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El evolucionismo teísta, ¿es posible?

Las diversas tradiciones religiosas se preguntan desde hace siglos por los orígenes de este universo en el que vivimos. De uno u otro modo, intentan dar respuestas a los retos con que la ciencia parece socavar los cimientos de las creencias religiosas. Dentro de las tradiciones cristianas, el avance en la convicción de la contingencia de los procesos evolutivos erosiona la creencia en que todo fue creado por Dios con una finalidad. ¿Existe alguna respuesta teológica que asuma los postulados de la ciencia? Dedicamos este artículo al planteamiento general desde el punto de vista de la filosofía de la biología dejando para otro artículo complementario posterior la respuesta teológica. Por Leandro Sequeiros.

El evolucionismo teísta, ¿es posible?

¿La aparición de la especie humana se produjo por azar? Si fue parte del propósito del Creador el que los hombres hicieran su entrada en el planeta Tierra después de una preparación de quince mil millones de años, ¿puede estar la historia de este largo preludio impulsada por la contingencia, como parece? Y a la inversa, si se acepta la tesis de la contingencia, ¿no arroja esto dudas sobre la creencia de que el Creador pretendía que el cosmos hiciese surgir seres humanos? Y si lo hace, ¿no cuestionaría la noción entera de un Dios omnipotente cuyos propósitos dan sentido a un universo que de otro modo sería absurdo?
 
El 21 de abril de 2015, en la Universidad Comillas (Madrid), tuvo la VI Conferencia Fliedner de Ciencia y Fe. El profesor Dr. Simon Conway Morris (catedrático de Paleobiología Evolutiva en la Universidad de Cambridge) impartió una ponencia sobre «¿Es la humanidad el destino inevitable de la evolución?» Bajo este título provocador, el problema de fondo que se planteó en la conferencia es este mismo: ¿es posible, desde el punto de vista de la filosofía de la biología, fundamentar la convicción de una evolución teísta? ¿Se puede armonizar la creencia en un Dios creador y providente con la teoría científica de una evolución contingente?

Este es el enlace de la grabación de la conferencia: “¿Es la humanidad el destino inevitable de la evolución?”, del Dr. Simon Conway Morris. Contiene el audio original y la traducción simultánea ya incorporada en la grabación.

Conway Morris ha dedicado buena parte de su carrera al estudio de los famosos fósiles del periodo cámbrico de Burgess Shale (Canadá). Sus investigaciones le han llevado a estudiar la evolución de los más antiguos invertebrados y vertebrados conocidos también en otros lugares de América, Europa, Asia y Australia. El estudio de uno de estos fósiles, clasificado como Pikaia, e interpretado por Conway Morris como un antecesor de los cordados, suscitó un vivo debate entre paleontólogos. Para Stephen Jay Gould, en The wonderful life (La vida maravillosa ), la Pikaia es una prueba de que todo es contingente y que los vertebrados –y por ende los mamíferos y los humanos – estamos aquí por casualidad.
 
Para ello, Gould introdujo el término «contingencia». Este concepto -para Gould, se usa para definir una larga cadena de estados impredecibles- expresa su concepción filosófica de la evolución:

Si Pikaia no hubiera sobrevivido (…), hubieramos sido barridos de la historia futura: todos nosotros, desde el tiburón al petirrojo y al orangután (…). Y así, si usted quiere formular la pregunta de todos los tiempos (¿por qué existen los seres humanos?), una parte principal de la respuesta (…) debe ser: «Porque Pikaia sobrevivió a la diezmación de Burgess Shale». Esta respuesta no menciona ni una sola ley de la naturaleza; no incorpora afirmación alguna sobre rutas evolutivas previsibles, ningún cálculo de probabilidades basado en reglas generales de anatomía o de ecología. La supervivencia de Pikaia fue una contingencia de la «simple historia». No creo que se pueda dar una respuesta «superior», y no puedo imaginar que ninguna resolución pueda ser más fascinante. Somos la progenie de la historia, y debemos establecer nuestros propios caminos en el más diverso e interesante de los universos concebibles: un universo indiferente a nuestro sufrimiento y que, por lo tanto, nos ofrece la máxima libertad para prosperar, o para fracasar, de la manera que nosotros mismos elijamos” (Op. Cit.)

Para Gould, la casualidad hizo que en la llamada “explosión” del Cámbrico apareciera Pikaia, el antecesor de los cordados. Si hubiera sido “diezmada”, nunca habríamos aparecido los vertebrados, ni los humanos. Somos fruto de la contingencia, de la “buena suerte”.
 
Conway Morris y el evolucionismo teísta
 
Simon Conway Morris, infatigable enemigo de la idea de contingencia (en el sentido de Gould), así como del llamado Diseño Inteligente, aboga por una tercera vía, una postura etiquetada como evolucionismo teísta. Para Conway Morris, no somos hijos de la contingencia pero tampoco de la necesidad. Para él, desde la postura de las creencias religiosas, es razonable aceptar un plan misterioso de Dios sobre la naturaleza sin forzar el proceso de la evolución cósmica y biológica. Por una parte, refuta el contingentismo de Gould, pero se separa de las teorías de Diseño Inteligente.
 
Algunos de los asistentes a la conferencia manifestaron (privadamente) que Conway Morris hizo un ejercicio de equilibrio inestable, pero que, al final, no quedó muy clara cuál era su postura.¿Cuál es su “evolucionismo teísta”? ¿Cómo armonizar la creencia en la autonomía de los procesos naturales y la acción de Dios en el mundo? No es fácil formularlo. Paralelamente, el Dr. Conway Morris se ha interesado también en sus escritos de filosofía de la biología por la influencia del fenómeno de la convergencia en evolución y las implicaciones de la historia evolutiva para la búsqueda de vida extraterrestre. 
 
Ernan MacMullin, la contingencia y el finalismo del cosmos
           
En un intento de clarificar el pensamiento de Conway Morris, hemos acudido a un denso y sugerente trabajo de Ernan McMullin (fallecido en 2011). Este fue profesor de la Universidad de Notre Dame (USA) [Publicado en Scripta Theologica, 30 (1998), pp. 227-251] ha sido traducido por el Grupo de Investigación Ciencia, Razón y Fe de la Universidad de Navarra. Este artículo puede iluminar un debate en Tendencias21 de las Religiones sobre estas dos cosmovisiones aparentemente divergentes a la hora de interpretar filosófica y teológicamente el origen de la vida y el origen de la humanidad: la cosmovisión contingentista y la cosmovisión finalista.
           
El autor se pregunta ¿la aceptación de la contingencia (en el sentido de Stephen Jay Gould) en el relato evolutivo de los orígenes, y especialmente la contingencia en el origen del ser humano, hace más difícil ver el universo como obra de un Creador? La visión científica de la evolución cósmica y biológica, ¿da el golpe de gracia a la aceptación de la finalidad en el mundo cósmico? En un mundo al que se ha despojado de todo significado religioso ¿es imposible darle un sentido al ser humano?
           
Algunos asentirían a las tres preguntas: siempre ha sido claro que la casualidad juega un importante papel en la teoría de Darwin. Pero de algún modo parece más fácil concebir la evolución como el modo divino de realizar los fines divinos cuando la evolución misma se entiende como un proceso cuya forma general estaría anticipada, y por tanto se pudiera confiar en que llevaría adelante el plan divino. Es lo que, en un libro reciente, Trinidad, Universo, Persona, han denominado como creación evolutiva.
           
El énfasis en la contingencia de los resultados de la evolución por parte de autores como Jacques Monod (El azar y la necesidad) y Stephen Jay Gould (La vida maravillosa ) podría sugerir fácilmente que el nuestro es un universo en cuyos procesos no se podría imponer la finalidad, ni siquiera por parte de un Creador.
 
Dos concepciones de la evolución cósmica, biológica y humana
           
Ernan McMullin (1922-2011), físico, filósofo, historiador de las ciencias y experto en Galileo Galilei, ha hecho frecuentes incursiones en el mundo de las relaciones entre las ciencias y la religión y ha sido una autoridad en las tendencias de las religiones.
           
“En este ensayo, – escribe McMullin – quiero destacar primeramente dos concepciones muy distintas de la evolución. Según la primera, la evolución es, a grosso modo, predecible si se dan las condiciones adecuadas; la selección natural funciona de forma más o menos regular, comportando una creciente complejidad. Según la segunda, la evolución no es predecible de ningún modo; la contingencia limita las posibilidades de selección tan fuertemente que los resultados sencillamente no se pueden anticipar, ni del modo más general”.
           
Pero ¿existe alguna alternativa? ¿Es necesario aceptar propuestas cercanas al Diseño Inteligente si se quiere ser creyente y evolucionista? Un modo cómo la contingencia del relato evolutivo del origen humano puede ser contestada desde el punto de vista teísta sería la suposición de que Dios «intervenga», en un sentido u otro de este inapropiado término, para producir la aparición de la humanidad.
           
Pero hay otra alternativa. “En la sección final de este ensayo, -prosigue- esbozo la doctrina tradicional de la eternidad de Dios para decidir si, según este punto de vista, la contingencia de los procesos evolutivos necesariamente ha de tener el significado negativo que a menudo se le achaca con respecto a la finalidad del cosmos. Si se entiende al Creador como fuera de los límites impuestos por la temporalidad, ¿ofrecería aún la contingencia radical resultados evolutivos impenetrables a los fines del Creador?”

El debate actual entre creacionismo y fe cristiana
           
Las marejadas creacionistas son muy vivas, sobre todo en América, y últimamente en Europa y España, obligan a una información previa. Actualmente, como parte del renovado interés en la relación entre la ciencia y la fe cristiana, se lleva a cabo el debate entre el creacionismo y el evolucionismo.
           
Esto se hace evidente en la formación de nuevas organizaciones, tales como la Fundación John Templeton con su Centro de Información de la Teología de la Humildad (Ipswich, Massachusetts), establecido en 1993. Este centro, cuyos miembros fundadores incluyen las más renombradas autoridades del mundo en materia de ciencia y religión, sostiene que la teología es incapaz de lograr una comprensión clara de los misterios de un universo enigmático   (de ahí el nombre de “teología de la humildad”) y por ello necesita dirigirse hacia la ciencia para encontrar respuestas.
           
Otra organización, más antigua, es el Centro para la Religión y la Ciencia, en el cual tanto los científicos como los teólogos juntos están dedicados a la evolución sin renunciar a su fe en Dios. Basado en la Escuela de Teología Luterana, el centro publica la revista Zygon, que sostiene la evolución teísta.
           
Otra publicación periódica dedicada casi exclusivamente a promover la evolución teísta es el Journal of the American Scientific Affiliation . Dicha afiliación, con sede en Ipswich, Massachusetts, cuenta con más de mil miembros doctorados. Aunque fue inicialmente organizada con el propósito de promover el creacionismo, la afiliación ha experimentado una “evolución” en su propio seno hasta convertirse en una promotora de la evolución teísta.
           
Desde el punto de vista individual, se puede percibir hoy un cambio significativo en el estado actual del debate sobre el aparente conflicto entre creación y evolución. El abanico de opiniones es amplio: desde una posición de completa negación de la creación divina a la admisión pública de la postura de respeto por la creencia en una creación especial como una alternativa viable para explicar el origen de la vida. 
           
Entre los filósofos de la biología que están en el centro de la atención en Norteamérica se destacan Howard Van Till (Calvin College), Ernan MacMullin y Alvin Plantinga (ambos de la Universidad de Notre Dame); Philip Johnson (Universidad de California) y William Hasker (Huntington College). Se podría decir que Van Till, MacMullin y Hasker están en una esquina del cuadrilátero, mientras que Plantinga y Johnson están en la otra.
           
El primer grupo argumenta en favor de la macroevolución; el segundo señala la ineficiencia de la selección natural y defiende la viabilidad de la intervención divina especial para explicar la complejidad de la vida sobre el planeta. El segundo grupo no aboga por una creación ex nihilo (de la nada) con una cronología corta. Esta opción ha sido rechazada hace mucho tiempo, y se tacha a los que la defienden de extremistas y fundamentalistas. Plantinga y Johnson argumentan más bien en favor de que se le permita a Dios interactuar con el mundo natural.
           
“De esta manera, -opina McMullin- la tendencia actual es doble: en primer lugar, favorece la creación progresiva para la cual se requiere la intervención divina, no solamente para explicar las formas de vida originales, sino también para introducir los primeros individuos de los grupos mayores de vida en una creación que se desarrolla constantemente; y en segundo lugar, con el objeto de moverse en dirección de una evolución de carácter deísta, preservando lo que Van Till llama “la integridad de la naturaleza”. Esto significa que Dios creó un universo en el cual su propósito para todas las criaturas con excepción de los humanos, sería logrado exclusivamente en forma natural.
           
Un ejemplo de la seriedad del debate es el hecho de que Plantinga y McMullin, colegas que enseñan en la misma universidad (Notre Dame) ocupan posiciones opuestas, por lo cual están constantemente escribiéndose y respondiéndose mutuamente. Mientras que Plantinga argumenta en favor de una creación especial, MacMullin cree que no hay posibilidades que favorezcan tal creación.
           
Algunas de las voces más audibles en favor de una creación reciente, ex nihilo son las que se escuchan en las publicaciones y producciones audiovisuales del Institute for Creation Research (ICR), con sede en San Diego, California. Su posición, conocida como “creacionismo científico”, está bajo el constante ataque por parte de sus oponentes.
 
Entre la explicación de la contingencia y la explicación determinista
           
Desarrollemos un poco más las posturas al hilo del artículo de McMullin:
 
1. ¿Se puede predecir la evolución?
           
McMullin acude a la llamada «ecuación de las civilizaciones extraterrestres » que fue formulada por primera vez por el radio-astrónomo Frank Drake, en los años sesenta. Drake y algunos de sus colegas estaban convencidos de que la nueva y poderosa tecnología del radiotelescopio debería utilizarse en un esfuerzo sistemático para descubrir si había mensajes de radio enviados en nuestra dirección por civilizaciones extraterrestres suficientemente avanzadas como para poder emitir tales señales.
           
Para justificar la dedicación de un tiempo precioso en estos caros instrumentos y para tal búsqueda era crucial hacer una estimación de qué probabilidad había de que existiese tal civilización y, en caso positivo, en qué número. ¿Qué probabilidad había de que existiese una civilización a, digamos, veinte años-luz de nosotros? Incluso con una tan cercana, los cuarenta años de intervalo entre mensaje y réplica provocarían un diálogo muy lento.
           
En una conferencia sobre inteligencia extraterrestre patrocinada por la Academia Nacional de Ciencias en 1961, Drake propuso la siguiente ecuación: N =R Fp Ne Fl Fi Fc L.
           
Donde N es el número de civilizaciones en nuestra galaxia con la capacidad y el interés suficientes para la comunicación interestelar. R es el nivel medio anual de formación de estrellas a lo largo de la vida de la galaxia; Fp es la fracción de las estrellas con sistemas planetarios; Ne es el número medio de planetas en tales sistemas con entornos favorables al origen de la vida; Fl es la fracción de tales planetas donde se desarrolla vida; Fi es la fracción de estos planetas en que surge vida inteligente con capacidad de manipulación durante la vida del sol local; Fc es la fracción de estos planetas que producen una civilización técnicamente avanzada; y L es la duración media de tal civilización.
           
Puede parecer que esto no nos lleva muy lejos en el cálculo del valor de N, dado que hay siete cantidades desconocidas al otro lado de la ecuación. Pero Drake, y con él Carl Sagan, no se dejaron abrumar por este reto y procedieron a dar un número estimado a cada magnitud. Las cifras de Sagan son: 10, 1, 1, 1, 10-1, 10-1, para las seis primeras. L le causó más problemas. ¿Podría una civilización tecnológica autodestruirse de modo que su tiempo de vida medio pudiera no rebasar los cien años? ¿O controlaría sus impulsos de violencia y establecería un modo estable de existencia que pudiera durar tanto como lo hiciese el planeta (>108 años)? El primer valor de L implicaría que N sería sólo del orden de 10; el segundo, que N sería >107. Como medida de compromiso, Sagan estableció 106 como estimación razonable del número de civilizaciones técnicamente avanzadas de nuestra galaxia. Y así, esta cifra alcanzó cierto status en la literatura sobre inteligencia extraterrestre [Ver McMullin, “Estimating the Probabilities of Extraterrestrial Life”: Icarus 14 (1971) 291-294].
           
Para McMullin, hay obviamente mucho que decir sobre este cálculo más bien descuidado. Pero lo que nos interesa aquí es la idea de Sagan de la evolución biológica como un proceso que, dadas las condiciones adecuadas, ocurrirá necesariamente y con el curso del tiempo dará lugar necesariamente a la inteligencia. Sin un supuesto como éste, el valor de N no podría estimarse, ni siquiera del modo más somero. Este modo de entender la operación de la selección natural ha sido desde luego muy común.
           
Los tratamientos de libro de texto de la teoría de Darwin a menudo la presentan como una simple consecuencia de la acción de la selección natural: variaciones hereditarias que favorecen la supervivencia diferencial de descendientes tenderán a extender la población.
           
Puede que haya complicaciones adicionales debido a aislamiento geográfico, cambio del medio ambiente, etc., pero la impresión es la de una gradual pero constante dirección hacia una complejidad creciente. Las estructuras orgánicas se hacen más complejas mientras se desarrollan nuevos órganos y otros viejos encuentran nuevas utilidades. La propia inteligencia, con la enorme ventaja que supone para la supervivencia y propagación, puede parecer entonces un desarrollo casi inevitable, si la escala temporal es suficientemente generosa.
           
Esta visión de la acción de la evolución «hacia arriba y hacia delante» encuentra cierto apoyo en el propio texto de El Origen de las Especies: “La selección natural actúa, como hemos visto, exclusivamente mediante la presentación y acumulación de variaciones que son beneficiosas bajo las condiciones de vida,  tanto orgánicas como inorgánicas, a las que está expuesta cada criatura en cada período sucesivo. El resultado último será que cada criatura tenderá a volverse más y más mejorada en relación a sus condiciones de vida. Esta mejora, creo, conducirá inevitablemente al avance gradual de la organización del mayor número de seres vivos en todo el mundo”. [The Origin of Species, University of Pennsylvania Press, Philadelphia 1959, p. 221].
           
Pero fue entre los filósofos tal vez donde esta perspectiva encontró una bienvenida más calurosa, al menos entre los que consideraban la evolución como la clave para su cosmología y su filosofía en general. Herbert Spencer formuló una «ley» de evolución que, según creía él, regiría no sólo para los seres vivos sino para el mundo físico en general. La estructura orgánica tiende a hacerse más diferenciada con el tiempo, con la constante aparición de nuevas formas de integración.
           
Siguiendo a Lamarck, sostuvo que el empleo o no de un órgano podía conducir a cambios de función hereditarios. Filósofos posteriores, como Lloyd Morgan, Samuel Alexander y Henri Bergson, propusieron teorías de la evolución que se desviaban aún más que Spencer de la norma de Darwin, estando de acuerdo en que la evolución es un proceso relativamente constante y progresivo.
           
Es de notar que aquellos filósofos que han descrito la evolución en términos fuertemente progresivos suelen (Spencer sería una obvia excepción) considerar la evolución como el modo de acción de Dios en el mundo. Esta conjunción encuentra su más llamativa expresión, tal vez, en la obra de Pierre Teilhard de Chardin.
           
Teilhard buscó una explicación para la constante «complejificación» que encontraba en el relato fosilizado de la vida, en una energía «psíquica» o «radial» que operaba direccionalmente, a diferencia de las energías «tangenciales» que se tratan en la física y la química. Aunque concede un grado de «tanteo» durante el camino, la evolución es para él «una gran ortogénesis de todo lo que vive hacia un grado superior de espontaneidad inmanente», «una espiral que crece hacia arriba mientras gira. De una capa geológica a otra, algo se transmite: crece lentamente, pero sin pausa y en una dirección constante«.
           
Desde luego, tan constante ha sido la curva ascendente en su teoría que se sintió obligado a extenderla al futuro remoto de un punto Omega donde la conciencia se realizaría plenamente, una Causa Final donde se encontrará una explicación del curso entero de la evolución, que inexorablemente va hacia esa dirección.
           
Pocos filósofos evolucionistas fueron tan confiadamente ortogenéticos en su comprensión del proceso de la evolución. Pero los filósofos, como los físicos y los geólogos que computan la probabilidad de vida inteligente en el universo, en conjunto han tendido a ver, más que los biólogos, la operación de la evolución en términos de una ley, de una fuerza análoga a la gravedad de Newton que sin cesar cambia el acervo genético, para crear organismos más y más complejos. Desde esta interpretación, la teoría evolucionista se convierte en un recurso para la predicción y no ya sólo en una explicación de la radiación de las formas vivas en el pasado.

El evolucionismo teísta, ¿es posible?

2. La contingencia de la evolución
           
Los que dieron forma a la «nueva síntesis» en la biología evolucionista durante la pasada mitad de siglo nunca estuvieron satisfechos con las propuestas predictivas de la teoría evolucionista por parte de exobiólogos y otros, y se opusieron llanamente a la ortogénesis en cualquier forma o manera. Ernst Mayr y Theodosius Dobzhansky estaban entre los que expresaron su escepticismo sobre este modo de entender los modos de explicación evolucionistas.
           
El crítico más significado contra las teorías finalistas fue tal vez George Gaylord Simpson, quien en su This View of Life desarrolló una extendida polémica contra los presupuestos que subyacen a la actitud predictivista. Puso el acento en particular sobre las fundamentales diferencias entre las ciencias naturales no históricas, como la Física y la Química, y las ciencias históricas: Geología, Paleontología y Biología evolutiva. Esta última trata de acontecimientos únicos para los que la noción de ley aplicable en la Física sencillamente no funciona. La complejidad de la interacción entre medio ambiente y cambio genético es tan grande que todo intento de obtener «líneas generales» o «tendencias» está condenado al fracaso. «Hay una dirección, pero varía, y también tienen lugar efectos fortuitos» [G. Gaylord Simpson, This View of Life, Harcourt, Brace and World, New York 1964, p. 189].
           
Aunque el concepto de contingencia de Gould no coincide con el concepto de azar, sí hay puntos de contacto. En El azar y la necesidad (1971), Jacques Monod celebraba el papel decisivo del azar en la evolución. Puesto que las mutaciones del ADN «constituyen la única fuente de cambios en el texto genético posible, siendo éste el único depositario de las estructuras hereditarias del organismo, se sigue necesariamente que sólo el azar está en la raíz de toda innovación, de toda creación en la biosfera. El puro azar, absolutamente libre pero ciego, en la raíz misma del fabuloso edificio de la evolución: este concepto central de la biología moderna ya no es una entre otras hipótesis posibles o concebibles. Hoy es la única hipótesis concebible» [El azar y la necesidad].
           
Para Monod, las mutaciones son acontecimientos fortuitos en dos sentidos. En primer lugar, representan la convergencia de cadenas causales previamente no relacionadas; en segundo término, son acontecimientos cuánticos y por tanto esencialmente impredecibles. El curso de la evolución es, así, en sí mismo impredecible al detalle.
           
Pero a pesar de las consecuencias de largo alcance que Monod obtiene de esta primacía del azar en la historia de la evolución (perder nuestro «puesto necesario en el esquema de la naturaleza» nos condena «a un helado universo de soledad» [El azar y la necesidad] ), está todavía dispuesto a conceder que la evolución sigue «un curso en general progresivo», que su dirección es «ascendente», que la sujeción a determinados tipos de comportamiento en grupos particulares «orienta irevocablemente a la especie en la dirección de un continuo perfeccionamiento de las estructuras y ejecuciones que este comportamiento requiere como apoyo» [El azar y la necesidad] Así, después de todo, la operación de la selección natural parece restaurar un cierto grado de direccionalidad, e incluso de progreso, en el curso de la evolución.
 
La contingencia de Stephen Jay Gould
           
Stephen Jay Gould opta por una línea mucho más fuerte al considerar la contingencia del cambio evolutivo. No acepta ningún «curso ascendente» ni «tendencias», ni una predictibilidad del tipo más modesto. Y no pone el énfasis sobre lo fortuito ni de las mutaciones que aportan el material para la selección natural ni de la deriva genética en las poblaciones originales. Más bien, lo pone sobre la carencia, en general, de relación entre las múltiples líneas de causalidad que afectan a los acontecimientos históricos singulares, como los cambios en la composición genética de una población.
           
En sus ensayos populares, vuelve una y otra vez sobre la flexibilidad del proceso evolutivo, que lo hace ser algo más que lo que una simple versión seleccionista nos haría pensar. En el ensayo que da título a Eight Little Piggies, sostiene que la extremidad pentadáctila que compartimos con tantas otras especies de mamíferos «simplemente sucede que esta ahí». No debe tomarse necesariamente como testigo de que el cinco ha sido favorecido intrínsecamente en la adaptación, en contra de otros números posibles de dedos; los primeros tetrápodos, de hecho, tenían siete u ocho dedos.

El número puede derivar más bien de «los complejos, irrepetibles e impredecibles acontecimientos de la historia. Estamos entrenados para pensar que los modelos de cuantificación, experimentación y replicación de la «ciencia dura» son superiores de por sí y exclusivamente canónicos, de modo que cualquier otro grupo de técnicas palidece en la comparación.
           
“Pero la ciencia histórica procede reconstruyendo un conjunto de acontecimientos contingentes, explicando retrospectivamente lo que de antemano no podía predecirse… La contingencia es rica y fascinante; encarna una exquisita tensión entre el poder de los individuos para cambiar la historia y los límites inteligibles impuestos por las leyes de la naturaleza. Los detalles de las vidas de los individuos y las especies no son meros adornos, sin capacidad de conformar cursos de acontecimientos de gran escala, sino particularidades que pueden alterar completa, profunda y definitivamente el futuro».[ S. J. Gould, Eight Little Piggies, Penguin, New York 1993, p. 77].
 
 La Vida Maravillosa de Stephen Jay Gould 
           
La naturaleza de la historia y de la ciencia histórica es el tema alrededor del cual organizó en La vida maravillosa [Wonderful Life] su ameno estudio de las sucesivas y conflictivas interpretaciones de la fauna Cámbrica encontrada en Burgess Shale. Durante mucho tiempo ha sido crítico hacia el gradualismo de la versión tradicional darwiniana de la operación de la selección natural, reclamando en cambio «un equilibrio intermitente » en el que largos períodos de estabilidad, en los que las especies permanecen más o menos idénticas, se alternan con momentos de especiación relativamente repentina.

En su ambiciosa obra, reconstruye el extraordinario florecimiento original de los «phyla» más importantes de casi todos los grupos animales modernos dentro de un intervalo geológica y biológicamente breve de unos pocos millones de años, durante el período Cámbrico, que empezó hace unos 570 millones de años.
           
Lo que más fascina a Gould de la «explosión cámbrica», como se le ha llamado, no es sólo el hecho de que los «phyla» aparecieran en un lapso de tiempo tan breve ni que no hayan aparecido más desde entonces, sino que una amplia mayoría de los «planes básicos» de artrópodos encontrados en Burgess Shale carecen de representantes modernos.
           
Dicho de otro modo, de los aproximadamente veinticinco distintos diseños anatómicos encontrados, cualquiera de los cuales podría, según Gould, haber servido como antepasado para un «phylum» distinto, sólo cuatro sobrevivieron al período cámbrico y dieron lugar a los «phyla» animales modernos. Es esta proceso se han diezmado los candidatos a «phylum» y es el  testimonio de los efectos de la contingencia histórica.
           
La respuesta convencional, claro está, sería que los cuatro antepasados supervivientes se adaptaron, de algún modo, mejor a los cambios de las condiciones medioambientales. Gould no lo considera plausible. Pero incluso si este hubiese sido el caso, bajo un escenario medioambiental distinto la lista de supervivientes -afirma- habría sido bastante distinta. Y todo lo que ha venido después habría tomado entonces una dirección distinta.
           
El énfasis de Gould en las extinciones, particularmente las grandes extinciones de la vida que señalaron el fin del período Pérmico, cuando murió hasta un 96% de las especies marinas, y del Cretácico, cuando desaparecieron los dinosaurios, recuerda de algún modo al catastrofismo que enardeció el debate geológico hace dos siglos. Su opinión es que en tales episodios la selección natural del tipo habitual dejaría de operar; en gran medida sería una cuestión de suerte cuál entre todas las especies existentes sobreviviría para propagarse en un mundo despoblado. Además, las causas de estas extinciones masivas son una cuestión de azar, en relación con la historia previa de las poblaciones afectadas. Así, concluye:
           
«Puesto que los dinosaurios no evolucionaban hacia cerebros mucho mayores, y puesto que esta posibilidad puede quedar fuera de las capacidades de la constitución del reptil, debemos suponer que la conciencia no se habría dado en nuestro planeta si una catástrofe cósmica no se hubiese ensañado en los dinosaurios» [S. J. Gould, Wonderful Life, Harvard University Press, Cambridge (Mass.)1989, p. 318].
           
La fuerza del ejemplo de Gould está en su insistencia sobre la importancia de la red de condiciones necesarias en cualquier explicación de un acontecimiento histórico complejo, esto es, condiciones en cuya ausencia el resultado habría sido distinto, tal vez completamente distinto. Una fuente específica de contingencia a la que vuelve a menudo es el constreñimiento impuesto en las posibles líneas adaptativas de desarrollo en una población particular por medio de la accesibilidad, en algún rincón de dicha población y debido a distintas razones, del marco anatómico apropiado para ese desarrollo.
 
3. ¿Es posible una tercera vía?
           
La mayoría de los biólogos evolucionistas y filósofos de la biología parecen adoptar una posición intermedia entre estos dos extremos, pero esto todavía permite mucha ambigüedad. Dobzhansky, por ejemplo, se opone a lo que considera un énfasis excesivo en el azar por parte de Monod. Al contrario, él señala: «viendo la evolución del mundo vivo como un todo, desde la hipotética sustancia autorreproductora original hasta las plantas, los animales y el hombre, uno no puede evitar reconocer que ha tenido lugar progreso, o avance, o surgimiento, o ennoblecimiento» [Theodosius Dobzhansky, Chance and Creativity in Evolution, en F.J. Ayala y T. Dobzhansky (eds.), Studies in the Philosophy of Biology, MacMillan, London 1974, pp. 309, 331]
           
Aunque el azar predomina en la mutación y la recombinación, continúa diciendo, la selección natural sirve para equilibrarlo como factor «anti-azar». Así, aunque no se pueda predecir el curso de la evolución, «no se sigue que la especie humana surgió por una afortunada tirada de dados celestiales ni de la evolución»[Theodosius Dobzhansky, Chance and Creativity in Evolution, pp. 318-319]
           
En una reciente revisión del tema, Elliott Sober (en una reciente entrevista en la revista Metòde) es más cauto. Es escéptico acerca de la sugerencia de que el proceso de la evolución ha mostrado progreso o tan siquiera dirección alguna en el pasado. Aunque puede haber tendencias direccionales dentro de líneas específicas, todo lo que la teoría de selección natural permite concluir es que estas tendencias son posibles. Sin embargo, no permite anticiparlas; las diversas fuentes de contingencia excluyen esta posibilidad.

El evolucionismo teísta, ¿es posible?

Conclusiones
           
¿Qué podemos concluir de este rápido resumen? La macroevolución es un proceso irregular, que admite rupturas, inversiones, extinciones a larga escala. Podemos, al menos en principio, explicar su curso a posteriori, pero no podemos anticiparlo. Los últimos mil millones de años han visto un enorme aumento de la variedad y el número de las especies.
           
Ha habido al mismo tiempo un crecimiento en la complejidad de los organismos que (en opinión de algunos) puede concebirse como una forma de progreso; sin embargo, se ha comprobado que en la práctica es difícil encontrar una definición consensuada sobre lo que «complejidad» y «progreso» deberían significar en este contexto [Francisco Ayala, “The Concept of Biological Progress”, en: Studies in the Philosophy of Biology, pp. 339-356].
           
No obstante, como los datos paleontológicos y geológicos son cada vez escrutados más pormenorizadamente y los mecanismos genéticos se comprenden mejor, el carácter frágil de la cadena causal que conduce a la aparición de seres humanos se vuelve más evidente.
           
¿Cuáles son las implicaciones teológicas de todo esto, si es que hay alguna? ¿Qué tendencias de las religiones se vislumbran de estas ideas? Se puede decir que la fe en un Creador ha ido siempre de la mano de la convicción de que la raza humana juega un papel especial en la historia de la creación: hechos a imagen de Dios, somos las únicas criaturas hasta el momento conocidas capaces de negarle o de ofrecerle libremente su amor al Creador.
           
Los judíos, los cristianos y los musulmanes coincidirían en suponer que hasta donde se pueda hablar de planes de Dios en absoluto, podemos asumir que los hombres tienen un importante papel en al menos un rincón de ellos.
           
Parece que se sigue, entonces, que la aparición de la especie humana no se habría dejado al azar. Si fue parte del propósito del Creador el que los hombres hicieran su entrada en el planeta Tierra después de una preparación de quince mil millones de años, ¿puede estar la historia de este largo preludio impulsada por la contingencia, como parece? Y a la inversa, si se acepta la tesis de la contingencia, aunque no sea en una forma tan radical como la que Gould propone, ¿no arroja esto dudas sobre la creencia de que el Creador pretendía que el cosmos hiciese surgir seres humanos? Y si lo hace, ¿no cuestionaría la noción entera de un Dios omnipotente cuyos propósitos dan sentido a un universo que de otro modo sería absurdo?
           
El sincero antropocentrismo de la línea de investigación que estas preguntas abren corre, por supuesto, en sentido contrario al instinto de los científicos que a veces apelan a un «principio copernicano» para justificar su negativa a garantizar ninguna forma de privilegio para los seres humanos.
          
Pero la teología occidental es antropocéntrica por naturaleza; trata el destino del hombre como una cuestión central. Cuando los teólogos saltan sobre los eones del tiempo de la evolución que fueron precisos para la producción de seres humanos y se concentran en la relación entre esos seres y Dios, la forma que adopta su investigación parecerá necesariamente ajena a los científicos que miran a los seres humanos como un nudo, aunque sea un nudo particularmente complejo, dentro de una vasta red de tipos de vida.
           
Pero si los científicos deberían tener más cuidado en no apresurar el juicio cuando sus colegas teológicos se centran en el destino humano, los teólogos tienen que tomarse en serio lo que las ciencias tienen que decir sobre cómo los seres humanos llegaron a la existencia por primera vez. Valga todo esto como apología por un ensayo que transgrede claramente las divisorias de ambas disciplinas.
 

Leandro Sequeiros, Catedrático de Paleontología, coeditor de Tendencias21 de las Religiones y colaborador de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión.
 

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