos, nuestros talentos. Y es con este haila nuestro con el que hemos de amar a Dios, con toda nuestra capacidad. Concluye el autor que el hayla que tiene Jesús, según el texto evangélico que le da pie para su reflexión, es la curación, la sanación del mundo, no su salvación.

La fertilidad de Dios es el título del séptimo capítulo de la obra y segundo de esta parte que comentamos. El término que se analiza aquí es berka, que, en el universo semita es “esa capacidad de sanar lo enfermo o fertilizar lo marchito” y se trae a colación por el pasaje de Mt 5,44. Se lamenta Aya de que, en las traducciones de este texto, se omite “y dad la berka a aquel que os maldice”, eulogeite tous kataromenous ymas (bendecid a quienes os maldicen) en griego y, curiosamente, desaparecido en las versiones griega y latina de las biblias católicas. Así, según él, en la versión griega original aparecen cuatro mandatos de Jesús, tres en la latina y dos en la castellana. Para él consiste en un asunto grave, porque “la berka es un modo de curación de los que están enfermos o poseídos, de protección para cualquiera que la recibe y en cualquier nivel de lo que es la protección.” Evidentemente, según lo expuesto por Aya, esta corta línea que comenta abre unas perspectivas muy amplias, “porque dar la berka a quien te maldice, te aborrece o te persigue no es amarlo –que sería masoquismo- sino curarlo, recuperarlo para la especie humana, hacer que deje de ser o de comportarse como un demonio.” Se trata, en definitiva, de un concepto trascendental en la cosmovisión semita que, en el fondo, era la que tenía Jesús y a la que se refería en su enseñanza.

Se llega así al final de esta segunda parte, con el capítulo octavo de la obra, La vida de Dios. El tema fundamental que desarrolla el autor es la traducción que se hace, en las versiones grecolatinas, del término haya, al que se le atribuye el significado de salvación cuando, realmente, se trata de “vida” en arameo. Sería, y el autor aporta varios ejemplos, del mayor interés releer pasajes evangélicos, como Lc 19,9, Mt 18,11, Jn 12,47, Jn 5,34, etc., incorporando esta aportación etimológica que nos ofrece Aya. Concluye: “En realidad, lo que promete Jesús al que escucha la Palabra de Dios no es la salvación, sino la vida. En arameo, no existe la palabra salvación, ni salvar, ni salvador. Jesús no es el Salvador, sino Mahyana, el que da la vida.” Y deja constancia de que, cuando habla de vida, no hace distinción entre Vida y vida, con la consabida carga interpretativa que conlleva la distinción entre escribir el término con mayúscula o con minúscula.

La tercera parte se dedica a El Paraíso es donde ya estamos. Su primer bloque es Resucitar por la palabra y se apoya en el texto de Jn 6,63: “Las palabras que yo he dicho junto a vosotros espíritu son y vida son.” El problema que se plantea aquí es que, cuando se habla de resurrección, como es el caso de la hija de Jairo o el del hijo de la viuda de Naím, se utiliza el término qum; y la raíz verbal Q-M, que también aparece en otros pasajes del Evangelio, como la Anunciación, el anuncio a José para que se marche de Egipto, etc., se suele traducir por “levantarse”, “ponerse en camino”, “despertar”, cuando, en la versión original aramea tiene el sentido de resucitar y, siempre, tras la aparición de un ángel. Por lo que deduce Aya que “se trata de recordar que sin ángeles no hay resurrección y que con ángeles no puede sino haber resurrección.”

La muerte. Así se titula el siguiente bloque de la obra, que arranca con el pasaje de Mt 8,22 “Y deja que los muertos entierren a sus muertos.” El autor nos hace ver que los conceptos de vida y muerte no son sinónimos en la mentalidad semítica y en la occidental. Como ejemplos, aduce pasajes evangélicos en los que Jesús, refiriéndose a personas fallecidas, dice que están dormidas. Es más: para un semita, en su cosmovisión, más allá de las apariencias, hay vivos que están muertos y muertos que viven; p.e., de quien no escucha la revelación, se dice que está muerto. Se pregunta Aya si Jesús y el Profeta comparten la misma cosmovisión y, de ser así, descubre todas las posibilidades de un diálogo que ayude a derribar ese último ídolo que es la muerte.

Y le llega el turno a El espíritu. Jn 20,22: “Echó su aliento sobre ellos y díjoles: asumid el Espíritu Santo.” Poco que comentar aquí. El término arameo para espíritu es ruha, lo que equivale a aliento traducido como espíritu. En la cosmovisión semita, el ser humano vive porque lo anima el espíritu de Dios y su desaparición supone la muerte, por lo que concluye: “nuestra vida es fruto del una respiración de Dios, del aliento Dios sobre el barro que somos. Pero esa nada que somos es una nada que huele a Dios.”

Y el Verbo se hizo carne. Así es la versión más conocida de Jn 1,14. En arameo, la palabra “carne”, sería bsra, cuerpo. Y El cuerpo es el título de este bloque de la obra. Es un capítulo corto, pero de gran profundidad. El cuerpo es nuestro denominador común; nadie es más que nadie no porque somos hijos de Dios, sino porque todos somos carne con fecha de caducidad. Aplicado a Jesús, implica que Dios, al hacerse carne en Él, se hizo uno cualquiera, nada podría diferenciar el bsra de Jesús del de cualquiera de nosotros. Y dado que Dios se existencia en el tiempo, en el mundo y en la historia, este bsra que nos caracteriza como especie humana, nos brinda la posibilidad de realizar, como personas, lo divino.

Y es hora de reflexionar sobre El mundo y la eternidad, basándonos en Jn 17,15: «No pido que los saques del mundo (alma, en pronunciación aramea)». Aquí, el análisis lingüístico cobra una especial relevancia. Porque la raíz trilítera L-M es compartida, en el arameo de Jesús, por “alma”, mundo, y “alam”, eternidad. Lo que nos aporta el autor es que, en las versiones griega y latina del Evangelio arameo, se utilizan seis términos distintos en cada una de ellas para traducir “alma”, mundo; y un problema similar se nos presenta con alam, eternidad; situación que se complica cuando el Maestro utiliza ambas palabras dentro de un mismo pasaje evangélico. A ello hay que añadir que, en el habla semítica, una palabra no se presenta representando un solo concepto, sino que a su alrededor flotan otras palabras que pertenecen a su misma familia léxica. Lo que, en conjunto, nos lleva a una ambigüedad a la hora de poder interpretar un texto concreto. Nos dice Aya: “Una revelación no sería, en resumen, una Verdad –objetiva, definitiva, dogmática-, sino lo que despierta en ti, porque, al fin y al cabo tú eres quien recibe esa revelación.” ¿Relativismo, subjetividad? El tema queda abierto. Y, como ejemplo, el autor nos aporta una duda suya: “Me pregunto si la eternidad para Jesús no era una experiencia posible de presente”. Y termina este capítulo con la explicación del término ajira, propio de los musulmanes que, quizás, podría iluminar nuestra búsqueda.

El Jardín es el título del último bloque de esta tercera parte de la obra. Jardín alude al paraíso al que se refieren los musulmanes. El autor nos ofrece una visión novedosa, ya que para su análisis de basa en el pasaje de Jn 1,14, “Y habitó entre nosotros”, Wa’ggen ban en arameo. Y, si bien es cierto que Jesús usa más la idea de banquete del Reino, que la de jardín, sin embargo, la raíz trilítera G-N-N está muy presente en todo el Evangelio, que corresponde a jardín. Un jardín que, para los habitantes de una tierra árida y sedienta, es sinónimo de lugar donde hallar protección, tanto para recibirla como para darla. Y aplica su estudio lingüístico a la expresión aramea: “La sensación que nos da en arameo el versículo wa’ggen ban es que la palabra de Dios (o esa palabra que es Dios) buscó protección entre nosotros y que nosotros somos para ella –o, al menos, podemos serlo- un jardín, un Paraíso, un lugar donde se sienta cómoda y quiera morar para siempre.” Y aplica esta interpretación al pasaje de la anunciación, que implica, según esta idea, que Dios va a encontrar morada en el seno de María y que ella le ofrecerá protección; o, lo que es lo mismo, Dios en ella y ella en Dios.

Llegamos, así, a la cuarta parte dedicada a La dimensión cósmica de Jesús y cuyo primer bloque se titula Siervo de Dios, apoyándose en el pasaje de Mt 12,18, «He aquí mi siervo.» La palabra “siervo” puede parecernos dura, al considerar que está obligado a servir a su señor, que esa es su obligación, por la que no puede vanagloriarse ni esperar ninguna gratitud por parte de aquel. Abda es la palabra aramea para siervo y su sentido implica la idea de realizar un esfuerzo, una superación, al margen de la consideración que pudiera despertar en el señor. “Por tanto, el ser humano, en tanto que abd (en arameo abda) de Dios, es el que obra, el que actúa, el que hace un servicio a Dios.” Y, más adelante: “Tú eres la oportunidad que se da Dios en ti de sacar cosas de la nada al ser, si tú quieres. Tú actúas y surge Dios.”

Un corto capítulo es el que dedica el autor a Jesús como Profeta de Dios. El Maestro se aplica el título de profeta y otros se lo adjudican a Él. La palabra aramea que se utiliza es nbiya, una raíz que se reproduce en árabe y hebreo, con el mismo significado. Aunque hay otro término, en la tradición islámica, rasûl, que implica que el profeta, además de decir algo de parte de Dios, tiene la misión de crear una comunidad espiritual. Pero, este no es el caso que aquí se comenta.

Luz de Dios es el título del siguiente bloque. En Jn 8,12, podemos leer: “Yo soy la luz del mundo.” Y es este Evangelio el que utiliza fundamentalmente Abdelmumin Aya, para explicarnos cómo las tinieblas no pudieron con la luz, según el texto joánico, merced a las posibles traducciones de estos pasajes.

Y Santo de Dios es el último bloque de esta cuarta parte. Arranca en el versículo Jn 17,19, en el que Jesús “se santifica” a sí mismo. ¿Qué quiere decir con santificarse? Siguiendo su metodología analítica, el autor nos explica la idea implícita en la raíz trilítera Q-D-SH, que es la de separación de una cosa respecto a otra. Por lo que, en su conclusión, “Jesús se separa a sí mismo de lo que sería una vida ordinaria y se consagra a su misión; y esa misión es darse por entero a los demás, entregarse.” Lo que se aleja del concepto tradicional de la santificación cristiana.

La quinta y última parte del libro que comentamos se titula La propuesta mística de Jesús, cuyo primer bloque está referido a El amor de Dios. La cita de Jn 15,9 que nos propone el autor como traducción del arameo es: “Como mi Padre me manifestó hubba, así yo os he manifestado hubba; permaneced en mi misma rehma.” Tratándose del amor de Dios, resulta ser uno de los capítulos más interesantes de la obra. Tanto hubba como rehma son traducidos como amor; pero, con la peculiaridad de que, tanto en las versiones griega como latina, se les da diferentes sentidos según el contexto. Abdelmumin Aya ahonda en las raíces de estas palabras, abriéndonos sugerentes matices para la lectura de este pasaje joánico. Empieza por R-H-M, de rehma; su núcleo semántico es útero, matriz, por lo que, tras explicar su significado, nos define rehma como “el sustrato más hondo de la existencia: puro amor de Dios que no es percibido por nosotros ya como tal, sino como cosa: insecto, estrella, barro, musgo, ser humano …” Por lo que concluye preguntándose: “¿Por qué no traducir la última frase ‘permaneced en mis entrañas’?” Y, por lo que respecta a hubba, nos explica que las palabras del grupo H-B-B responden a la idea de algo que surge de lo más profundo y se manifiesta en lo exterior sin disimulo. Desde luego, el pasaje que se comenta adquiere una nueva dimensión muy sugestiva.

El corazón. Así se denomina el segundo bloque. Y recurre el autor a una de las bienaventuranzas, Mt 5,8, bienaventurados los limpios de corazón, para ofrecernos su comentario. Comienza haciéndonos ver que, si en el anterior capítulo, amor no es exactamente lo que se entiende por amor, aquí se da idéntica situación: corazón no es exactamente lo que se entiende por corazón. Porque para un semita el corazón es lugar del entendimiento, no del sentimiento; lo que nosotros atribuimos a la mente, un semita se lo adjudica al corazón, por lo que para él, el corazón no es con lo que se ama, sino con lo que se ve la realidad, por lo que es un instrumento que ha de estar limpio.

Y, según esta bienaventuranza, serán los que tienen limpio su corazón quienes tendrán La visión de Dios. La máxima aspiración de la mística es la visión del rostro divino.

Dicho esto, llegamos al último capítulo de la obra, La consumación. Su pasaje, Jn 19,30, cuando expira Jesús en la cruz. Nos explica Aya que el Evangelio en arameo tiene la peculiaridad de que consumar y entregar se expresan con la misma palabra, que Jesús repite en este momento supremo. Por lo que concluye: “Cuando Jesús entregó el espíritu, no solo lo entregó absolutamente, también lo llevó a su cumplimiento, lo perfeccionó, lo pacificó, lo saneó, lo santificó”, extendiéndose seguidamente a la familiaridad de estos términos con los del islam; no es de extrañar, pues, que un musulmán prefiera utilizar la versión aramea de los Evangelios, más cercana a su manera de entender y comprender el mundo a través de las palabras y su cohorte de significados.

Cierra la obra un apartado dedicado a Conclusión. En él, el autor reitera lo abordado a lo largo de todo el texto: los nuevos horizontes que abre una aproximación al Evangelio arameo, más cercana al cosmovisión semita que la grecolatina que nos ha transmitido sus palabras.

Poco más hay que añadir. La lectura de esta obra nos ofrece nuevas perspectivas para comprender el mensaje de Jesús. Se podrán o no aceptar, pero la argumentación de Abdelmumin Aya es impecable. Y aceptar sus planteamientos enriquecerá, sin duda alguna, nuestra reflexión sobre el Maestro y sus palabras.

Índice

Prefacio
Siglas
Aclaración previa

Primera parte. El Dios de Jesús
1. Los Nombres de Dios
2. El reinado de Dios
3. El califato del ser humano
4. La Gloria de Dios
5. El Trono de Dios

Segunda parte. ¿”Salvación” o “sanación”?
6. La fuerza de Dios
7. La fertilidad de Dios
8. La Vida de Dios

Tercera parte. El Paraíso es donde ya estamos
9. Resucitar por la Palabra
10. La muerte
11. El Espíritu
12. El cuerpo
13. El mundo y la eternidad
14. El Jardín

Cuarta parte. La dimensión cósmica de Jesús
15. Siervo de Dios
16. Profeta de Dios
17. Luz de Dios
18. Santo de Dios

Quinta parte. La propuesta mística de Jesús
19. El amor de Dios
20. El corazón
21. La visión de Dios
22. La consumación

Conclusión

El arameo en sus labios. Saborear los cuatro Evangelios en la lengua de Jesús

Notas sobre el autor

Vicente Haya, Abdelmumin Aya, se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada, en la especialidad de Historia de las Mentalidades en la Edad Moderna Europea (ss. XVI-XVIII). Tras de lo cual se doctora en Filosofía Pura por la Universidad de Sevilla. Pertenece desde el año 2002 al grupo de investigación HUM 153 de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla y actualmente coordina el Máster de Religiones de las Tres Culturas (MATREM) de dicha Universidad. Es autor de más de treinta libros sobre niponología e islamología.

Fuertemente implicado en el Diálogo Interreligioso e Intercultural, ha organizado en Barcelona cinco congresos sobre el tema del Islam y su adaptación en Europa; así mismo, organizó, en la Universidad de Cuenca, varios Cursos de otoño en los que se trataba de acercar la realidad oriental al público occidental. Es asiduo conferenciante en diferentes universidades. Destaca su participación como ponente en el Parlamento de las Religiones del Mundo, que tuvo lugar en Barcelona durante el 2004. Tutoriza on-line, desde el año 2005 hasta la actualidad, en la cátedra Toledo de la Universidad Camilo José Cela (Madrid) el “Máster de experto en cultura islámica”, antes dependiente de la Universidad Nacional a distancia (UNED). También ha sido docente, durante cuatro años, en la Universidad Islámica Averroes de Córdoba.

Es autor, entre otros títulos, de Islam para ateos, El secreto de Muhammad : la experiencia chamánica del profeta del Islam, 99 preguntas básicas sobre el islam, El Islam no es lo que crees e Islam sin Dios. Así mismo, tiene varias publicaciones sobre niponología.

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