Recientemente un colega mío, el divulgador Anil Ananthaswamy, ha publicado un artículo en Scientific American (véase referencia) en el que realiza un estupendo análisis del que podría convertirse en uno de los mayores avances en décadas en el ámbito de los telescopios astronómicos.
Se trata de la posibilidad de construir un gran telescopio interferométrico por medio de la conexión de varios telescopios individuales a través de algún tipo de sistema que les permita intercambiar información cuántica.
Hay aquí bastante tela que cortar. Y, si bien el artículo de Anil plantea un excelente cuadro de situación, lo cierto es que a mi entender da por hechos varios puntos que requieren cierta aclaración para la completa comprensión del asunto.
En definitiva, hablamos de un problema de interferometría óptica que, para su solución, nos lleva a las comunicaciones y memorias cuánticas. Por tanto, como resulta completamente obvio… vamos a empezar hablando del sonido, que no es ni luz ni cuántico : )
¡Menudo pedazo de interferómetro que nos gastamos!
Pero es que tanto sonido como luz son ondas. Y además…
De niño había una cosa que me tenía muy intrigado. Una entre muchas. Al fin y al cabo, ser niño consiste en poseer una hiperdesarrollada capacidad para hacer preguntas, reforzada por una subdesarrollada capacidad para darles respuestas cocinadas por otros.
Una maravillosa anomalía que, posteriormente, tan bien se encarga de corregir nuestro sistema educativo y productivo. Los responsables de una magnífica violación de principio de causalidad, consistente en ofrecer las respuestas antes de haber propiciado las preguntas. Pero hay excepciones. Gloriosas excepciones que hacen que el mundo sea entretenido.
Lo que tan intrigado me tenía era la capacidad de nuestros oídos para localizar la procedencia de los sonidos. Recuerdo haber tenido varias conversaciones sobre este asunto con mi buen amigo Pablo, compañero mío en estas y muchas otras aventuras más o menos inmóviles.
“Pablo”, decía uno, “porque si los ojos sienten la profundidad es porque son dos y ven de forma estereoscópica [como en los sistemas diapositivas estereoscópicas que aun habían conocido nuestros hermanos mayores y, nosotros, de rebote]… Así que algo deberá de influir que tenemos dos oídos”.
“Pero Pablo”, decía el otro, “no puede ser que los oídos sientan la profundidad solo por el volumen del sonido”.
“Tienes razón”, el otro. “Los ojos perciben la profundidad gracias a la diferencia de punto de vista [eso que llamamos «perspectiva», que siempre suma información]. Y esa diferencia de punto de vista se parece a la diferencia de volumen que llega a cada oído en el caso del sonido. Pero las cosas no encajan”.
“Es cierto. Porque puede que la diferencia de volumen ayude con sonidos cercanos a la cabeza. Pero de nada sirve con sonidos lejanos…”.
“¡Y aun así somos capaces de percibir de qué dirección vienen los sonidos lejanos!”…
Con el tiempo y la gran ayuda de nuestro profe de ciencias (ayuda de guía y aliento sin ofrecer respuestas de las que están en los libros… Jaítos, una de aquellas gloriosas excepciones) terminamos averiguando cuál era la historia: la fase. Y de paso pudimos entender el cómo de otros fenómenos que sobre el sonido nos tenían intrigados.
El sonido son ondas y las ondas (todas las ondas) pueden concebirse como compuestas de “átomos de onda” (permítame la divergencia): cada uno correspondiendo a un tono puro (con la conocida forma senoidal que todos asociamos con las ondas) que posee una frecuencia dada, una longitud de onda dada y una fase dada.
Pues bien, terminamos descubriendo que oímos como oímos no sólo porque tengamos dos pares de orejas-oídos, sino porque cada oído analiza los sonidos que siente descomponiéndolos en cada uno de sus “átomos” constituyentes (en el sentido anterior, no en el ortodoxo de Demócrito, Dalton y subsiguientes) y enviando todos estos datos a una parte del cerebro especializada en procesarla.
Dicha parte del cerebro tiene la habilidad de extraer la máxima cantidad de información de esos datos. Por un lado, detectando las coincidencias entre lo que viene de uno y otro oído, consigue reforzar el reconocimiento de qué estamos oyendo. Y, por otro, detectando sus diferencias, consigue obtener información de calidad sobre la localización del origen del sonido.
Y así llegamos a la cuestión: La forma en que nuestro cerebro cuantifica las diferencias entre cada una de las dos ondas de la misma frecuencia que le llegan de uno y otro oído es haciendo que ambas ondas interfieran. Esto genera un patrón (el patrón de interferencia) que tiene una forma diferente según sea la diferencia de fase entre ambas ondas.
En otras palabras, nuestro sistema auditivo (pareja de orejas-oídos + corteza cerebral auditiva) es, realmente, un potente sistema interferométrico. Uno que es capaz de medir los patrones generados por interferencia de parejas de señales.
¿Y si hiciésemos que los telescopios oyesen?
Como resulta que la luz también son ondas, todo el planteamiento anterior es teóricamente aplicable a las señales luminosas que perciben esos grandes observadores del cielo que llamamos telescopios. (Lo de “teóricamente”, como veremos, es cuestión muy relevante).
Hace poco se cumplieron 100 años de la medida del diámetro de la primera estrella diferente al Sol hecha justamente de esta manera.
En diciembre de 1920 un sistema interferométrico se montó en el telescopio reflector del Monte Wilson y de esta forma se pudo medir Betelgeuse, la gigante roja que es uno de los hombros del cazador de la constelación de Orión en milenaria pelea con el toro de Tauro.
Porque eso es lo que nos permite la interferometría en la observación de ondas luminosas, lo mismo que nos permite nuestro sistema auditivo con las ondas sonoras: conseguir mucha mayor resolución de direcciones (por tanto, también distancias, por tanto, también velocidades).
Sí… Lo de “teóricamente” nos lleva al mundo de las comunicaciones cuánticas
Pero hay “peros”. ¡Cómo no!
La interferometría se ha venido aplicando de forma muy fructífera desde hace 80 años en los radiotelescopios. Esos trastos con forma similar a descomunales orejas que sirven para “oír” las señales de radio del universo.
Ahora bien, las señales de radio, debido a su muy inferior frecuencia (la más baja de todo el espectro electromagnético), son más fáciles de tratar.
Se hace con ellas lo que nuestros oídos hacen con las señales de sonido: se convierten en señales de otro tipo (señales eléctricas) para someterlas a análisis posterior. En el caso de nuestra audición, lo que la corteza auditiva de nuestro cerebro procesa son las señales electroquímicas que cada oído ha creado con forma análoga a las señales sonoras recibidas («codificación analógica», lo mismo que hace un micrófono).
Y es ahí donde surgen los problemas.
La luz visible y las señales de radio son ambas ondas electromagnéticas, pero la frecuencia de las primeras es, al menos, un millón de veces mayor que la de las segundas.
Tan altísima frecuencia convierte las señales ópticas en intratables para ser convertidas en señales eléctricas analógicas (de forma análoga).
Lo ideal sería transportar los fotones en sí mismos. Eso sí, sin alterar el estado individual de cada uno de los fotones, cosa crucial para que el patrón de interferencia final no se falsee.
Y es ahí donde surge la necesidad de disponer de un sistema de comunicación cuántico. Una línea de comunicación que permita transportar fotones sin alterar el estado cuántico individual de cada uno.
La fibra óptica es una posibilidad. Ahora bien, ya muy por debajo de distancias de kilómetros, las líneas de fibra óptica generan pérdidas o interacciones en los fotones que transportan. En otras palabras, producen pérdidas o alteración de la información cuántica de estos fotones y, por tanto, anulan el valor del patrón de interferencia que se obtenga. Resulta que, si inicialmente este debía ser un Velázquez, puede que terminemos obteniendo un Pollock.
Otra posibilidad es utilizar una línea de comunicación intermediada por pares de fotones entrelazados que son emitidos desde el punto medio de la línea de comunicación para que cada miembro de la pareja interaccione con los fotones de cada telescopio (supuesto ahora que estamos hablando de conectar dos telescopios).
Al estar entrelazados, uno y otro fotón tienen estados cuánticos correlacionados (de hecho, forman juntos el mismo sistema cuántico, que no otra cosa es el fenómeno del entrelazamiento cuántico). Y gracias a esto, podremos inferir cómo interferirían los fotones de un telescopio con los del otro, a través de la interacción de cada uno de estos grupos con las parejas de fotones entrelazados.
Como vemos, los fotones entrelazados funcionan como una especie de traductores simultáneos. Empleando aquí lo de “simultáneos” con un sentido de endiablada literalidad. Un sentido que estará haciendo que Einstein se revuelque en su tumba, salvo que finalmente haya capitulado y se haya ido a echar una partidita a los dados con Dios.
Por último, otra posibilidad es almacenar la información cuántica de los fotones recibidos por cada telescopio (en este caso, tantos telescopios como queramos) en una memoria cuántica.
Después transportamos todas esas memorias a la misma localización y allí reconstruimos los fotones cuyos estados están almacenados en las memorias para que interaccionen entre sí y generen nuestro tan buscado patrón de interferencia.
Diferentes grupos de investigación a lo largo y ancho del mundo han conseguido éxitos en los tres procesos involucrados: almacenamiento, reconstrucción y, entre medias, mantenimiento de la información cuántica durante el tiempo suficiente para que el transporte sea posible. En esto último han tenido que luchar con ese deterioro de la información cuántica que se llama «pérdida de coherencia». El sustrato físico: estados de spin nuclear en redes de ciertos cristales dopados.
Pero no terminan aquí los retos
Por otra parte, tenemos que calibrar los diferentes telescopios. Es crítico que su diferencia de distancia con respecto al cuerpo celeste en estudio sea conocida con precisión.
En caso contrario, no podremos saber cómo correlatar entre sí las fases de los fotones que provienen de los diferentes telescopios.
Asimismo, tenemos que discriminar los efectos de distorsión en los fotones recibidos causados por las turbulencias atmosféricas.
Y estos dos no son retos en absoluto menores.
Para la neutralización de alteraciones atmosféricas en los telescopios de alta precisión no espaciales (los situados en la superficie de la Tierra) se utiliza un sistema de óptica adaptativa combinado con estrellas artificiales emuladas por un haz de láser proyectado desde la misma ubicación del telescopio. (¡Pardiez! Pero así es).
Y si bien dicho sistema permitiría tanto calibrar los telescopios entre sí como discriminar los efectos atmosféricos, no resulta claro cómo poder adaptarlo a un conjunto de telescopios que trabajen en red.
¿Tienen solución?… Pues a ver si a alguien se le ocurre. La pregunta está ya formulada. Y tener una pregunta suele resultar muy útil para terminar descubriendo cosas.
Personalmente, me voy a atrever a conjeturar la posibilidad de disponer de satélites que sirviesen de estrellas artificiales de luz láser. Quizás no sea una completa locura que esto pudiese llegar a funcionar (aunque la cosa tiene tela).
Pero, aun siendo así, imagínese usted la desfachatez… Esto significaría que los científicos dispondrían de una constelación de satélites (a modo de tenues y puras estrellas artificiales) cuyas trayectorias podrían alterar a antojo. (¡!).
En otras palabras, significaría que la ciencia dispondría de la cantidad de recursos que en este mundo que tan racionalmente nos hemos montado está solo disponible para pelear contra nuestros congéneres y otros miedos reales o inducidos.
Conclusión
La combinación de conocimientos e investigaciones en telescopía y en computación cuántica nos puede conducir al desarrollo de redes interferométricas de telescopios ópticos.
Una tecnología que nos permitiría resolver sistemas binarios de estrellas como el de Sirio B y conocer con gran precisión la velocidad de las estrellas de nuestra galaxia. Incluso la de las estrellas orbitando el agujero negro en el centro galáctico presumiblemente situado, desde nuestro punto de vista, en la constelación de Sagitario (la radiofuente Sagitario A*).
Además, nos permitiría observar estrellas individuales en las galaxias hasta el centro del Supercluster de Virgo del que forma parte el Grupo Local al que pertenece nuestra galaxia.
Entre tanto, confiemos en la capacidad de los científicos para seguir haciendo preguntas y encontrar lentamente las respuestas. Y, pese a todo, seguir consiguiendo financiación por el camino.
Como nos debería haber enseñado a todos la actual situación de pandemia: la ciencia da respuestas, pero tarda en darlas.
Y esto es porque la ciencia, al contrario que los ignorantes y los vendedores de elixires maravillosos, duda como método y se cuestiona a sí misma como acto reflejo.
Los aerosoles, la dinámica de contagio, la explosión de citoquinas, el funcionamiento de las mascarillas, la ventilación de estancias, los marcadores genéticos de susceptibilidad… son todas preguntas complejas.
Y las preguntas complejas rara vez permiten respuestas que sean, simultáneamente, simples y correctas.
Si queremos que la ciencia nos dé respuestas mañana, deberíamos haber creado los medios para ello hace muchas lunas.
Pero esas respuestas terminan llegando. Y cuando lo hacen… son útiles y hermosas. ¿O no?
Referencia
“Quantum Astronomy Could Create Telescopes Hundreds of Kilometers Wide”, artículo de Anil Ananthaswamy (Scientific American, 19 de abril de 2021).
Fue una manera excepcional, me encanta su técnica de escritura, un tema fascinante la observación astronómica que usted plantea, ojalá esté presente un futuro tan brillante, para los caminantes de las estrellas.
Ufffff que latoso!