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¿Puede el cristianismo ser universal?

¿Puede el cristianismo ser universal?

Un postulado esencial del kerigma cristiano, que ha repetido la teología de todos los tiempos, es la universalidad del cristianismo. Sin embargo, si el hecho real es que Cristo aparece en un momento avanzado de la historia y no ha sido conocido por la inmensa mayoría de los hombres, ¿es defendible esta pretensión de universalidad de la teología cristiana? El mismo problema se amplía al considerar la posible existencia de seres inteligentes fuera de la Tierra. Por Javier Monserrat.

¿Puede el cristianismo ser universal?

El pasado mes de julio, apareció en esta misma sección de Tendencias21 un interesante artículo de Carlos Beorlegui y Leandro Sequeiros en el que se exponía y comentaba una reflexión sobre las consecuencias de las indagaciones que actualmente realiza una nueva disciplina científica denominada astrobiología.

En él, se abordan dos cuestiones que antes pudieran parecer de ciencia ficción, pero que hoy gozan de legitimidad científica incuestionable: ¿existe la vida fuera de nuestro planeta Tierra? O lo que es lo mismo: más allá de nosotros, ¿existe vida en el universo? Además de esta primera cuestión, se plantea otra en estrecha conexión, que puede considerarse una especificación de la anterior: aparte de nosotros, ¿existe otra vida inteligente en el universo?

La astrobiología pretende investigar científicamente qué hechos podemos constatar y qué teorías construir para responder estas preguntas. La Templeton Foundation ha dotado fondos recientemente para investigar estas cuestiones. Pero, además, después de hacer una síntesis del estado de la investigación en Astrobiología –mencionando también autores clásicos como Paul Davis, Christian de Duve, Jacques Monod, François Jacob, Stephen Jay Gould, y otros– el artículo de Beorlegui y Sequeiros introducía importantes preguntas que la eventual existencia de seres inteligentes fuera de la tierra debería plantear a la teología cristiana.

Sobre esto último vamos a seguir pensando en este artículo, al hilo de las sugerencias formuladas por Beorlegui/Sequeiros en su interesante escrito.

La proyección, en efecto, de la eventual existencia de seres inteligentes fuera de la tierra sobre la teología cristiana es fácilmente comprensible, si se tienen en cuenta los principales contenidos dogmáticos del cristianismo.

La creación ha sido emprendida por el Dios Trinitario como escenario para que el hombre asuma personal y libremente la oferta a la filiación divina. Dios ha aceptado el mal uso de la libertad, el pecado, lo ha perdonado, y esta es la decisión divina redentora personificada en el Verbo que ha hecho posible la creación.

Esta voluntad redentora y creadora dada en el tiempo eterno de Dios es la que se ha manifestado en el tiempo del mundo por la Encarnación del Verbo y por el Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo. Este Misterio realiza y manifiesta el eterno designio divino en la creación y en la salvación del hombre.

Un aspecto esencial de la dogmática cristiana es entender que el hombre no puede abrirse a Dios desde el interior del mundo y aceptar la oferta divina de filiación si no es aceptando el Misterio de Cristo. Así, el hombre no puede tener fe en Dios, creer en Dios, si no es por la mediación cristológica universal, es decir, creyendo en Cristo. La aceptación de Cristo es por ello la esencia necesaria de toda posible religiosidad humana.

La conciliación cristiana de pretensión universal y localidad histórica

Estos contenidos esenciales de la dogmática cristiana no dejan de plantear problemas teológicos que se formularon desde antiguo y que han sido de nuevo considerados en la teología moderna. El cristianismo afirma que la salvación ofertada por Dios, la filiación divina, se dirige a todos los hombres, es universal.

Ahora bien, si el hombre sólo puede acceder a esa salvación aceptando a Cristo, o sea, creyendo en el Misterio de Cristo, entonces se plantea un problema que ha intrigado a los teólogos durante siglos. Cristo nace en un momento del tiempo, en la historia humana, es histórico, y el hecho es que sólo una parte pequeña de la humanidad ha tenido conocimiento de Él.

Muchos hombres vivieron antes de Cristo sin conocerlo, sólo unos cuantos accedieron a su mensaje mientras vivió en Palestina, y, tras su muerte, la inmensa mayoría de la humanidad tampoco ha conocido su mensaje, o no lo ha aceptado. En la actualidad la mayoría de los hombres siguen desconociendo a Cristo. Entonces, ¿cómo puede pretender el cristianismo una salvación abierta universalmente a todos, si esta salvación depende de la aceptación de Cristo y el Cristo histórico sólo ha sido conocido por una pequeña parte de la humanidad?

Este problema tradicional, considerado sólo en una dimensión terráquea, se radicaliza por la eventual existencia de seres inteligentes en otros puntos del universo. La teología cristiana de la redención y de la salvación en Cristo, la universalidad del logos cristológico como esencia de la creación, se ha pensado sólo en relación a la estirpe humana: sólo se ha pensado en relación al hombre sobre la tierra.

Pero si en efecto resultara que existieran seres inteligentes fuera de la tierra, entonces, ¿entrarían dentro del plan de salvación establecido por Dios para la estirpe humana, según las creencias cristianas? Es difícil pensar que en el universo creado por Dios hubieran sido producidos en la evolución otros seres inteligentes, de condición personal libre similar a la humana, a los que Dios hubiera permanecido cerrado y que no estuvieran llamados a salvarse por la filiación divina, tal como el hombre efectivamente ha sido llamado.

¿Cabría entonces pensar que la redención universal del eterno designio divino, que se realiza y manifiesta en la historia en el Misterio de Cristo, se extendería también a esas otras estirpes de seres inteligentes emergidos en la evolución del universo creado por Dios? ¿Les habría comunicado Dios en alguna manera el sentido de su eterno designio creador en Cristo?

Además, el problema del desconocimiento del Cristo histórico para la inmensa mayoría de los terrestres se extendería ahora a esas posibles estirpes de seres inteligentes extraterrestres. Si Dios debiera haberles dejado abierto un camino de salvación, ¿estaría al margen de Cristo, es decir, de la aceptación del logos cristológico de la creación? Si su salvación, como se afirma en la dogmática cristiana, debiera estar mediada por Cristo, ¿cómo sería posible en ellos un conocimiento de Cristo que hiciera posible su aceptación, tal como se postula como principio esencial de la teología cristiana?

Como se ve, el cristocentrismo de la teología cristiana (no sólo católica) no es fácilmente conciliable con los hechos (entendible desde ellos). La realidad histórica (el localismo de Cristo) parece estar en contradicción con el necesario cristocentrismo (la universalidad pretendida). Esta contradicción está patente ya cuando se pone en consideración la historia de la humanidad en la tierra, pero se radicaliza y se amplía al considerar también la eventual existencia de otros seres extraterrestres con inteligencia y condición personal libre similar a la humana.

¿Estamos solos en el universo?

El artículo de Beorlegui y Sequeiros comienza planteándose esta pregunta y trata de responderla de acuerdo con las evidencias y las teorías científicas. En la Astrobiología se busca precisamente hacer acopio de los conocimientos de que hoy puede disponer la ciencia para considerar si existe vida en el universo, o si sería posible que existiera; y, en continuidad con esta cuestión, para considerar también si existe, o pudiera existir, vida inteligente fuera de la tierra.

La revisión inicial que el artículo ofrece llega a una doble conclusión: primero que no hay evidencias que constaten la existencia de manifestaciones importantes de vida fuera de la tierra; segundo que, sin embargo, todo parece indicar que la vida sería posible. Lo mismo cabe afirmar de la vida inteligente: primero que no hay evidencias de que exista; pero, segundo, que todo parece indicar que sería en efecto posible.

En último término, aunque fuera posible, el artículo presenta lo que hoy parece ser la posición más extendida: el biogeocentrismo. Esta posición defiende que el fenómeno de la vida responde a unas condiciones tan difíciles que cabría calificar de irrepetibles, de tal manera que la vida sobre la tierra sería resultado de un azar que no sería verosímil pensar que pudiera repetirse en otro punto del universo. Beorlegui/Sequeiros observan que para muchos autores esta recurrencia al puro azar es una forma de querer insistir en que la vida no debe ser atribuida a ningún tipo de diseño que hiciera pensar en un diseñador, sino que es debida al puro azar.

En este artículo no abundaré en la revisión científica de Beorlegui y Sequeiros. Por ello sugiero que, como presupuesto de cuanto aquí decimos, se repasara su artículo que, según lo dicho, parece concluir en que de momento todo apunta a que estamos solos en el universo, aunque la ciencia vea hoy posibilidades de que pudiéramos descubrir la existencia de vida, o de vida de seres inteligentes, fuera de la tierra.

Pero la eventual existencia de inteligencia exterior lleva a la teología cristiana a plantear un problema teológico que ya se había enunciado desde antiguo al considerar que la mayor parte de la humanidad había vivido y vivía en el desconocimiento de la figura de Cristo. Sobre esto seguiremos pensado aquí.

Pero, por mi parte, aprovecho sólo unas líneas para exponer antes mi opinión sobre la revisión científica. Es claro que, como casi todos, creo que de momento no cabe afirmar la existencia de vida inteligente extraterrestre. Pero creo que debemos insistir en que la ciencia parece avalar hoy la posibilidad teórica de su existencia. Si la especulación de multiversos y la consideración de los juegos de valores de la teoría de supercuerdas fuera verdadera, entonces, entre un conjunto cuasi-infinito de universos, no cabría excluir que pudiera haberse producido otro con valores cuasi-antrópicos que hicieran posible un tipo de vida similar o distinta a la nuestra.

En último término, todos los universos tendrían una unidad de origen ontológico (en su meta-universo de referencia) como burbujas de un meta-universo común; y en uno de ellos la materia habría hecho posible ya la emergencia de sensibilidad y de conciencia (en el nuestro). ¿Por qué no en otros también? Sin embargo, la eventualidad de vida inteligente suele ponderarse no tanto en el marco de los multiversos cuanto dentro de nuestro universo real, el único realmente existente con seguridad.

En relación con esto quiero indicar que la ontología de la materia y la naturaleza de las leyes que de ella se han derivado son las mismas en todo nuestro universo. Ahora bien, son esta ontología y estas leyes las que han hecho posible en la tierra a) la producción de orden físico y biológico que está en la base mecánico-determinista de la vida y b) la emergencia de la sensibilidad y del conjunto de la vida psíquica. Lo que hoy conocemos como las sorprendentes propiedades antrópicas del universo (los valores que, sin ser necesarios, coinciden en hacer posible la vida y el hombre) son propiedades de la materia y de las leyes que rigen en todo nuestro universo.

Por tanto, si la materia es la misma en todo el universo, ¿por qué no admitir la posibilidad de que la evolución hubiera generado en otros lugares a) orden físico y biológico y b) un orden apropiado para que emergieran los estados de sensibilidad-conciencia que terminaran evolutivamente en sujetos psíquicos conscientes (no necesariamente iguales a nosotros).

Se argumenta que la aparición de la vida en el planeta tierra tiene relación a propiedades muy específicas y extrañas que coinciden de forma sorprendente (posición en el sistema planetario, eje de la tierra, temperatura, etc.). Es verdad que las posibilidades intrínsecas de la materia han prosperado ante la facilidad extraña del planeta tierra (y, en este sentido, también podríamos decir que el planeta tierra tiene sorprendentes propiedades antrópicas).

Pero en un universo con galaxias y sistemas planetarios incontables, ¿por qué no conceder que fuera posible la producción de condiciones similares a las de la tierra, u otras distintas, pero que hicieran posible la generación de sistemas vivientes que terminaran en vida inteligente?

Con esto no quiero afirmar que existan vida y vida inteligente más allá de la tierra. Simplemente afirmo que no parecen existir consideraciones teóricas, ni empíricas, que nos cierren la posibilidad de que, en efecto, existieran. Y ello corrobora la oportunidad de plantear, al menos en hipótesis, qué podría pensar la teología cristiana ante la eventualidad posible, hoy considerada por instituciones serias, de que hubiera vida inteligente extraterrestre.

El reto de la eventual inteligencia extraterrestre a la teología cristiana

Beorlegui y Sequeiros han sintetizado el problema teológico en estos términos:

“A la hora de juzgar si la posibilidad de inteligencias extraterrestres pondrían o no en cuestión el cristocentrismo, se pueden considerar tres posturas:
• considerar que esa hipótesis echaría por tierra las tesis cristianas, con lo que se demostraría su falsedad;
• pensar que habría que suponer la posibilidad de otra encarnación de Dios en esas otras civilizaciones inteligentes, que adoptaría forma y características específicas, sin que podamos saber cuáles…
• entender que no hay dificultad teológica en extender la condición salvadora y mediadora única de Jesús, el Hijo de Dios, al conjunto de las otras posibles civilizaciones inteligentes del cosmos. Esta postura, en la que me sitúo [Beorlegui/Sequeiros], considera que tal dificultad ya se da a la hora de entender la mediación salvífica de Jesús dentro de la propia historia humana, y ese es en la actualidad uno de los temas teológicos más candentes que se suscitan en el diálogo entre las diferentes religiones».

La teología cristiana ha tratado siempre de conjugar dos elementos fundamentales: la universal voluntad salvífica de Dios, que “quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2,4) y la radical centralidad de Cristo, ya que “no hay salvación en ningún otro” (Hch 4,12). (Cfr. A. Torres Queiruga, Repensar la revelación. La revelación divina en la realización humana, Madrid, Trotta, 2008, p. 322).

Pero dada la dificultad de realizarse esta centralidad, no queda más remedio que situarse en medio de dos posturas extremas: diluir la universalidad específica de la revelación cristiana, dada la universalidad numérica de los humanos, o bien, por ahondar en la centralidad de Cristo, dejar en la sombra el destino salvífico de tantos humanos que no lo llegan nunca a conocer”.

Beorlegui y Sequeiros, siguiendo a Torres Queiruga, exponen la inevitabilidad de que, de producirse una revelación de Dios, esta debiera ser histórica, es decir, situarse en un tiempo y lugar determinado, en una cultura necesariamente local. Pero desde ahí, desde este particularismo, Cristo debería “convertirse en significativo para todos los hombres de su momento y del conjunto de la historia, tanto del pasado como del futuro”.

“El problema, nos dicen, no está en la particularidad de la encarnación de Dios, algo inevitable, sino en si muestra auténtica capacidad universal. El problema que suscita esto es qué pasa con los hombres que no van a entrar en contacto con este salvador concreto”. “La dificultad… que siempre se ha dado en la historia de la teología, se halla en el hecho de que muchas personas no conocieron ni conocerán a
Jesús, por lo que no resulta significativo ni para los que vivieron antes que él ni para los que vivirán después sin tener ninguna noticia suya”.

Por consiguiente, sintetizando el problema, la teología cristiana: a) asume que Cristo se revela históricamente (en circunstancias históricas particulares que se hacen difícilmente accesibles a los hombres del pasado, del presente y del futuro); b) la teología cristiana entiende que la persona de Cristo, como Hijo de Dios que salva en el Misterio de su Muerte y Resurrección, debe ser aceptada por la libertad personal de todo hombre para relacionarse con Dios, ser religioso y acceder a la filiación divina; c) la teología cristiana debe postular, puesto que es inevitable admitir la imposibilidad de acceso histórico a Cristo de la mayoría de los hombres, que la realidad de Cristo (es decir, el Misterio de su Muerte y Resurrección) debe de “estar presente” en la vida de todo hombre, en todos los tiempos y lugares, en todas las culturas, de tal manera que este “estar presente” haga posible que Cristo sea, en alguna manera, aceptado o rechazado por el hombre libre; d) la teología cristiana se ve abocada a tener que explicar cómo y por qué Cristo, aun habiéndose revelado en un contexto histórico, particular tiene la “capacidad universal” de “estar presente” en la existencia de todo hombre, de tal manera que pueda ser aceptado o rechazado; es decir, debe explicar la universalidad del cristianismo.

Este es, pues, el problema de entender la universalidad del logos cristológico. Es el problema de entender lo que la teología cristiana siempre ha proclamado: que no hay salvación sin admitir a Cristo. Es decir, no puede concebirse una aceptación de Dios y una religiosidad natural auténtica cuyo logos natural no sea, en el fondo, un logos –una racionalidad o sentido– cristológico.

La teología cristiana predica la universalidad del logos cristológico que abarca a toda la creación. La creación tuvo sentido y fue emprendida por
Dios por el logos cristológico; por ello, el hombre, desde dentro de la creación, no puede acceder al sentido de todo en Dios sin aceptar el logos cristológico. Esto parece un galimatías, juegos de palabras esotéricos que no responden a nada. Pero no es así, se trata de algo que tiene profundo sentido humano y cósmico. Lo podremos entender con claridad meridiana, si seguimos leyendo.

Buscando soluciones: ¿es la autenticidad moral el logos cristológico?

En una Carta Apostólica del papa Juan Pablo II, Dominus Jesus, se planteaba la necesidad de afirmar el cristocentrismo en la teología cristiana, es decir, la necesidad de que Cristo sea el logos profundo de toda religión natural. Se salía al paso de intentos de valorar las religiones no cristianas por medio de una minusvalorización del cristocentrismo. Por otra parte, la Carta reconocía que, aunque no sepamos bien cómo explicarlo, sin embargo, había que insistir en la universalidad de Cristo. La Carta, pues, reconocía la dificultad explicativa.

Este es en realidad el problema: explicar qué hace significativo a Cristo en toda vida humana de todos los tiempos (aun de todos aquellos que no han conocido a Cristo, y eventualmente de extraterrestres de otras civilizaciones inteligentes). Es decir, en dónde radica su capacidad universal (de desbordar el particularismo de un tiempo y un lugar) para “estar presente”, en alguna manera, en la condición natural de todo hombre, de manera que, como decíamos, pudiera ser aceptado o rechazado.

Piénsese que la teología cristiana, en efecto, no lo pone fácil: aceptar o rechazar a Cristo no es cualquier cosa, pues debe entenderse como aceptar o rechazar al Dios Encarnado que realiza el Misterio de su Muerte y Resurrección. ¿Cómo entender que un contenido teológico tan específico, y en apariencia tan peculiar como la historia de Jesús, esté presente ante la conciencia de todo hombre para poder ser aceptado o rechazado? Hay dos propuestas que han aparecido en la historia de la teología y debemos considerar.

La respuesta de la autenticidad moral. Se ha propuesto una solución primera que viene de antiguo y que parece obvia casi de inmediato. Todo hombre que vive una vida honesta con autenticidad y rectitud moral es ya cristiano; es decir, está aceptando implícitamente a Cristo (o, en su caso, rechazándolo en caso de inautenticidad moral). La obra de Hegel, catalogada en sus escritos de juventud por Nohl, titulada Jesús, ofrece esta imagen del cristianismo identificado con la moral natural kantiana. Esta posición es la que parece asumirse en el artículo de Beorlegui/Sequeiros, siguiendo de Torres Queiruga.

“Jesús se ofrece más bien como un universal salvador, como un modelo de realización humana, no tanto por extensión a los demás de un particularismo cultural, sino como una meta simbólica a ir realizando como proceso emergente desde cada situación particular y cultural.
Se da, por tanto, una dialéctica entre la particularidad y la universalidad. Esto supone que si la teología cristiana quiere presentar a Cristo como universal, según Torres Queiruga, ´tiene que dar prueba de su destinación universal, mostrando que en ella se manifiesta, sin acaparamiento ni privilegio, la plenitud de aquello mismo que todos de alguna manera viven, presienten y buscan´.

De alguna forma, en el mismo evangelio, en Mt. 25, 31-46, en el denominado juicio de las naciones, advierte Jesús que la realización o salvación, y por tanto el juicio positivo de Dios, no proviene tanto de realizar una serie de prácticas religiosas de una determinada iglesia, sino de realizar la solidaridad y el amor al prójimo necesitado, como vía de realización humana universalizable. Y en la medida en que se cumple ese programa, se está realizando el ideal de humanidad y el ideal de salvación que Cristo ofrece a todos”.

Según esta manera de entender, por tanto, Cristo estaría presente en toda vida humana como modelo de autenticidad y rectitud moral. Aceptar a Cristo equivaldría, por tanto, a obrar con rectitud moral. Ahora bien, ¿es esta interpretación moral suficiente para justificar de qué manera Cristo “está presente” en toda vida humana, de acuerdo con las exigencias de la teología cristiana? Creemos sinceramente que no. Por dos razones.
a) En primer lugar porque hoy en día la antropología filosófica y la ética han llevado al pensamiento contemporáneo a entender que el orden moral y el social nacen de la naturaleza humana mediante el ejercicio de la razón. Por ello, se reconoce que la honestidad, la autenticidad y la rectitud moral del hombre, que se abre solidariamente a los demás en la justicia, es posible al margen de la religión y de la referencia a Dios. Si afirmamos que toda rectitud moral es aceptación de Cristo (con las inevitables connotaciones religiosas que esto implicaría) rompemos entonces la autonomía del orden moral natural y parece que imponemos un teocentrismo moral, que a todas luces está hoy fuera de lugar.

En otras palabras: no parece que rectitud moral deba suponer necesariamente aceptar el “modelo Cristo” porque la moral natural se explica simplemente como seguimiento del ideal humano configurado por la pura razón natural, tal como vemos en la autonomía moral del hombre moderno.

b) En segundo lugar, si Cristo no podría estar presente como tal, en sus rasgos históricos, en los hombres que no lo han conocido, entonces a Él sólo se accedería cuando los hombres por su razón natural perfilaran el ideal moral humano que deben seguir. En este sentido, Cristo sólo podría estar presente como un modelo natural de moral y de rectitud humana. En otras palabras: se habría reducido el cristianismo a una moral natural (que incluso podría entenderse sin Dios). Ahora bien, esto parece estar muy lejos de las exigencias de la teología cristiana que, por cristocentrismo, entiende una aceptación de Cristo como Dios Encarnado que manifiesta a Dios en el Misterio de su Muerte y Resurrección. La aceptación de Cristo implica un carácter religioso y no simplemente moral.

Sea dicho todo esto atendiendo al texto evangélico de Mt 25, 31-46, citado por Beorlegui/Sequeiros siguiendo a Torres Queiruga, que, a mi entender, no debe interpretarse en el sentido de que Cristo reduzca la salvación a un asunto de moral natural. En el conjunto del mensaje de Jesús es claro que quien está abierto a Dios (al amor que Dios es) realiza en su vida este amor en sus obras, en la apertura y solidaridad con los hermanos, de tal manera que el Juicio de Dios juzga unitariamente nuestra apertura a Dios a través de nuestras obras.

La moral evangélica de quienes serán salvados por Dios está presente algo más que moral natural. Está presente un Dios que es el que, en los cristianos, mueve de una forma más profunda a la honestidad, autenticidad y rectitud moral.

La respuesta del teísmo natural. Por consiguiente, la condición natural que haga presente en la vida humana, al margen de su conocimiento histórico, a Cristo, de tal manera que el hombre pueda decidirse ante Él, parece que no podría consistir sólo en la rectitud moral. La presencia de Cristo debería estar conectada con Dios o con lo religioso. Por ello, al cristocentrismo que asume la teología cristiana puede dársele una respuesta teísta. Los hombres, en efecto, han estado abiertos a Dios naturalmente. Es decir, han podido aceptar o negar a Dios en sus vidas.

Por tanto, podría postularse que la religiosidad natural es siempre implícitamente cristológica (en alguna manera Cristo está presente en ella). La postura de Karl Rahner sobre los cristianos anónimos podría considerarse una forma de postulación cristocéntrica del teísmo natural. Un teísmo natural que por sí mismo conduciría a impulsar la vida humana hacia una rectitud moral que ya no sería sólo rectitud moral pura (que podría ser como tal no religiosa), sino rectitud moral fundada en la religiosidad natural que acepta a Dios.

En el artículo de Beorlegui/Sequeiros, siguiendo a Torres Queiruga, parece aludirse al teísmo natural en un breve comentario a Pannenberg. Se apunta a que la revelación (que se da plenamente en Cristo) tiene que vislumbrarse por el ejercicio de la razón humana y que por ello debe estar presente en las diversas religiones históricas.

“De ahí que el reto para el universalismo de Cristo y del cristianismo está en la verificación y en lo creíble que resulte su oferta de universalidad. Torres Queiruga, siguiendo a W. Pannenberg, se esfuerza por mostrar una fórmula que haga creíble esta pretensión.

Para Pannenberg, es evidente que la revelación sólo resulta hoy aceptable y universal, si puede validarse ante la razón crítica y la investigación histórica. Por tanto, la revelación aparece como demostrable con certeza en la historia. Con esto lo que se quiere decir es que Dios se revela, de modo indirecto (no al estilo gnóstico), en todas las religiones, guiando a los seres humanos a su propia realización.

Pero, en medio de las diversas religiones, el modo más explícito y completo lo ha hecho en Jesús, el Cristo, en el que se tiene la pretensión de que se ha revelado el auténtico rostro de Dios y el ideal humano (individual y social), no tanto como extensión de un particularismo cultural al resto de los humanos, sino como expresión ideal de lo que ya se está dando en simiente en todas las culturas y religiones”.

Estamos de acuerdo en que esa presencia de Cristo, en tanto en cuanto pueda describirse por la razón y comprobarse que se da en la historia, es decir, en las religiones, podrá hacer creíble su oferta de universalidad. En Cristo se habría producido una revelación de Dios que no debería consistir en agregar un nuevo particularismo “historicista” a los muchos existentes, en el mismo nivel y en paralelo, sino en expresar algo más profundo, a saber, la esencia universal de la religiosidad humana presente, por su misma universalidad, en todas las religiones.

La cuestión esencial. Pero volvamos de nuevo a la cuestión de fondo, pues estamos, como se dice, afilando el cuchillo, pero sin entrar a cortar.

La cuestión está perfectamente definida: ¿cómo y de qué manera puede la razón natural entender que Cristo, según lo que significa para la teología cristiana, esté en efecto presente en la vida de todo hombre? Decir, como hace el teísmo natural, que la idea natural de Dios debe ser implícitamente cristiana, que debe ser inteligible por nuestra razón y estar presente en las religiones como un factor universal, no va más allá de enunciar lo que debemos postular desde la fe cristiana. Lo mismo hace Pannenberg. Sin embargo, de lo que se trata es de llenar de contenido real (explicar) qué significa realmente el postulado de cristocentrismo.

De acuerdo en que, según Pannenberg, como recuerda Torres Queiruga, en la resurrección de Cristo se nos anuncia que la revelación se hará plena en el final de la historia. La resurrección de Cristo es anuncio, anticipación o prolepsis de la totalidad final que, en la actualidad, permanece todavía abierta al futuro. Pero de lo que se trata no es del futuro, sino de explicar por la razón cuál es, y ha sido, la presencia efectiva del logos cristológico en la vida presente de los hombres, de manera que pueda hacerse efectiva e inteligible la universalidad real del cristianismo.

En el pasado, en el presente y en el futuro. Hemos argumentado que la pura rectitud moral natural no basta para explicarla. ¿Dónde está por tanto la explicación? Si el marco explicativo de un teísmo cristiano no va más allá de afilar el cuchillo (postular que la religión natural debe de ser cristocéntrica) pero sin entrar a cortar (explicar cómo y por qué) nos seguimos moviendo en el desconcierto que ha tenido la teología cristiana durante siglos. En el fondo es la posición que admite la Carta Dominus Iesus al insistir en el cristocentrismo que impone el kerigma cristiano, aunque no sepamos todavía cómo explicarlo.

La razón natural ante el enigma del posible Dios

Por tanto, ¿existe alguna explicación? Creo que sí existe y la he explicado con amplitud en Hacia el Nuevo Concilio, y en otros escritos. A partir de ahora me limito, pues, a exponer mi opinión. La explicación es, por tanto, asequible a la razón natural que es capaz de describir el conocimiento que tenemos del universo y de la forma en que el hombre, orientado por la razón, queda abierto ante el enigma último del universo.

Lo que decimos seguidamente es muy sencillo y puede ser fácilmente entendido. Más difícil es encuadrar lo que decimos en la historia del pensamiento filosófico y teológico para mostrar su verdadera significación y transcendencia como nuevo paradigma del cristianismo (y en el fondo de toda religiosidad) en la modernidad.

Para entender el verdadero dramatismo de la vida humana ante el posible Dios y el sentido que tiene la religiosidad (que acepta a Dios como existente y religa a Él la existencia humana en una esperanza de salvación) es necesario advertir que esta apertura no supone la evidencia de Dios, su conocimiento como certeza absoluta o metafísica, racionalmente inevitable, como decía el teocentrismo tradicional y las antropologías que afirmaban como no es posible un humanismo sin Dios, tal como ha sido habitual hasta ahora en el paradigma greco-romano.

Ha sido precisamente la cultura moderna, en especial la ciencia y la filosofía derivada, la que ha hecho entender que Dios, como fundamento del universo, es posible y hay argumentaciones que lo avalan. Pero no es una evidencia que se imponga por la fuerza necesaria de las circunstancias de la naturaleza objetiva. De hecho, la historia moderna muestra que es posible un entendimiento puramente mundano, sin Dios del universo. La razón moderna muestra, pues, que estamos abiertos a Dios pero no como evidencia, sino como posibilidad argumentable por la razón.

Esto es lo que muestran la ciencia, la filosofía y, en general, la cultura moderna. Pero la intuición de que la naturaleza objetiva no nos impone a Dios no sólo es una consideración del grupo restringido de los intelectuales. Hay razones para pensar que la mente natural del hombre de todas las épocas (incluso de aquellas en que predominaba un teocentrismo impositivo cultural en la sociedad) ha intuido en profundidad que el posible Dios estaba oculto: que era verosímil pero que era un Dios que de hecho estaba alejado de una realidad en que el hombre estaba abocado a su propia soledad y libertad.

¿Puede el cristianismo ser universal?

El dramatismo de la religiosidad natural ante el Dios oculto y liberador

Este enigma fáctico del universo (impuesto por los hechos) sitúa al hombre en una embarazosa situación que tiñe su existencia de unos tonos dramáticos, de una gran incertidumbre y dramatismo metafísico. El drama consiste en que el hombre desearía que Dios existiera y liberara a la humanidad, haciendo posible una felicidad final, pero frente a este impulso metafísico religioso, la facticidad de los hechos impone el enigma de un posible Dios, que, de existir, no se ha manifestado con evidencia, y en último término pudiera ser que no existiera, tal como parecen dar por asentado muchos hombre en la cultura moderna. Por ello, todo hombre vive su vida como un drama metafísico en que debe decidir si vive, o no, abierto a la creencia en Dios.

No se trata tanto, en principio, de la inserción en una religión social objetiva, cuanto de la posición religiosa interior, profunda, del hombre ante la enigmática dimensión metafísica de Lo Último.

Esta vivencia dramática de la posición humana ante el posible Dios es vivida por todos los hombres: es una consecuencia de los factores inevitables que pesan sobre su condición humana. Seres inteligentes de otros lugares del universo formarían parte del mismo universo, por su razón podrían haber entendido también la posibilidad de que su universo se fundara en Dios, pero estarían de hecho instalados en la misma incertidumbre metafísica de los humanos.

¿Qué supone esta conciencia del enigma del universo? La situación misma de incertidumbre, el hecho de que Dios no sea evidente y el universo sea un enigma metafísico, hacen que la posible inclinación hacia Dios sea problemática, es decir, que contenga aspectos o perfiles que la hacen oscura, no evidente por sí misma. Estos perfiles negativos de la posible imagen de Dios son dos.

Primero es el problema del silencio de Dios ante el conocimiento, es el silencio divino ante el universo: es la dificultad de aceptar que un Dios real se haya ocultado en la realidad y el hombre se halle en la molesta situación de no saber a ciencia cierta si existe. Segundo es el problema del silencio de Dios ante el sufrimiento humano y el drama de la historia en su conjunto, es el silencio divino ante el sufrimiento de la historia: la dificultad obvia de que un Dios que se postula bueno haya diseñado la creación de un universo en que la estirpe humana debe atravesar el camino dramático del sufrimiento y de la muerte.

El dramatismo metafísico de toda vida humana consiste, pues, en que se debe tomar necesariamente una posición ante lo metafísico, con Dios o sin Dios, pero las circunstancias fácticas mueven a desconfiar que fuera real lo que, en el fondo, se desearía, a saber, que Dios fuera real.
Los hombres de todas las culturas que están abiertos, por el impulso de la razón en la naturaleza, a la eventual creencia en un poder (o poderes) personal (personales) que salva, se ven abiertos a considerar que el silencio de Dios en el universo y su silencio ante el drama de la historia son argumentos disuasorios de su creencia. La condición humana hace inevitable que así sea en todos los hombres.

El sentido o logos de la religiosidad natural

Puesto que este dramatismo de la apertura a Dios, desde la condición humana de ser racional existente dentro de este universo, es antropológicamente inevitable, resulta que ser religioso o no serlo depende siempre de la creencia o no-creencia en un Dios oculto y en silencio ante el enigma del universo y ante el enigma del sufrimiento de la historia. El hombre religioso es aquel que cree en la existencia de un Dios que quiere salvar o liberar la historia humana, a pesar de su silencio en el universo y su silencio en el drama de la historia. En alguna manera, el hombre religioso entiende que tiene un sentido o un logos, una explicación racional, que Dios haya creado el universo que de hecho ha creado.

Así, por ello, el hombre religioso da un voto de confianza a Dios, creyendo que tiene sentido creer que es real ese Dios oculto y liberador, cuya existencia, por otra parte, se hace verosímil por la consideración racional de la misma naturaleza.

La religiosidad natural del hombre de todos los tiempos y de todas las culturas, dejando aparte su pertenencia a una u otra de las grandes religiones históricas, es siempre un hombre que vive afectado por el abandono del posible Dios en una naturaleza que, además, es cruel, inhóspita y le impone un duro camino de sufrimiento.

Sin embargo, ese hombre, a pesar de la lejanía del posible Dios, de su silencio y ocultamiento en el enigma del universo y en el drama de la historia, cree en la existencia de Dios y espera en que la historia culmine en una liberación final emprendida por ese Dios, de momento oculto.
Los posibles extraterrestres con inteligencia racional deberían haberse desarrollado en otros lugares dentro de un universo evolutivo, que como el nuestro sería enigmático y productor del sufrimiento, y su posible referencia Dios estaría también condicionada (o mediada) por esta inevitable confianza en un Dios oculto y en silencio, pero en cuya futura acción liberadora podrían esperar.

La experiencia religiosa y la apelación interior a Dios, nacida de esta disposición personal a creer en un Dios oculto y liberador habría reforzado la seguridad subjetiva del hombre religioso.

Además, la vivencia religiosa habría dado lugar a la agrupación social de los creyentes en religiones sociales que de diversas formas habrían expresado su religiosidad constituyendo tradiciones historicistas fundadas en experiencias primordiales, narraciones, teologías, ritos y leyes morales. Todas las religiones se habrían diferenciado en el barroquismo de su interpretación de la religiosidad, en coloristas tradiciones historicistas, pero coincidirían siempre en ser manifestaciones de una creencia religiosa nacida de hombres que participan de la misma condición humana: una condición que les hace palpar existencialmente la lejanía y abandono de Dios en el universo y el drama del sufrimiento personal y colectivo, pero hombres que, a pesar de ello, se abren esperanzados a la creencia en un Dios oculto y liberador.

Por otra parte, queda fuera de cuestión que el hombre religioso, y todas las religiones, en apertura a un Dios oculto/liberador, se entenderían en hermandad con todos los seres humanos y vivirían su vida con una rectitud moral a la que se sentirían llamados ya por su pura condición humana.

Por ello se entiende el texto de Mateo, citado por Torres Queiruga, cuando en el Juicio de Dios se llama a la salvación a quienes muestran su entrega a Dios en su consecuente entrega a los hombres en la rectitud moral. La rectitud que Dios premia es la que va unida a la rectitud religiosa ante Dios.

La esencia cristológica de la religión natural

Si la condición humana es la que hemos descrito y la religiosidad natural debe responder siempre a un logos que da sentido a la creencia en un Dios oculto y liberador, entonces puede vislumbrarse con facilidad qué queremos decir al considerar que la religiosidad natural es siempre cristológica. Pero, ¿por qué lo decimos? No es difícil entenderlo.

Según lo dicho, en efecto, creer en un poder personal divino que crea y domina el universo es creer en un Dios que se ha ocultado para constituir lo que el hombre advierte, a saber, su existencia personal libre que debe aceptar a Dios por decisiones libres.

El hombre acepta a ese Dios que quiere ocultarse y que asume lo que es la vida humana real. El hombre, además, confía en ese Dios oculto, y entiende que el drama de la historia tiene un sentido encaminado a la liberación de la historia.

En esto vemos que la religiosidad natural supone aceptar en esencia el diseño trinitario de la creación propio del kerigma cristiano. El Dios trinitario decide la creación asumiendo la creación de un universo en que el hombre estará abierto a su libertad, y en el que podrá aparecer el pecado, la cerrazón del hombre a Dios.

La voluntad trinitaria de Redención, que asume la realidad humana tal cual es, está personificada en el Verbo, el Hijo de Dios, por cuya aceptación del hombre y de su libertad nace toda la creación que tiene en su voluntad redentora el fundamento. Esta decisión redentora del Verbo nacida en la voluntad eterna de Dios es la que el cristianismo entiende que se realiza y manifiesta, en un momento del tiempo del mundo, a través de la Encarnación y del Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo. La Muerte de Cristo manifiesta que el designio eterno de Dios ha asumido la kénosis, el anonadamiento, el vaciamiento de la Divinidad ante un mundo en que la Gloria de la Divinidad estará ausente para hacer al hombre personal y libre, poniendo en sus manos la historia.

Igualmente la Resurrección de Cristo manifiesta que el plan de Dios para establecer una relación con la estirpe humana culminará en la
liberación escatológica de la historia, anticipada en la resurrección de la persona de Cristo.

Por tanto, lo que el cristianismo revela en Cristo es lo que constituye la esencia de la religiosidad natural. Todo hombre que acepta a Dios y es religioso desde el interior de la creación lo hace creyendo en un Dios cuyo eterno designio es ocultarse en el mundo para emprender la liberación escatológica. El logos de la única posible religiosidad humana es creer en el Dios oculto (la cruz) y en el Dios liberador (la resurrección).

Toda religiosidad humana supone, pues, aceptar el eterno designio de un Dios oculto y liberador: esta creencia asume de forma implícita lo que ha manifestado explícitamente el Misterio de la Muerte y de la Resurrección de Cristo. Al aceptar el Dios oculto y liberador se está aceptando implícitamente el eterno designio divino. El universo no se puede entender como creación divina si su Autor no es un Dios que obra como Dios oculto/liberador. A su vez, la aceptación y relación del hombre natural con Dios tampoco puede hacerse sino no es dirigiéndose a ese Dios de la
creación, oculto/liberador.

Religiosidad universal, cristianismo universal, iglesia universal

Estamos de acuerdo, pues, con la postulación que defiende el artículo de Beorlegi/Sequeiros, siguiendo a Torres Queiruga, a saber, que el cristianismo no debe ser entendido como una religión que opone una particularidad a otras particularidades. Debe ser la proclamación de la verdad de la condición humana universal que hace posible al hombre relacionarse con Dios. Sólo si se hace girar el entendimiento del cristianismo en torno a lo universal podrá entenderse la universalidad cristocéntrica que postula la teología cristiana. Pero, ¿cómo explicar esta universalidad?

No parece existir otra vía que postular que el teísmo natural es un teísmo cristiano. ¿Por qué es así? La verdad es que, en mi opinión, no existe otro acceso racional a la descripción de esa universalidad cristiana que mostrar cómo el dramatismo metafísico de la vida humana, desde el interior de un universo que no es teocéntrico sino que instala al hombre en el enigma y en la incertidumbre metafísica, conduce a que la religiosidad –o no-religiosidad humana– sea una toma de posición ante el posible Dios oculto/liberador.

Es precisamente la cultura de la modernidad la que nos ha sacado del teocentrismo del paradigma greco-romano y hace posible hoy una nueva hermenéutica del cristianismo. Esto es lo que he explicado ampliamente en mi libro Hacia el Nuevo Concilio y que aquí he resumido sumariamente.

Lo que se muestra en la religiosidad universal, en el cristianismo universal y en la iglesia universal es, por tanto, el mismo logos o razón del único sentido en que es posible entender el universo como creación de Dios. Este logos es el que está universalmente presente en toda religiosidad humana.

Este logos es el que Jesús ha revelado para decirnos que el eterno designio divino responde a esa voluntad de crear en el logos cristológico. Este logos universal es el que la iglesia debe proclamar –poniendo lo particular e historicista de su propia historia en el lugar que le corresponde– sabiendo que este es el camino para hallar la convergencia enriquecedora con el movimiento religioso universal.

Esta perspectiva universal, en efecto, volviendo al tema que ha suscitado estas reflexiones, siguiendo a Beorlegui/Sequeiros, es la que nos permite entender que Cristo, el logos cristológico de la creación, ha estado presente en todos los hombres del pasado, del presente y del futuro, al margen de que hayan conocido a la persona histórica de Cristo.

Desde el mismo criterio puede también juzgarse la eventual extensión del cristianismo a posibles culturas de seres extraterrestres inteligentes. Si existieran seres inteligentes fuera de la tierra, en otros lugares del universo, sería imposible valorar el sentido de su religiosidad y de su posible relación con el Misterio de Cristo, sin conocer en qué situación se hallan ni cuál es el plan de Dios para con ellos.

¿Estarían viviendo sólo una religión natural (que por lo dicho sería también implícitamente cristológica)? ¿Se les habría Dios manifestado en alguna manera congruente o similar con la revelación en Cristo dada en nuestro planeta tierra? ¿Sería plan de Dios que llegaran a conocer la revelación del logos cristológico por su contacto con el planeta tierra? Todo son especulaciones abiertas.

Pero, en todo caso, lo que debería pensarse desde el cristianismo sería que el logos cristológico de la creación se debería extender también a todos los posibles linajes inteligentes del universo.

Y esto quiere decir que vivirían en un universo creado para la dignidad y la libertad, en que se presentaría el silencio de Dios ante el conocimiento y el silencio ante el sufrimiento de linajes inteligentes que también deberían hacerse a sí mismos por el sufrimiento evolutivo inevitable en que se accede a la vida por la muerte. Para ellos también una posible religiosidad estaría mediada por el logos de un Dios oculto y liberador. Y, si fueran religiosos, su religiosidad estaría mediada por el logos cristológico, tal como acabamos de exponer.

Javier Monserrat es Profesor en la Universidad Autónoma de Madrid, Cátedra CTR, Universidad Comillas

Javier Monserrat

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