El pedagogo Antón Makarenko (Ucrania, 1888-1939) relata al principio de su Poema pedagógico cómo tuvo un problema con ciertas autoridades educativas soviéticas en 1920, en relación con su pedagogía desarrollada en la colonia Gorki que se le había encomendado fundar y dirigir.
Por lo que puede leerse en su bellísimo Poema pedagógico él tenía una buena formación teórica que entró en crisis ante una durísima realidad de niños y jóvenes que eran delincuentes ya casi desahuciados.
Llegó a la convicción de que debía utilizar su instinto en función de cada momento, a partir del contexto. Creo que aplicó a la perfección su “tacto”, pero de un modo que podía asustar y chocar con la pedagogía más renovadora de libros y autoridades. Dejó atrás prejuicios y fue a la relación pedagógica, al contacto real con los educandos reales, a un contexto que intentaba captar y comprender.
1. Trasfondo anti-rousseauniano de la pedagogía de Makarenko
Se dieron anécdotas francamente curiosas, entre lo hilarante y lo dramático. Empatizó con los jóvenes delincuentes hasta el punto de en ciertos momentos hacerse él un poco delincuente, pero los niños vieron el canal de comunicación que había abierto, y lo comprendieron. Hubo esa magia, esa relación positiva, que debe presidir toda buena relación educativa.
Es ese desnivel que existe por el que el maestro ha de ser aceptado y su autoridad debe ser ganada día a día. Pero subrayemos que debe existir dicha autoridad por parte de alguien capaz de dejar una huella profunda que determinará las elecciones y proyectos vitales del niño en el futuro. Paradójicamente, en esta determinación y en esta relación asimétrica, el niño crece, el niño se hace más él.
Quizás las autoridades soviéticas del momento que rodearon a Makarenko en aquel año no lo captaron, salvo un tal Chernenko, que cuando creía que se toparía con una disciplina cuartelaria en la colonia y con niños reprimidos, se halló con un clima precioso de comunidad y convivencia. Por esto, se convirtió en aliado de Makarenko. La paradoja en la pedagogía, pues, es la de una auctoritas del educador que el niño acepta y concede, pero que jamás anula al niño, sino que le hace crecer.
Es claro que lo que hoy denominamos “educación” puede tener dos sentidos complementarios y que no se excluyen necesariamente. Uno, en especial defendido en instituciones educativas superiores, bien sea de palabra o de hecho, es el ideal instructivo que implica una relación con el alumno de mera transmisión de conocimiento.
Esto es una forma de relación humana que no veo por qué no considerar fenómeno educativo en la medida que significa eso mismo, una forma de relación entre personas que adquiere un dibujo y que conforma a quienes intervienen en ella, por muy distante o frío que sea el trato.
La pedagogía de la existencia
Hay también, por otro lado, eso más básico que el mero ofrecer datos y enseñar una disciplina. Es decir, hay ese segundo sentido envolvente, de relación única, de contexto puntual, circunscrito a un tiempo y a un espacio concretísimos, a unas personas determinadas. Por mucho que se disimule, por mucho que se deje de conocer sus nombres, los nombres propios están ahí, y esas personas son personas, aun en la forma de relación más despersonalizada.
Lo impersonal evoca lo personal al modo de nostalgia. Esto no debe ser interpretado como un ataque a toda relación educativa meramente instructiva. En ocasiones no hay más remedio, por falta de tiempo, de espacio adecuado, de buen ritmo, de sosiego, que convertir la enseñanza en eso, enseñanza, y si esto ocurre, tampoco tapa del todo lo personal que puede brotar por fisuras que se abren fugazmente, como aconteceres, en la clase más tediosa.
Hay clases en las que en un minuto todo adquiere su luz, en las que el profesor sabe que los alumnos acaban de comprender, porque, como si una suerte de brillante relámpago hubiera irrumpido, algo se ha iluminado. Estos instantes reveladores son ya ese segundo sentido con el que entendemos hoy la educación, mucho más complejo de captar, no por cotidiano menos sutil y difícil.
Igual que puede ocurrir en el aula, esas iluminaciones ocurren en una biografía. Son enseñanzas intensas, capaces de grabarse hondamente. Son momentos que trastocan ese fondo previo a todo lo que emerge como palabra o razón, lo más íntimo, lo que regirá una vida, su proyecto existencial, su destino elegido. Estamos en el nivel a partir del cual escogemos ser quiénes somos o, más apropiadamente en términos negativos, quiénes no somos o no queremos ser.
Tanto en un colegio como en la vida cotidiana esto ocurre en ese paréntesis en que se da una relación personal, relación que llamo personal porque transforma, reestructura al Otro, porque se da un perturbador pero grato contacto con una a menudo inesperada alteridad. Lo que la alteridad introduce en el Yo, en la identidad, hecha de la ilusión de los mitos, son grietas que pueblan de vacíos lo que desde ese momento se sabe ya pura finitud, algo que ha sido tocado con el estigma de lo inacabado, de lo perecedero, de lo limitado.
El Yo se sabe mortalmente inconcluso. Este es uno de los efectos que se achaca al encuentro con el Otro. Un encuentro demoledor, pero poético. Poético porque de esa nada que uno de pronto aprecia en medio de mitos y narraciones, uno escoge, arroja un hilo de Ariadna, traza una ruta, una senda.
Las vidas educadas, en el sentido más profundo y complejo de educación, son vidas orientadas, lo cual no quiere decir libres de incertidumbres. Al contrario. Se da la paradoja de que se abre un océano de misterio, pero al mismo tiempo se agarra con firmeza un destino que antes no había. La persona educada ha escogido ser, según esto, la que es. Y en este elegir su ruta precaria, rehecha casi a cada instante, está el éxito de la educación. Nos podemos preguntar cómo ha sucedido esto.
La educación maestra de la vida
La educación vista así es envolvente y apunta al núcleo, a la esencia. Aun siendo palabra, retórica, si es educación, esculpe el alma. Es el modo estoico de entenderlo pero también, pienso, de la tradición cristiana. En estas corrientes ideológicas que circulan por nuestras venas, se aprecia y fomenta la relación educativa.
Se trata del maestro que más allá del mero transmitir datos, de la simple instrucción, ilustra, muestra, ejemplifica, educa con la palabra que remueve para hacer crecer. El maestro o el profesor puede elegir o no si meterse en esto, si esto es acaso camisa de once varas.
Pero contra lo que alguien pueda pensar, sólo esta intromisión aparente, que si es de verdad, no es ególatra o narcisista, sino escrupulosamente respetuosa, sólo de esta aparente intromisión, digo, emerge la verdadera identidad del Otro, en cuanto es abocado a elegir hacerse.
Se necesita esa mano tendida a la que el niño se agarre, ese ofrecimiento de un proyecto al que adscribirse, la insinuación de una trayectoria. Es la honda convicción que llega, que se impone con autoridad, de que uno quiere ser eso, de que uno está abocado a ser eso, de que no tiene más remedio que serlo.
La teoría pedagógica tiene como una de sus orientaciones clave la de sugerir un cierto tono en la relación educativa que establece el educador con el educando, es decir, en describir, más o menos, la calibración o armonía que debería regir la relación de manera que la presencia del educador no sea asfixiante ni en exceso ausente. En la clase, por ejemplo, se trataría de establecer la función exacta que debe exigirse a un pedagogo o maestro, cuáles son sus requerimientos y límites, los márgenes de su actuación.
En este sentido, puede entenderse dos formas de actuación del pedagogo. La forma por la que la pedagogía convencional, aun en su versión más activista y renovadora, de estilo rousseauniano, ha optado es la forma del pastor, de la transformación interior, de la educación como un proceso de labrado efectuado por un ejemplo, una imagen, una palabra, un maestro que acompaña y conduce (pedagogo). Es decir, la educación sería una tarea íntima que involucra al todo del ser que constituye al educando y no un mero aprendizaje de tareas o conocimientos, que sería el otro modo de entender lo educativo.
El pedagogo Makarenko había leído y estudiado a fondo esta tradición pedagógica bienintencionada y humanista. Una tradición que los pedagogos soviéticos de los años 20 habían aceptado y que se resume en la educación sin castigos, sin disciplina exterior, persuasiva, motivadora, en la que el adulto se vuelca en acompañar al niño en su crecimiento, preocupándose por su maduración, nutriendo y abonando su entorno para que se desarrolle.
De hecho, en el libro Poema pedagógico en varias ocasiones se cuenta que la colonia Gorki recibe la visita en ocasiones hostil (no siempre es hostil) de inspectores y autoridades educativas soviéticas que echan en cara a Makarenko lo que hacía. En realidad, no hace falta irse a la Rusia soviética de los años 20, pues muchos educadores actuales movidos por su fe en el niño y el carácter amable de la pedagogía se escandalizarían ante una pedagogía que echaba mano de desfiles, arrestos, tambores, banderas y una cierta jerarquización de estilo casi militar.
Yo mismo me he sorprendido en mi lectura a veces resoplando y efectuando algún gesto de desagrado. Pero de nuevo, hay que detenerse bajo la sospecha de que las cosas en lo que concierne al hombre y a la pedagogía nunca son lo que parece, y hay que excavar y excavar.
¿Y si Makarenko hubiera llegado a la conclusión de que la pedagogía estaba atrapada en un bucle teórico ajeno a la experiencia? Porque tras muchos años de numerosísimas lecturas y ardua formación, Makarenko escribe su libro como una memoria de experiencias, tanto en el contenido como en el estilo y el tono que adopta.
Es decir, se sitúa en una actitud fundamentalmente práctica, de vivencias, de contacto con la realidad, de puro embarrarse, de un embarrarse que al principio es casi desesperante, que pone a prueba su teoría y que le obliga a rectificar, ironizar y cuestionar a la tradición amable de la pedagogía más rousseauniana que aunque no lo dice, tal vez sugiere con los hechos que es de origen burgués. Así, cuando unos inspectores le reprochan que no esté utilizando métodos de educación soviéticos, él sonríe y lo niega, diciendo que justo todo lo que hace es pura pedagogía soviética, la más soviética que conoce.
Porque sus teóricos interlocutores hablaban desde una teoría aún fuera de la transformación real, aún escindida, y él ya estaba emprendiendo una transformación real, fáctica, un trabajo simultáneo con los hechos y con las palabras, con la praxis y con la teoría, en su colonia de trabajo y enseñanza.
Para Makarenko lo esencial en su escuela era el ideal de colectividad, de vivir en una comunidad bien organizada, con conciencia de ser un todo de intereses comunes y ayuda mutua que para su supervivencia debe estructurarse bien y seguir unas ciertas reglas.
Si estudiamos su idea de comunidad y la comparamos con otras pedagogías que ensalzan lo comunitario como elemento que educa, como entorno educador, en Makarenko resulta diferenciador la organización y el orden al tiempo que la camaradería.
Makarenko y Rousseau
Frente a colectividades mucho más líquidas o reticulares, hay un estilo casi militar que según el propio Makarenko se eligió por el glamour que en muchos niños despertaban las hazañas recientes del Ejército Rojo en sus jóvenes mentes. Es esta seducción épica la que comenzó a utilizar y que acabó marcando a la colonia que gracias a la colaboración de algún excelente ingeniero se organizó con pelotones de trabajo y una excelente planificación.
El trabajo en distintos oficios y sobre todo de tipo agrícola se convirtió en una excusa para el orden, la alegría, la convivencia, los proyectos, el crecimiento, la planificación del futuro, la ilusión, el aprendizaje y la enseñanza, etc. Makarenko casi no habla de otra cosa, además del teatro, al que dio la misma importancia. También destaca la labor de educación que la colonia en sí ejerciera como educadora ante los mujiks (campesinos pequeño burgueses de los que recelaban los bolcheviques), las campañas contra el alcohol, contra la religión y otras “viejas costumbres”.
Se nota que era capaz de exigir mucho a los chavales, sin invadir su “alma”. Es decir, rehusó la idea de que educar implique entrometerse en las interioridades del niño y moldear su personalidad al modo en que lo haría un confesor o consejero espiritual, o la palabra que moldea, sino que habría que educar desde una distancia que es justo por ser distancia, horizontalidad respetuosa.
Él entendió el respeto al niño como la negativa a ejercer de configurador de los recovecos e intimidades de los niños, limitándose a organizar una comunidad y echar una mano en todo lo que como adulto podía echarla, hasta la extenuación. Si lo comparamos con A. S. Neill, que en principio parece un adalid del respeto al niño y a su libertad, vemos que desde la perspectiva de Makarenko, Neill podría estar, de un modo sutil que ciertamente hay que saber percibir y que cuesta mucho verlo a primera vista, extralimitándose cuando espera hacer tanto con el niño al que, para más inri, aleja de la sociedad.
El noble discurso rousseauniano, presente en la pedagogía de Summerhill, por ejemplo, que parece ser un auténtico canto de respeto al niño, que crecería prácticamente “siendo él”, encerraría todo lo contrario, un fuerte intervencionismo, en la medida que se crea una comunidad que se entromete vigilantemente en lo más interno, en la propia conciencia del niño, porque de hecho, pretende crear esa conciencia. Makarenko no va tan lejos.
Hay una comunidad que de manera descarada y abierta pone normas, jerarquiza y desfila, pero cuando el niño decide hacer lo que sea, no se plantea más que un cierto pragmatismo de la propia comunidad, que exige sólo en la medida en que debe exigir para sobrevivir como tal, pero no para que nadie sea de tal o cual manera.
Makarenko mantiene el respeto al niño, me parece, la distancia del educador al educando en este sentido, más firmemente que Neill, con todo lo que Neill se esfuerza por hacerlo al parecer también de este modo. Pero la verdad es que son, en cualquier caso, colectividades muy diferentes, Summerhill y la colonia Gorki.
Lo que puedo hacer resaltar es el ejercicio de ironía que representa la pedagogía de Makarenko, que nos presenta, igual que a las autoridades soviéticas de la época, algo que escandaliza por su supuesto carácter autoritario, pero que cuando alguien recapacita o, en la época, se quedaba unos días a vivir con ellos, descubría que era un método pedagógico plenamente acertado, que respondía bien a sus circunstancias, que surgía de su contexto, de una experiencia.
Yo no diría que todo sea aplicable igual hoy y aquí, pero puedo afirmar que Makarenko tuvo talento y que la crítica a la hybris teorizadora que implícitamente hizo fue acertada.
2. El tacto pedagógico
El Poema pedagógico de Makarenko es una larga lección de pedagogía en forma narrativa, estilo que precisamente sirve para ilustrar ese carácter “táctil” que tiene el buen hacer educativo. Porque se educa con un cierto sentido práctico, del equilibrio, de la estructura y armonía, del ejemplo y de la imagen apropiada, de la resonancia y la sugerencia que no han de agotarse, que deben vibrar como un eco permanente.
Educar no es algo cierto, seguro, firme, sígnico, sino que es algo simbólico, intuitivo, manual, afectivo. Por eso, Makarenko habla de teoría sin exponer una teoría, sin agotar su propio discurso, sin cerrar el discurso, sin sentar cátedra, sino relatando anécdotas y trazando una historia, una memoria que corresponde a una biografía colectiva de la colonia educativa para jóvenes ex delincuentes que dirigiera. Nos pinta con vívidos retazos situaciones muy frescas, vitales, de comunicación y aprendizaje, de interacción humana y de crecimiento.
Es el modo consecuente de hablar de educación y de desarrollar una teoría educativa, cuando se ha llegado a la convicción de que lo teórico no es un a priori que establece metodologías de modo previo al contacto con la realidad, sino que lo teórico es un proceso reflexivo colectivo de tanteo práctico, una suerte de sentido u olfato que acaso se corresponde con esa sensibilidad llamada “tacto” por el pedagogo Van Manem.
En filosofía esto nos aproxima a enfoques pragmatistas en los que el acercamiento a lo real y a lo verdadero consiste en un trato con lo real que va de algún modo construyendo lo verdadero o descubriéndolo en la medida que se va operando en lo real. Esto es lo que me da la impresión que acaba siendo el estilo de Makarenko, si queremos incluirlo en la categoría de “intelectual” o “estudioso” que él ciertamente parece en todo momento eludir en su libro.
De hecho, aparenta desafiar dicho estatus e ironizar cuando debe debatir con intelectuales como son los pedagogos e inspectores que visitan la colonia y alardean de sus teorías pedagógicas de estilo más o menos rousseauniano. Un activismo que, frente a la inmersión en el mundo del niño de la colonia Gorki, es en el fondo un activismo vacuo, aislacionista, tan idílico como falso, propio de la academia y de la ciencia burguesa, seguramente pensaba Makarenko.
Pero esto se desprende de su praxis. Él lo va dejando claro con hechos, con su acción pedagógica, con los resultados, con su tanteo. Digamos que habla y piensa con una acción inteligente, que debe ser rápida porque urge actuar, pero que no por ello deja de ser reflexiva, ya que recuerda, rectifica y aprende.
El trasfondo teórico de Makarenko: la teoría y la praxis
Todo ello indica que ante todo Makarenko ha pretendido situarse bien. Es decir, quiere ubicarse en el lugar apropiado. Porque la ciencia y el conocimiento, en general, no es algo que se pueda dar en el vacío, sino que nace con el estigma del lugar de nacimiento, que lo marca. No creo que se piense igual, en la forma, en los contenidos, temas e incluso conclusiones, si uno parte de uno u otros vínculos existenciales con los hombres, o incluso geográficos o temporales o sobre todo históricos.
Distintas perspectivas filosóficas, algunas antitéticas, coinciden en señalar esto, desde la hermenéutica, que entiende todo pensamiento como hecho a partir de prejuicios, a los desarrollos dialécticos, por ejemplo. Así, Makarenko, que por cierto, partía de una concepción marxista-bolchevique (ciertamente, partía de un lugar teórico y hay que decir que a pesar de su rechazo de la teoría y de su apuesta por la inmersión práctica, esta inmersión requería de una teoría previa, con lo que no debemos entender su pragmatismo como una total neutralidad intelectual, sino como un rechazo del apriorismo teórico o metodológico en la pedagogía), sabía que el dónde y el cómo se pensaba determinaba la verdad a la que se llegaba.
Para él, hacer ciencia y educar, debía de tener como uno de sus principales ideales establecerse en el lugar apropiado para una captación correcta, para un discurrir correcto, para un transcurrir educativo y epistemológico correcto.
Hay que situar bien cuerpo, cabeza, y esto implica, dice implícitamente su libro, un retorno a la realidad, al mundo, a lo terrenal que en el caso de la colonia Gorki se materializa en la agricultura y el teatro, en la convivencia y los objetivos concretos a cubrir para que una comunidad de personas sobreviva en su día a día.
Esta inmediatez grata, porque es inmediatez terrenal (y por tanto real y hecha de sueños posibles, no de fantasías), puede ilusionar y vitalizar; es lo que educa verdaderamente, lo que va situando en su lugar a los educandos. Este lugar es sencillamente la posición donde son capaces de ser dueños de sus vidas, donde pueden existir sin necesidad de pelear, sin necesidad de robar, al descubrir la posibilidad real de una convivencia colectiva gratificante, ilusionante, esperanzadora. Y este carácter gratificante lo es, insisto en esta importante clave makarenkiana y bolchevique, porque es terrenal, porque se trata del deseo hecho realidad de un paraíso en la tierra.
Este paraíso es el de una dialéctica, dice Makarenko, dialéctica en que consiste la educación, de ir hacia una continua superación futura, un más allá, una mejora de las posibilidades, una apertura del horizonte que uno tenía. Eso es lo que se va haciendo al principio con el arado y el molino en la colonia Gorki, arrancando al hambre, a los negros pantanos ucranianos, a la guerra y a la miseria, una riqueza material creciente, una mayor calidad de vida y en definitiva una vida mejor no solo en lo cuantitativo y material sino también en lo cualitativo. Hay una mejor vida, una mejora constante.
Leyendo el libro, la sensación es de una paulatina exuberancia vital, de una calidad que aumenta, de manera que parece que uno va viendo abrirse los surcos y llenarse los graneros, brotar la vida, surgir rosales por todas partes en una colonia que se expande al tiempo que la indumentaria y los cuerpos de los colonos van mejorando. Es una sensación preciosa, muy tangible, de satisfacción que uno siente, porque Makarenko sabe transmitirlo, como algo apacible, pleno. Es una especie de magia materialista o bolchevique, como queramos llamarla, una suerte de estética y de religiosidad comunista.
3. Un materialismo pedagógico
La sobriedad bolchevique de Makarenko se refleja, también, en su “tono” pedagógico. Por tono pedagógico me refiero al nivel de distanciamiento respecto al educando establecido en una relación pedagógica por el educador, que en el caso de Makarenko es justamente entre lo invasivo y lo indiferente.
Lo que en este autor soviético puede parecer autoritario o disciplinario es, me parece, un equilibrio sano por el que se sitúa a una distancia o tono equilibrado, justo. Hace una pedagogía de sentido común, desde el día a día colectivo, práctico, convivencial… y eso es todo.
Pero resulta que nada más y nada menos que con eso, logra que los niños crezcan libres, más que cuando se entrometen las pedagogías rousseaunianas en sus almas con supuestas actitudes de "dejar hacer al niño" (espontaneísmos) que según Makarenko encubren mucho más autoritarismo del que parece.
Makarenko es, también, ironía, por ser una teoría devenida pragmatismo burlón y desafiante para un mundo nuevo. Creo que así es como él veía su trabajo. El lugar del pedagogo es la granja, el campo y los negros pantanos de Ucrania que han de ser cultivados y convertidos en vergeles por la mano del hombre, tarea en la que el hombre se realiza y educa colectivamente. Esta es la pedagogía, pero también la moral e incluso un ideal estético.
Hay un cierto peso o gravedad de lo terrenal, de lo telúrico en la pedagogía de Makarenko que es poesía en el sentido literal, de creación, de fabricación. Makarenko, los niños, los pedagogos, los seres humanos, son hacedores que sacan flores y trigo de los pantanos, venciendo al hambre y a la guerra.
Así que nuestro hombre desiste de esclavitudes teóricas, de los ideales elevados, pero en su mirar al suelo hay una bella elevación, hay, como digo, una poesía. La agricultura enseña, en este sentido, el cuidado, el ritmo, la colectividad, el lugar del hombre como ser cósmico, o sea, ser que ordena y organiza, que es el ideal bolchevique, el de la organización, la racionalización que mejora los recursos y hace que nuestras veladas al amor de la lumbre en las largas tardes de invierno sean cada vez más humanas, más llenas de luz y de gozo.
El placer y el conocimiento, la vida, son cosas sencillas, humildes, y el mundo del que la URSS quería librarse, el del mujik, el del pequeño burgués, el del burgués, el del zar, era un mundo decadente de falsos oropeles, de seducciones que a la larga resultaban aciagas como el knut de los verdugos del zar.
Por el contrario, Makarenko prefiere el contacto humano, aun siendo el de una humanidad todavía difícil, hambrienta, que le desafía e incluso amenaza, que le hace perder la cabeza y hasta querer suicidarse en un arrebato de desesperación, impotente como educador.
Makarenko ha conectado con el secreto néctar de la existencia, que no es más que el florecimiento, el expandirse, la mansa charla, la amable colectividad, el proyecto común, la felicidad de ver el crecimiento, el goce de ver el tiempo, asistir al tiempo, oler el tiempo, palpar el tiempo. Goces terrenales donde los haya, goces de un Edén recuperado de una Ucrania devastada por la guerra, en medio de la incertidumbre de la incipiente URSS, de la miseria y el caos.
La colonia Gorki quiso ser un cosmos, pero un cosmos que no disimuló lo imprevisible de las relaciones pedagógicas, el desafío a los libros, su desprecio a muchas teorías. Y al mismo tiempo, se intentó vencer el caos de un mundo despiadado con sencillez y sobriedad, con una moral austera, con un mero quehacer perseverante, hecho de la tenacidad armónica de las estaciones y la naturaleza.
4. Un pathos bolchevique en Makarenko
A menudo me he preguntado en qué medida Makarenko era un asceta pedagogo, campesino atento al ritmo de la naturaleza a la que sitúa como educadora, donde el cuidado se ejercita, donde el ritmo vital se ajusta y adecua, donde la colectividad se organiza en una tarea común, donde se ven brotar frutos en lo material moldeado por el hombre que a su vez es moldeado por lo material.
El campesino mujik no era, evidentemente, esto, sino un enemigo de la revolución, según lo veían los soviéticos, pues regía su existencia según supersticiones y, sobre todo, según un ideal egoísta acumulativo, una suerte de miseria cicatera, no productiva pues no hacía emerger vida, no provocaba florecimiento de la vida ni de la comunidad humana. El tipo de campesino que, como paradigma pedagógico, creí ver en la colonia Gorki de Makarenko, es el del atento escuchador del ritmo de lo natural.
No se trata del espontaneísmo rousseauniano por el que el niño desarrollaría individualmente sin necesidad de tarea alguna lo que llevaría en sí. Para Makarenko, como se esforzaba en explicar él mismo a las autoridades educativas soviéticas de los años 20, no había desarrollo en bruto de nadie y por tanto, no se podía pedir a un niño que “fuera él”, que creciera sin una meta o sin un trabajo o tarea.
Hacía falta una cierta disciplina, una regularidad, un cauce. No podía esperarse, además, que se educara bien sin la fuerza de arrastre de lo colectivo, de una colectividad capaz de imprimir su motivación, su ayuda, su sentido del honor y su tradición en el educando. Es lo que Makarenko descubrió costosamente sumergiéndose en la experiencia y abandonando su teoría previa, los libros que había leído y estudiado. Lo supo cuando se vio abocado a elegir sobre la marcha, en los tanteos dudosos, incipientes, de los orígenes de su colonia, sumamente difíciles para él y dados en condiciones durísimas.
Puso en acción ese pensamiento práctico o reflexión experiencial característica del pedagogo que piensa desde la praxis, desde una experiencia que en gran medida no resulta captable conceptualmente, que no es asumible del todo por un método previo, a la que debe ir ajustándose como el actor que representa su papel, cuya organización se ha de replantear en cada fase de la misma.
Este esfuerzo pedagógico, hecho a partir de cero en la más desconcertante precariedad y miseria le obligó a poetizar, a educar poetizando, poéticamente, que es como podemos denominar a este estilo de arte pedagógico. De ahí que llamara a su libro Poema pedagógico.
Sabía que pisaba terreno virgen y que lo que hiciera tendría el valor de constituirse como brotes nuevos. No conocía a ciencia cierta el nuevo paisaje que habría de encontrarse, ni él ni toda la URSS que por entonces se hallaba inmersa en una situación de autocreación, de novedad, de parto autopoiético.
Disciplina y autopoiesis
Así, Makarenko parecía que estaba poetizando y de hecho lo estaba, obligado por las circunstancias. Pero al mismo tiempo, en la naciente URSS había también, seguramente, un estigma, una marca de nacimiento, un pathos, que él, como bolchevique, heredara.
Desde los primeros tiempos manifiesta una evidente admiración por colaboradores que eran excelentes técnicos o expertos, como cierto ingeniero agrónomo que racionaliza la producción agropecuaria de la colonia, y otros organizadores que tanto en cuestiones financieras como técnicas, en general, aumentan espectacularmente el grado de eficiencia y orden de la colectividad.
Esto denota una devoción por la racionalización de la vida, en un sentido instrumental y técnico, que según se aprecia en el libro consiste en el progresivo sometimiento del mundo natural al hombre, su domesticación para el logro de una cada vez mejor calidad material en la existencia humana. Es cierto que este cambio en cuestiones materiales implica una transformación cualitativa de mejora sustancial de la vida, de la propia existencia que se torna plena, feliz.
Porque la felicidad se manifiesta, lejos de sublimaciones y mistificaciones ya no necesarias, supuestamente, en el mundo soviético, como algo terrenal, reconciliado con la finitud de la vida en el mundo.
Esta felicidad del paraíso terrenal recuperado la da una inmersión en lo colectivo que es la inmersión en una tarea común que dota de sentido y de orientación a la propia existencia, que da significado a la existencia personal del niño que era llevado desde su aislamiento de indigente y delincuente juvenil a la vida en la colonia.
Según lo muestra Makarenko esta colectividad en sí reinsertaba, así como la tarea en la que el niño recién llegado se veía inmerso, a la que era contagiado por el alegre entusiasmo colectivo que se nutría de una producción y logros materiales in crescendo.
Esto fue sin embargo considerado duramente como un pathos antisoviético por los pedagogos oficiales de los años 20 en la Ucrania soviética (posibles enemigos personales de Makarenko) que intentaban eliminar el incentivo material como incentivo pedagógico y en general todo fin que no fuera el mero desarrollo en sí. Makarenko argumentaba por contra que no puede haber desarrollo sin una tarea que proporcione los fines que inciten al movimiento.
La educación no se da como una dynamis en abstracto, en el vacío, que hay que dejar que acontezca de por sí, sino que es movimiento en función de algo, dado hacia algo o para algo, motivado en el logro de algo. Lo que la colonia Gorki proporcionaba a los niños era unos objetivos claros, unas tareas, un cierto orden y disciplina para sus vidas.
Es importante destacar que esto lo aprendió Makarenko ejercitando una reflexión práctica que en el fondo es la forma propia de teorización que lleva a cabo todo pedagogo cuando educa.
Conclusión: la idealización historicista del “Poema Pedagógico”
Sí me parece digno de hacer resaltar un exceso, un pathos específico en la pedagogía expuesta narrativamente en el libro Poema pedagógico. Lo llamaría pathos bolchevique, por ser algo que entiendo fue un elemento típico del afán industrializador y racionalizador de la economía soviética propugnada por los bolcheviques, por su estilo peculiar de entender el marxismo como industrialización y de llevarlo a la práctica.
Consiste en el deseo de que el momento poético acabara, para convertirse en un momento metodológico. Aquí se tiende a un reduccionismo de lo educativo que ya había ido anticipándose y sugiriéndose en medio de la tarea poética, artística, del largo poema del libro de Makarenko.
Termina la obra queriendo componer, para el futuro, un tratado o un ensayo, un escrito científico que señale las pautas a seguir, ya definidas para siempre, de lo que sería una pedagogía ideal, correcta, inapelable.
Es como si aquello a lo que se hubiera estado aspirando constantemente a lo largo del libro, ese difuminado anhelo, como la vaga pintura de una URSS idealizada de bellos y esculturales tipos y geometrías en el horizonte, que mientras estaba en el horizonte a lo largo de las setecientas páginas era en el fondo un bello fantasma, nebuloso, de pronto, con la violencia de un redoble, des-poetizara la colonia Gorki, la convirtiera en una factoría de producción fabril, de audaz y veloz tecnología.
Las últimas páginas de Poema pedagógico son una exaltación de los logros tecnológicos en la producción de la tercera refundación de la colonia, en la fabricación de complejos motores y maquinaria, en cantidades elevadas y de alta calidad. Makarenko, literalmente, parece soñar con máquinas.
Así, la tensión entre la poética del self que llamamos “educación” y lo técnico en la misma, esas dos formas, poética o técnica, de entender también la construcción de algo entre personas, construcción en la que les va, a su vez, su propio self, su subjetividad, se resuelve en el caso de Makarenko por el lado de lo técnico.
Makarenko acaba estableciendo lo que llama “perspectivas” en las que se inserta el individuo, a las cuales define como los fines de una colectividad, pero considerando dichos fines como objetivos, como metas en función de las cuales se organiza la existencia instrumentalmente.
Todo el inasible lado poético del existir acaba siendo deglutido por una colectividad, me ha parecido entrever, que coloca exteriormente los fines al individuo que va insertándose en corrientes o niveles superiores que le sobrepasan. Creo que ese sería el mapa existencial, de planos o superficies como círculos concéntricos, de la antigua URSS o que acabó siendo, acaso, la URSS.
En Makarenko, al final, la pedagogía debía dejar de lado lo ambiguo, lo oscuro, lo caótico, lo misterioso y, por tanto, habría de dejar de ser un arte. En la sociedad feliz, acabada, perfecta, plena, ya no habría lugar para un Poema pedagógico.
En realidad, Makarenko tenía el ideal de una existencia ordenada, acompañada, comunal, plena en lo material, que supiera vivir satisfecha con el honrado trabajo y el descanso en mansa charla al amor de la lumbre en las tardes invernales, aceptando dignamente la finitud y la muerte, rechazando todo lo sobrenatural, pero hallando en lo presente, en el trabajo y en la compañía humana lo que puede llenar una existencia humana. No era mal proyecto. Creo que su colonia funcionó y que en efecto dio a los niños lo que debía darles.
Ofreció una moral que renunciaba al ocio indigno, según él, el ejemplo de un grupo sano y feliz que impulsaba pedagógicamente, o mejor dicho, conducía, a la vida buena. Fue una pedagogía que hubo de ejercitarse en el caos, en un tiempo de miseria, tiniebla y desorden, pero que logró gozosamente extraer alegría y vida de todo ello, en cuyo horizonte siempre hubo un limpio castillo de reluciente cristal y blanca geometría.
Artículo elaborado por Marcos Santos Gómez, Universidad de Granada y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.
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