Alberto Pradilla: El judío errado. Navarra: Txalaparta, 2010 (258 páginas).
Cuando a finales del siglo XIX surgió el movimiento sionista, su empresa colonial en Palestina contenía ya las semillas de la segregación racial, recogidas en su eslogan de trabajo y producción judía (orientado a excluir socioeconómicamente la mano de obra y producción indígena o, igualmente, árabe-palestina).
Coetánea de otras decimonónicas aventuras coloniales, la del sionismo no tardaría en asemejarse a la del apartheid, establecida por la minoría europea y su política de supremacía racial (blanca) en Sudáfrica.
A la larga, el carácter colonial del Estado israelí ha pervertido su propia democracia. Pese a proyectar una imagen exterior de oasis democrático en medio del desierto autoritario de la región, lo cierto es que Israel se ha vertebrado como una etnodemocracia.
Del mismo modo que en la Sudáfrica del apartheid la democracia sólo funcionaba para los blancos, en Israel los únicos ciudadanos que gozan de plenos derechos son los de religión judía. A pesar de que también se registra en su seno cierta jerarquización según su origen étnico.
Actualmente, el gobierno israelí está empeñado en que los palestinos reconozcan el carácter exclusivamente judío de Israel. Semejante demanda pretende culminar la limpieza étnica que acometió el movimiento sionista en Palestina a mediados del siglo XX.
La paradoja no puede resultar más insultante: se pide a las víctimas que otorguen legitimidad a la acción de quienes les expulsaron de su tierra, expropiaron sus bienes, arrojaron al exilio, condenaron a la dispersión; y siguen ocupando el resto de su territorio.
Israel debe elegir entre ser un Estado democrático o un Estado puramente étnico (judío). Pero las dos cosas a la vez son irreconciliables. Un Estado democrático implica otorgar derechos a todos sus ciudadanos, incluido los palestinos. Entonces Israel dejaría de ser un Estado enteramente judío. Por el contrario, la opción de un Estado étnico (o judío) excluye a su población palestina. Entonces Israel sería un Estado del apartheid, que refleja la situación actual.
La clase dirigente israelí carece de voluntad política para resolver este dilema. Aunque no deja dudas acerca de su apuesta. Su escalada colonizadora de los territorios palestinos ocupados en 1967 refuerza su conocida estrategia de hechos consumados. Además de alterar su geografía física y humana, también imposibilita la creación de un Estado palestino con continuidad territorial y viabilidad económica.
Según concluye el autor, Alberto Pradilla, sólo una intervención internacional puede acabar con este prolongado conflicto. Semejante conclusión no es precisamente ajena a las que se advierte a lo largo de su trabajo, que tiene la originalidad de abordar el conflicto indagando en la sociedad israelí.
Entre sus principales tendencias destaca, primero, el auge del fundamentalismo judío con representación clave en los sucesivos gobiernos israelíes y en el movimiento colono de obediencia nacional-religiosa; segundo, su creciente militarización, manifestada en el papel que juegan sus generales en la política y en la economía (complejo industrial-militar), y que se asemeja más a un ejército con un Estado que a un Estado con ejército; tercero, su notable atrincheramiento ideológico, de carácter “beligerante y extremo”, deslizado por una pendiente derechizadora y ultranacionalista o chovinista. Sin olvidar, por último, que las fallas internas de la sociedad israelí se solapan con la negación u odio al otro: “al palestino”.
La lectura que realiza Alberto Pradilla del Estado israelí como un Estado colonial y del apartheid se encuadra, entre otros títulos, en la línea de investigación de otros autores, entre los que destacan el trabajo seminal de Maxime Rodinson: Israel: A Colonial-Settler State? New YorK: Anchor Foundation, 1973; y el de Uri Davis: Israel: An Apartheid State. London: Zed Books, 1987.
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