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Las religiones se enfrentan a la contingencia del universo

Las tradiciones religiosas intentan dar sus respuestas en un mundo de incertidumbre. Por ejemplo, a la convicción cada vez mayor de la contingencia de los procesos evolutivos, una convicción que está erosionando la creencia de que todo fue creado por Dios con una finalidad. ¿Existe alguna respuesta teológica que asuma estos postulados científicos? Por Leandro Sequeiros.

Las religiones se enfrentan a la contingencia del universo

 ¿Cómo armonizar la contingencia del proceso evolutivo, vista por los científicos con la idea de un finalismo, tal como entienden los filósofos y teólogos de las religiones? ¿Existen puentes ente ambas posturas? ¿Cómo se compagina la aparente contingencia de la línea evolutiva que conduce al Homo sapiens con la idea de que el acto de creación es una acción única, atemporal y dotada de finalidad por parte de Dios?  
Desde la perspectiva de la doctrina tradicional sobre la eternidad de Dios en el cristianismo y en las religiones, no parece correcta la posición de los evolucionistas teístas, que han supuesto que los fines del Creador sólo pueden realizarse con arreglo a leyes y de modo más o menos predecible. Pero tampoco parece correcto deducir de la contingencia del proceso evolutivo la falta de finalidad y sentido del universo en general. ¿Cómo entender la armonía entre una imagen contingentista del proceso evolutivo y la posición teísta que afirma un Dios que crea el universo y lo orienta a una determinada finalidad?
 
El 21 de abril de 2015, en la Universidad Comillas (Madrid), se desarrolló la VI Conferencia Fliedner de Ciencia y Fe. En esta, el profesor Dr. Simon Conway Morris (catedrático de Paleobiología Evolutiva en la Universidad de Cambridge) impartió una ponencia titulada «¿Es la humanidad el destino inevitable de la evolución?».

Bajo este título provocador, el problema de fondo que se planteó en la conferencia es este: ¿es posible, desde el punto de vista de la filosofía de la biología, fundamentar la convicción de una evolución entendida desde el teísmo? ¿Es posible armonizar la creencia en un Dios creador y providente con la teoría científica de una evolución contingente? Recordemos que contigencia quiere decir, en este contexto, que las cosas han aparecido evolutivamente, pero pudieron no haberse producido, es decir, que el azar contingente jugó siempre un papel decisivo en el proceso evolutivo.

 
Este es el enlace, ya dado en un artículo previo sobre el tema publicado en Tendencias21 de las Religiones, de la grabación de la conferencia: “CTR ¿Es la humanidad el destino inevitable de la evolución?”, del Dr Simon Conway Morris con el audio original y la traducción simultánea ya incorporada:  Estas preguntas suponen una reflexión sobre el teísmo y el deísmo, así como una reflexión filosófica sobre lo que se entiende por finalismo, teleología y teleonomía. Supuesto que nos movemos, tanto desde las ciencias como desde las tradiciones religiosas, en un intento de encontrar respuestas a los retos de un universo enigmático, partimos de una postura de humildad.
 
En el artículo anterior propusimos el planteamiento de los filósofos que defienden un propósito en el universo frente a los contingentistas, añadiendo unas reflexiones teológicas apropiadas para entender las tendencias de las religiones. Abundamos en este tema a partir de un denso y sugerente trabajo de Ernan McMullin, fallecido en 2011, que fue profesor de la Universidad de Notre Dame (USA) (“Contingencia evolutiva y finalidad del cosmos”, Publicado en Scripta Theologica, 30 (1998), pp. 227-251) y que ha sido traducido por el Grupo de Investigación Ciencia, Razón y Fe de la Universidad de Navarra.
 
Este artículo puede iluminar un debate en Tendencias21 de las Religiones sobre estas dos cosmovisiones aparentemente divergentes a la hora de interpretar filosófica y teológicamente el origen de la vida y el origen de la humanidad: la cosmovisión contingentista y la cosmovisión finalista (en su caso teísta).
 
Evolucionismo teísta
           
Dejamos claro desde el primer momento – y así lo expresó el doctor Simon Conway Morris en su conferencia – que la evolución teísta no es una teoría científica. Y aquí se separa de lo partidarios del Diseño Inteligente. La evolución teísta es una perspectiva particular de cómo la ciencia de la evolución puede relacionarse con las tradiciones religiosas.
           
Los partidarios de la evolución teísta son conscientes de que existe un conflicto entre la religión y la ciencia pero postulan la posibilidad de establecer puentes de entendimiento ya que las enseñanzas de las religiones sobre la creación y las teorías científicas de la evolución no se contradicen necesariamente.
           
El término de “evolución teísta” fue utilizado por Eugenie Scott, directora ejecutiva del National Center for Science Education (Centro Nacional de Ciencias de la Educación) de Estados Unidos, para referirse a la parte del espectro general de las creencias acerca de la creación y de la evolución.

Al referirse al teísmo, se desea diferenciar este concepto del “deísmo”. De acuerdo con el consenso de los filósofos de las religiones, los deístas son aquellos que, desde unos planteamientos racionales, aceptar la existencia de un ser supremo, Dios, creador del mundo y de las leyes que lo rigen pero que no interviene en el curso de la evolución ni de la historia. Es un Dios que está postulado –como es el caso de Antony Flew, del que tratamos hace unas semanas en Tendencias21 de las Religiones – por la reflexión sobre la complejidad de nuestro mundo.
           
Por otra parte, el teísmo es una postura filosófica y también religiosa (existe un componente de fe) por la que no solo se acepta la existencia de un ser supremo, Dios, que es creador del mundo y de sus leyes, sino que también interviene. Los teístas interpretan muchos de los fenómenos naturales y sociales como intervenciones de Dios por “causas segundas ” (no directamente). De este tema hemos tratado más extensamente en otros artículos de Tendencias21 de las religiones.
           
El llamado evolucionismo teísta está aceptado por las iglesias cristianas más importantes, incluidas la Iglesia católica, la Iglesia Evangélica Luterana en America, la Iglesia Episcopal en EEUU y algunas otras denominaciones protestantes. También lo aceptan casi todas las confesiones judías y otros grupos religiosos que carecen de una postura “literalista” respecto a las Escrituras Sagradas.
           
Con más o menos matices, el evolucionismo teísta se aceptado por muchos científico que se manifiestan creyentes de alguna religión. Tales son, por ejemplo, el paleobiólogo Simon Conway Morris, el paleontólogo Robert T. Bakker, R. J. Berry, profesor de Genética de la Universidad de Londres, el genetista Francis Collins director del proyecto del Genoma Humano, y otros muchos.
 
Evolución y teleología
           
Desde el punto de vista científico, los ecos del debate en torno al concepto de ortogénesis (ampliamente utilizado por Osborn y Teilhard de Chardin) no se han apagado todavía. Como vimos en el artículo anterior, el paleontólogo George G. Simpson se opuso de modo muy radical. Por lo general, la gran mayoría de los biólogos evolucionistas se manifiestan contrarios a una visión finalista del mundo. O, al menos, precisan que es una cuestión filosófica que cae fuera de las pretensiones de un científico.
          
Si el debate sobre la ortogénesis fue intenso a mediados del siglo XX cuando se trata de caballos o elefantes, más lo es cuando lo que se estudia es la evolución humana. El paleontólogo Stephen Jay Gould ironizó en La Vida Maravillosa sobre la supervivencia casual de Pikaia en el Cámbrico, que propició la evolución de los cordados. Por un cúmulo de casualidades logró sobrevivir y… aquí estamos nosotros.
           
Simon Conway Morris, -escribe Ernan McMullin en el artículo que seguimos- desde una postura religiosa, aboga por un “propósito” (que no diseño) que hizo que los humanos no sean fruto del azar ni de la contingencia.  Las preguntas sobre si la evolución humana puede verse como la obra de un propósito, de una finalidad, nos remiten inmediatamente a un debate, más convencional pero no menos animado, sobre el punto hasta el que la explicación evolucionista puede considerarse teleológica.
           
Respecto a como entender el finalismo, las posturas son muy extremas y van desde el radicalismo materialista de Mario Bunge a la interpretación teológica de Juan Luis Ruiz de la Peña. La opinión común entre los científicos es que Darwin expulsó la explicación teleológica del campo de la evolución; una opinión, desde luego, que el propio Darwin y muchos de sus antagonistas compartían (Ver Timothy Lenoir, The Strategy of Life, Reidel, Dordrecht 1982).
           
Pero encontramos algunos autores recientes que razonan, – por el contrario-, que la teoría evolucionista es formalmente teleonómica por naturaleza, según McMullin (Ver William Wimsatt, Teleology and the Logical Structure of Function Statements en «Studies in the History and Philosophy of Science » 3 (1972) 1-80; Larry Wright,Teleological Explanation: An Etiological Analysis of Goals and Functions, University of California Press, Berkeley 1976. Para una discusión sobre los pros y los contras, ver William Bechtel, Teleological Functional Analysis and the Hierarchical Organization of Nature, en N. Rescher (ed.),Current Issues in Teleology, University Press of America, Lanham MD 1986, pp. 26-48).

¿Recuperar la teleología?
           
Será conveniente recorrer someramente la historia del concepto para intentan una aproximación a su significado que no sea rechazable desde el punto de vista de las ciencias.
          
Desde sus mismos comienzos en la obra de Platón y Aristóteles, la noción de teleología podía considerarse en dos direcciones muy distintas. Por una parte, un telos o fin implicaría directamente una mente organizadora previa. Una explicación teleológica implicaría en este caso un recurso a la actividad de la mente, a la intencionalidad.
           
Una forma particular de teleología jugó un importante papel en la historia de las ciencias naturales, por lo que se le llamó «el argumento del diseño «. En el Timeo, Platón apeló a un Artesano del cosmos, el Demiurgo, para explicar los numerosos rastros de orden constatables en el mundo sensible. Un orden inteligible atestigua la actividad de un Nous (Mente, Razón). La explicación de este orden señala no un plan específico sino la necesidad de Alguien que se proponga un plan. Por ello, los defensores de la teología natural en el siglo XVII empezaron a inferir la necesidad de acudir a un Diseñador cósmico de las naturalezas animales (que ahora han recuperado los creacionistas americanos). «Diseño» (Design) aquí quiere significar una forma de orden que testimonia directamente la operación en la naturaleza de una inteligencia conformante.
           
Desde el punto de vista de la filosofía de la biología hay un largo debate sobre el significado de conceptos como finalismo, teleología y teleonomía que escapa a los límites de nuestro trabajo. Recomendamos a los lectores releer el excelente trabajo de Ignacio Núñez de Castro en Tendencias21de las Religiones. Podemos decir que el universo tiene sus leyes y por tanto, existe ya una constricción, una canalización de los procesos naturales. Por ejemplo, el tiempo es irreversible, y por tanto todo proceso natural está “canalizado” hacia el futuro. Y de igual modo, las leyes gravitatorias están ya condicionando y canalizando todos los procesos naturales que afectan a los objetos “graves” (que tienen masa y por ello, pesan) Por eso, la mayor parte de los filósofos de la naturaleza (entre ellos el que firma esta artículo) prefiere hablar con reservas de teleonomía, la canalización de los procesos debido a condicionamientos debidos a las leyes de la física.
           
Una explicación teológica en este sentido puede servir, por tanto, no sólo para explicar un conjunto de fenómenos sino, más significativamente, para demostrar la existencia de un ser capaz de llevar a cabo el proceso de diseño del cosmos.
 
La crítica del evolucionismo darwinista
           
Este es el tipo de argumento que Charles Darwin intentó socavar. Su teoría de la selección natural se proponía explicar exactamente las modalidades de adaptación que antes se habían empleado como evidencia de un Diseñador original. Cuando Darwin y sus posteriores seguidores afirmaban haber eliminado a la teleología de entre la ciencia de los seres vivos, esto es lo que tenían sobre todo en la cabeza.
           
No todo el mundo estaba convencido, claro está, y entre los que aceptaban el hecho histórico de la evolución, algunos, como Henri Bergson en su Evolución Creadora, proponían otro tipo de explicación teleológica de cómo había tenido lugar. En vez de un Diseñador trascendente, proponían una energía o impetus cuasi-inteligente que operara a lo largo de la historia de la vida, dándole su dirección y significado. Aducían que la sola selección natural, basándose como lo hace en el azar debido al material con el que funciona, no podría de ningún modo obtener las estructuras progresivamente intrincadas y admirablemente equilibradas que la historia del mundo vivo presenta.
           
Cuando los defensores de la nueva síntesis, como George G. Simpson y Erns Mayr, rechazan la teleología, es esta forma de explicación intencional la que tienen en mente. Uno puede ver por qué reaccionan tan vehementemente contra ella, dado que pone en cuestión la adecuación de los modelos de explicación darwinianos. De hecho, uno de los postulados esenciales de la Nueva Síntesis Evolutiva es el rechazo de cualquier fuerza interior dinamizante y evolutiva en los seres vivos.
           
Por eso es comprensible que Daniel Dennett sea uno de los críticos  más beligerantes contra esta forma de teleología. Este texto es significativo: «La estima con que se recibe todavía el libro de Teilhard entre los no-científicos, el tono respetuoso en que se alude a sus ideas, es testimonio de la profundidad con que se aborrece la peligrosa idea de Darwin, un aborrecimiento tan grande que excusa toda falta de lógica y tolera cualquier opacidad en lo que se supone es un argumento, si en el fondo promete aliviarnos de la opresión del darwinismo». (Dennett, Darwin’s Dangerous Idea, pp. 320-321. Edición castellana: La peligrosa idea de Darwin ).
           
Parece justo decir que la explicación teleológica de Berson y Teilhard, básicamente idealista, está casi universalmente desestimada entre los científicos evolucionistas. La posibilidad de que una energía «radial» o élan vital de algún tipo sea responsable de al menos parte de los aspectos orientados a un fin de la macroevolución no puede, claro está, excluirse definitivamente. Y la evidente parcialidad de los estudios neodarwinistas se puede emplear fácilmente para establecer los cimientos de esta «herejía», como la llama Dennett.
           
Como escribe McMullin, “Pero mientras pasa el tiempo, la constante extensión de las formas de explicación neo-darwinistas a las montañas de datos que los paleontólogos y los biólogos están acumulando hace que las posibilidades de que prevalezca esta actitud «herética» parezcan aún más remotas. Sin embargo, su atractivo, especialmente para los no-científicos, es indudable. Después de todo, todavía parece contradecir la intuición llana el que las sutilezas de la estructura anatómica y la función en el mundo viviente pudieran deberse enteramente a una selección natural que operase sobre mutaciones desviadoras, da igual lo amplio que sea el lapso de tiempo. Que los científicos evolucionistas no lo ven así es indudable en parte debido a su convicción de que la alternativa teleológica es todavía menos creíble por el reto que ofrece a los métodos comunes de la ciencia empírica”.
 
¿Recuperar el sentido primitivo de la teleología de Aristóteles?
           
Desde el punto de vista de McMullin, la filosofía de la biología puede recuperar algunos de los elementos de Aristóteles. Hay un sentido distinto (o un conjunto de ellos) de lo que se entiende por teleología, que se remonta más a Aristóteles que a Platón.
           
Esto permite a muchos afirmar que la teoría evolucionista es todavía básicamente «teleológica» en su forma. El recurso aquí no lo es a una mente ni a un propósito consciente sino a la función, al papel jugado por la parte en el todo, por ejemplo. El De Partibus Animalium de Aristóteles está plagado de ejemplos de lo que él llama «aquello por cuyo fin»: el hígado es para la mezcla; el tejido adiposo alrededor de los riñones es para producir calor, etc. Este tipo de finalidad lo toma Aristóteles como una característica definitoria de los seres vivos.
           
Una explicación funcional-teleológica, como la podríamos llamar, consta de dos partes. Primero, se deduce la función de la parte (por ejemplo, la digestión de la comida), y luego se colige el sentido de esta función para servir a las necesidades del organismo. El hígado es así necesario para el bienestar del organismo; Aristóteles tiene mucho que decir sobre el tipo de necesidad hipotética que se implica en explicaciones de esta clase.
           
Una forma parecida de explicación teleológica trata los procesos que constituyen el mundo natural. Aristóteles explica estos procesos especificando el término al que tienden regularmente, tomándose este término como una plenificación de la naturaleza implicada, en cierto sentido. La explicación apela aquí al telos en su sentido más literal. Y para Aristóteles se extiende a todos los seres físicos, vivos o no. El fin del movimiento de caída de los cuerpos pesados, por ejemplo, es regresar al lugar natural de esos cuerpos. Cada modo habitual de comportamiento de la naturaleza mantiene ese lugar de la naturaleza en un orden cósmico; es un bien tanto para la naturaleza individual como para ese orden superior.
           
Aristóteles ve en la ontogenia el paradigma de estos procesos dirigidos hacia un fin, en el desarrollo constante de embrión a adulto que se encuentra en todos los seres vivos. La madurez de la forma adulta es evidentemente el objetivo del proceso desde su comienzo. Esta tendencia del proceso natural hacia un fin que es beneficioso para el individuo o la especie, no es un esfuerzo consciente. Se encuentra en elementos como la tierra tanto como en los animales superiores. No hay ninguna sugerencia, en el estudio de Aristóteles, de la intencionalidad que Platón postulaba como explicación de los rastros de forma inteligible en el orden sensible. Las agudas distinciones que Aristóteles ofrece entre vivo y no-vivo, y entre racional y no-racional, dejan bastante claro que el tipo de causa final inmanente que postula como explicación del proceso natural no debe ser interpretada como intencional, aunque algunos críticos lo hayan malinterpretado en este aspecto a partir del siglo XVII.
           
Recurso a función y recurso al telos del proceso natural no son lo mismo, pero están estrechamente relacionados y ninguno implica necesariamente la acción causal de una mente, élan vital o similar. Es a estas formas no-intencionales de teleología que se refieren los filósofos que consideran formalmente teleológica la teoría evolucionista. Wimsatt, por ejemplo (Ver William Wimsatt, Teleology and the Logical Structure of Function Statements en «Studies in the History and Philosophy of Science » 3 (1972) 1-80), sostiene que un rasgo se «selecciona», en el sentido darwiniano, si sirve a una función de la población que se trata. Asimismo, podría aducirse que la operación de la selección natural es «en beneficio de la naturaleza» y, consiguientemente, podría decirse que tiene un telos en el sentido aristotélico. En este punto, el debate se complica bastante y hay que considerar todo tipo de matizaciones.        

Las religiones se enfrentan a la contingencia del universo

Finalidad y contingencia
           
¿Cómo han de relacionarse finalidad y contingencia a nivel cósmico? Los autores más conocidos que tratan la evolución tienden, como hemos visto, a considerarlas antitéticas. Algunos críticos del concepto de finalidad, como Daniel Dennett y Richard Dawkins, no piensan fundamentalmente en el tema de la contingencia cuando rechazan el recurso al Creador como medio de anclar la finalidad del cosmos. Su argumento es más bien que el Creador es una «rueda perezosa». Y el argumento neodarwinista, aliado con el argumento astrofísico dominante en cosmología, no necesita de ningún suplemento, de ningún «gancho celeste «, según la metáfora de Daniel Dennett. (Ver Daniel Dennett, La peligrosa idea de Darwin; Richard Dawkins, El Relojero ciego).

Pero no sólo los biólogos evolucionistas son tan radicales a la hora de oponerse a cualquier atisbo de finalidad. George G. Simpson, por ejemplo, señala: «La adaptación es real, y se logra mediante un proceso progresivo y dirigido. El proceso es completamente natural en su operación. Este proceso natural consigue el aspecto de propósito sin la intervención de nadie que proponga; y ha producido un amplio plan sin la concurrencia de un planeador. Puede que la iniciación del proceso y las leyes físicas bajo las que discurre tuvieran un fin y que este modo mecanicista de realizar un plan sea el instrumento de un Planeador -pero de este problema aún más profundo el científico no puede hablar como científico» [Simpson, This View of Life, p. 212]
           
Simpson no se recata al hablar de «largas y continuas tendencias» que «son instigadas por la selección natural», donde la «selección natural creadora» es «la directora, el factor pseudo-finalista de adaptación»; y advierte, sin embargo, que «no siempre es el factor decisivo en la evolución y nunca actúa solo» [This View of Life, p. 210]
           
De este modo, las tendencias pueden interrumpirse, y de ahí su insistencia (como hemos visto) en que el curso de la evolución no puede preverse cómo va a ser el futuro. Aunque la evolución es «un proceso en gran medida determinista», – según Simpson – los factores que han determinado la aparición de seres humanos son tan ocultos y especiales que si bien «el surgimiento del hombre era inevitable bajo las precisas condiciones de nuestra historia de hecho, esto hace aún más imposible que suceda lo mismo en ninguna otra parte» [This View of Life, p. 268] Una gran parte de estas ideas de Simpson están integradas en el imaginario de la evolución teísta de Simon Conway Morris.
           
Y concluye Simpson que sea en algún sentido lo inevitable que se quiera, ninguna finalidad pudo inmiscuirse: «si la evolución es el plan divino para la creación -una proposición que un científico, como tal, no debería negar ni afirmar- entonces Dios no es finalista» [This View of Life, p. 265].
           
De algún modo hay un plan, pero sin «finalidad». Es lo que hemos llamado “teleonomía”, canalización, constricción de los procesos debido al sometimiento de todos los procesos a las leyes de la física. Pero si en este universo las leyes de la física hubieran sido de otra manera, los procesos se hubieran desarrollado evolutivamente en otra dirección.
 
Gould: la línea que llevó al ser humano es frágil
           
El paleontólogo Stephen Jay Gould (fiel a su credo contingentista) se opondría a este modo de hablar sobre planes y tendencias. Pondría el énfasis en la fragilidad de la línea que conduce evolutivamente a lo humano, un tema en el que él y Simpson estarían de acuerdo.
           
Sus propias simpatías, nos revela Gould, se inclinan por la tentativa de solución que Darwin ofreció en una ocasión, en su correspondencia con Asa Gray, el interlocutor cristiano de Darwin. Este se pregunta cómo resolver el dilema de cómo podía Dios permitir el sufrimiento que se encuentra por todas partes en la naturaleza no humana: tal vez uno pueda sostener que los detalles del obrar de la naturaleza son objeto no de ley sino de azar. En consecuencia, Dios sería responsable de la legalidad, con su sugerencia de finalidad, pero no de los sucesos fortuitos.
           
La llegada del homo sapiens es «un suceso de la evolución terriblemente improbable», subraya Gould. Es un «detalle contingente» de la historia del cosmos, algo que podría muy bien no haber sucedido, algo que por tanto (insinúa Gould) no puede atribuirse a un propósito. No obstante, «todavía podemos esperar finalidad, o al menos neutralidad, del universo en genera» (La Vida maravillosa). Tal vez Simon Conway Morris subrayaría estas afirmaciones.
           
En este punto, McMullin, experto en Galileo, parece encontrar una respuesta a la cuestión de si hay el suficiente condicionamiento físico en el universo que pueda compensar el predominio de la contingencia y así poder sostener algún tipo de defensa de la finalidad al nivel del cosmos. Pero ¿cómo?
           
Para una posible respuesta podríamos volver sobre una objeción interpuesta por Simplicio, el aristotélico, a Salviati, portavoz de Galileo, en el gran Diálogo acerca de los dos grandes sistemas del mundo (1632). Si Copérnico tuviese razón en el movimiento de la tierra alrededor del sol, se debería notar una desviación del paralaje en la posición relativa de las estrellas. Pero no se advierte ninguna. La alternativa es que las estrellas están a una enorme distancia de nosotros. Pero entonces, ¿para qué están estos grandes espacios? ¿No son «superfluos y vanos»? A lo que Salviati responde que Dios bien puede tener en su mente otros planes además del cuidado de la raza humana. Y en cualquier caso: «Es temerario para nuestra debilidad intentar juzgar las razones de los actos de Dios» (Dialogue Concerning Two Chief World Systems, trad. de Stillman Drake, University of California Press, Berkeley 1953, pp. 367-368).
 
El universo inhumano
           
Pero supongamos que nos planteamos de nuevo esta objeción de Galileo hoy día. Nuestro universo, como sabemos ahora, es mucho más extenso que lo que Copérnico pudo soñar jamás; el espacio y el tiempo escapan a los límites de la imaginación humana. ¿Qué sentido tiene ese despilfarro de espacio? ¿Tiene sentido un universo inhumano? ¿No implica esto una dificultad para el teísta? Tal vez no.
           
¿Acaso no puede decirse que estos grandes espacios poblados por miles de millones de galaxias que se han desarrollado a lo largo de miles de millones de años pueden haber sido necesarias para que, de una forma natural, el cosmos produjera en algún lugar vida humana, una o múltiples veces? La contingencia de una sola línea evolutiva podría así superarse por la inmensidad de la escala cósmica.
           
Los biólogos evolucionistas están divididos, como hemos visto, sobre si, sobre una base evolucionista, una vida considerada humana en sentido amplio debería surgir en algún lugar de ese sinnúmero de sistemas planetarios. Pero, suponiendo por el momento una respuesta afirmativa a esta pregunta, el enorme espacio de las posibilidades evolutivas haría entonces posible mantener que podría haber aquí una finalidad cósmica por parte de un Creador, una finalidad que no sería suprimida por la contingencia de líneas evolutivas particulares.
           
En opinión de McMullin, si se concibe a Dios como un Creador sujeto a la temporalidad y cuyo conocimiento del futuro depende de su conocimiento del presente, este modo de entender la contingencia para alcanzar un fin lejano sería apropiado. Por supuesto, ello presupone que la vida humana surgiría inevitablemente en un universo de este tipo general, si es suficientemente antiguo y extenso. Y esto, objetarían algunos teístas, como Simon Conway Morris, no lo sabemos.
           
Puede muy bien haber pasos en el proceso que requerirían algún tipo de acción «especial» de Dios para que puedan tener lugar. En un reciente ensayo, Peter van Inwagen (The Place of Chance in a World Sustained by God, en T.V. Morris (ed.), Divine and Human Action, Cornell University Press, Ithaca 1988, p. 225) observa: «Puesto que el mundo físico parece ser indeterminista, es plausible suponer que hay muchos estados de cosas que no forman parte del plan divino y que, además, no pueden rastrearse hasta las decisiones libres de seres creados. Dudo mucho que cuando el universo tenía, digamos, 10-45 segundos de edad, fuese inevitable que la tierra, o tan siquiera la galaxia de la Vía Láctea, existiese. Por consiguiente, estos objetos, tan importantes desde el punto de vista humano, no son parte del plan de Dios, o al menos no lo son a no ser que su origen se deba a una intervención milagrosa de Dios en el curso del desarrollo del mundo físico, en un estadio relativamente tardío. No veo razón como teísta, e incluso como cristiano, para creer que la existencia de seres humanos es parte del plan de Dios» (el subrayado es nuestro).

Las religiones se enfrentan a la contingencia del universo

Dios tiene un plan
           
McMullin comenta que “Dándose cuenta de que esta insinuación puede probablemente perturbar al cristiano medio, van Inwagen añade un matiz significativo: «estoy seguro de que la existencia de animales hechos a imagen de Dios -esto es, animales racionales que tienen libre albedrío y capacidad de amar- es una parte del plan de Dios». Aunque no ve «razón para creer», sobre bases teológicas, que Dios tuviese en su plan esta particular raza de seres humanos, sobre la misma base está seguro de que alguna raza de tipo humano estaba en el plan de Dios”.
           
A primera vista, podría parecer que la distinción que hace aquí van Inwagen es la misma que he discutido: la contingencia de la línea evolutiva particular que conduce a la humanidad está en contraste con la inevitabilidad de encontrar seres de tipo humano en algún lugar de un universo tan vasto. Pero, de hecho, éste no es el fundamento de la distinción que tiene en mente. Desde luego, rechaza la insinuación de que en un universo tan extenso dichos seres debieran aparecer. En cambio, sugiere que para Dios es suficiente apuntar al fin general de traer vida en algún lugar del universo, mientras que la aparición de esta raza particular, al no ser «físicamente inevitable», no se debe considerar necesariamente parte del plan divino. Pensamos que Simon Conway Morris podría suscribir estas afirmaciones como evolucionista teísta.
           
Pero ¿cómo explicar este plan de Dios sin caer en el Diseño Inteligente? ¿Cómo armonizar la aparición del ser humano en el mundo con los datos de las ciencias? En este punto encontramos tres posturas que intentan responder a estas cuestiones.
 
1) Van Inwagen y “lo milagroso”
           
Van Inwagen se toma la contingencia muy en serio como signo negativo para atribuir algún rasgo del universo al plan divino. (Nótese el «por consiguiente» a mitad del pasaje citado). Como los biólogos evolucionistas, que consideran la contingencia de la línea humana un obstáculo para describir la aparición de la humanidad como consecuencia de un propósito, intenta buscar una respuesta. Pero él sugiere un modo como esta contingencia puede ser, digamos, trascendida, un modo que no depende de la escala cósmica. Desde su punto de vista, Dios puede intervenir milagrosamente en el proceso causal para asegurar un particular efecto, en cuyo caso el efecto, a pesar de la apariencia de contingencia desde el punto de vista científico, sería aún resultado de un plan, el de Dios.
           
Van Inwagen emplea el término «milagroso» en un sentido más amplio que el habitual para incluir, por ejemplo, secuencias físicas que serían imperceptibles para nosotros. Y nos advierte contra la aceptación del término «intervenir» para sugerir que Dios sea en algún sentido exterior al proceso; nosotros sencillamente carecemos de una palabra para significar una acción «especial» de Dios para producir un efecto fuera del curso ordinario de la naturaleza.
           
Si Dios fuese a «intervenir» en una secuencia causal, tendría que ser, claro está, en una secuencia particular. De modo que (como van Inwagen supone) si hay razones para pensar que Dios intervino para suplementar el proceso evolutivo que conduciría a la aparición de la raza humana sobre la Tierra, habrá también razones para pensar que la existencia de seres humanos en la Tierra es parte del plan de Dios. (Ver su Doubts about Darwinism, en J. Buell y V. Hearne (eds.),Darwinism: Science or Philosophy, Foundation for Thought and Ethics, Richardson TX, 1996, 177-191).
           
Por tanto, hay aquí una respuesta a cómo la contingencia del proceso evolutivo que conduce a la aparición de la humanidad podría reconciliarse con la afirmación de que el surgimiento del hombre sobre la Tierra es, no obstante, parte del plan divino para el cosmos.
           
2) Alvin Plantinga y la “creación especial” de Dios
           
Una opinión mucho más matizada sería la de Alvin Plantinga, que defiende la insuficiencia de la actual teoría de la evolución para dar razón de varios estadios en el desarrollo de la vida, empezando con la aparición de la primera célula viva, y la consiguientemente mayor verosimilitud, desde el punto de vista cristiano, de una «creación especial» por parte de Dios en algunos pasos cruciales a lo largo del camino. (Ver Alvin Plantinga, When Faith and Reason Clash: Evolution and the Bible, en «Christian Scholar’s Review» 21 (1991) 8-32. Dos respuestas críticas a este ensayo aparecen en el mismo número de la revista: Howard J. Van Till, When Faith and Reason Cooperate, pp. 33-45; Ernan McMullin,Plantinga’s Defense of Special Creation, pp. 55-79. Plantinga, a su vez, les contesta: Evolution, Neutrality, and Antecedent Probability, pp. 80-109. Un comentario más: Ernan McMullin, Evolution and Special Creation, «Zygon » 28 (1993) 299-335).
 
3) John Polkinghorne y el atajo cuántico
           
Y la tercera perspectiva sería la de John Polkinghorne. Este encuentra en la teoría del caos y en la teoría cuántica la garantía de una «holgura» en los procesos físicos que quedaría excluida en la visión newtoniana del mundo.
           
Esto le lleva a sugerir que Dios puede operar en los «agujeros» ontológicos así propiciados, comunicando cierta información sin alterar la cantidad de energía. De este modo, Dios podría realizar los fines de la Providencia sin necesidad de milagros, en el sentido de un desvío observable respecto del orden normal de la naturaleza (Ver John Polkinghorne, Science and Providence: God’s Interaction with the World, Shambhala, Boston 1989. Para una evaluación crítica de su propuesta, ver Steven CRAIN,Divine Action and Indeterminism: On Models of Divine Agency that Exploit the New Physics, tesis doctoral, Ann Arbor Microfilms, Ann Arbor 1993).
 
Estos tres tratamientos de la acción divina en el proceso cósmico y su relación con el origen humano muestran la diversidad en la comprensión del evolucionismo teísta. Están en un desacuerdo fundamental, particularmente al considerar el papel que ha de jugar la ciencia natural en la iluminación del curso de ese proceso. Pero están implícitamente de acuerdo en atribuir la finalidad a nivel cósmico a una acción «especial» de algún tipo por parte del Creador dentro del proceso cósmico.
           
Según McMullin, “No voy a discutir aquí los méritos o deméritos de estas opiniones. En cambio, propongo examinar un modo alternativo de tratar el reto que ofrece la contingencia a nuestras irremediablemente terrenas nociones de un Creador como Ser cuya acción está guiada por «propósitos» y que «hace planes». ¿No podría ser el azar un modo como hace Dios que sucedan las cosas? ¿Impide la contingencia que exista un plan por parte de un agente que no necesita basarse en un conocimiento del presente para planear consecuencias futuras?”
 
Eternidad y teleología: Dios fuera del espacio-tiempo
           
Tal vez la respuesta a estas cuestiones pueda encontrarse al reflexionar           sobre una cuestión muy complicada: la comprensión del Dios fuera del espacio-tiempo. En las discusiones anteriores, hemos aceptado algunos simples y probablemente plausibles presupuestos sobre la relación entre tiempo y teleología. Pero ¿qué pasaría si los cuestionásemos? ¿Y si el Creador permaneciese absolutamente fuera del proceso temporal?
           
Esta, después de todo, ha sido la perspectiva dominante sobre la creación en la tradición cristiana desde los días de San Agustín. Es cierto que se ha cuestionado en tiempos más recientes, pero conserva gran predicamento entre los teólogos cristianos. ¿Cambiaría algo esta perspectiva en nuestro tratamiento del significado de la secuencia evolutiva?
           
San Agustín vio a Dios no como un demiurgo que diese forma a una materia que existía independientemente ni como Primer Motor responsable de los movimientos de un mundo cuyas naturalezas no eran creación suya, sino como un Creador en sentido pleno, un Ser del que procede la existencia de todo. Este Ser no puede obrar bajo condicionamientos, como el de los filósofos griegos. La temporalidad es la primera y más obvia condición del mundo creado, un signo de su estatuto dependiente. Un ser temporal existe sólo en el presente, sin acceso seguro a su pasado ni su futuro. Su pasado ya no es; su futuro no es todavía. De modo que aunque tanto el pasado como el futuro sean de alguna manera constitutivos de lo que ese ser es, en un sentido real no existen. Este ser es evidentemente carente, incompleto.
           
El Creador del que depende el universo para su existencia no puede estar limitado de este modo. El tiempo es una condición de la criatura, un signo de dependencia. Es creado con la criatura misma; al traer al ser un mundo cambiante, Dios trae al ser el tiempo, la condición del cambio. El acto de creación es único, y en él lo que es pasado, presente o futuro desde la perspectiva de la criatura proviene como una sola totalidad del Creador. Cómo relacionar la temporalidad de la criatura con la eternidad de Dios sin hacer la temporalidad irreal (al asumir que el futuro existe ya) ni volver a Dios cuasi-temporal ha sido un reto para los filósofos, desde Santo Tomás hasta hoy.
           
Dios no es parte de la secuencia temporal que el acto de creación pone en el ser; Dios no es una cosa temporal más entre las cosas temporales. El Creador está «fuera» del tiempo creado, aunque la metáfora sea imperfecta. Llamar «eterno» a Dios no es un modo de decir que Dios es sin principio ni fin, como el universo de Aristóteles. «Eterno» no significa duración sin fin; significa que las nociones temporales sencillamente no se aplican al Creador en cuanto tal. Tampoco significa «estático», como pensaban los críticos del siglo XIX. En una famosa expresión, Boecio lo dijo en términos lapidarios: «la eternidad es la completa, simultánea y perfecta posesión de vida sin límites”. La vida de Dios trasciende la especie de dispersión que es la primera característica de la criatura, no está sujeta a la división que el paso del tiempo requeriría.
           
Creación y conservación se funden en esta perspectiva, como lo hacen también inmanencia y trascendencia. La creación fue no sólo un momento de originación del cosmos hace mucho tiempo, aunque a veces hablemos de él así dado que el primer momento parece apelar especialmente a una causa trascendente. La creación continúa en todo momento, y a cada momento tiene la misma relación de dependencia respecto del Creador. Dios trasciende al mundo; el Ser Divino no depende en absoluto del mundo para existir ni lo requiere como complemento.
           
Pero el Creador es también inmanente en todo ser y en todo momento, manteniéndolo en el ser. Dios conoce el mundo en el acto mismo de crearlo, y por tanto conoce el pasado, el presente y el futuro cósmicos en un saber único e inmediato. Aquinate acomete una defensa formal de la tesis de que Dios conoce los futuros contingentes (Summa Theologica, I, q. 14, a. 13).
           
El debate sobre el modo como conoce Dios los futuros contingentes se intensificó después de la época de Santo Tomás, particularmente sobre el punto de cómo podría reconciliarse con la realidad de la libertad de arbitrio humana. Llegó a su cima con la famosa controversia «de auxiliis«, al final del siglo XVI, entre los dominicos, defensores de Báñez, y los jesuitas, defensores de Molina. (Para un estudio de las sutilezas a que dio lugar esta prolongada discusión, ver William Lane Craig, The Problem of Divine Foreknowledge and Future Contingents from Aristotle to Suarez, Brill, Leiden 1988).
           
Dios conoce el pasado y el futuro de cada criatura, no de memoria ni por predicción, como lo haría otra criatura, sino del mismo modo directo como conoce el presente de la criatura. Cuando hablamos de la «presciencia» de Dios, el futuro «pre» se refiere a nuestro marco de criaturas, dentro del cual las distinciones entre presente, pasado y futuro son reales. Del lado de Dios, sin embargo, sólo hay conocimiento, el conocimiento propio de un hacedor que no está limitado por estas distinciones.
 
Conclusión
           
Las últimas páginas del ensayo de McMullin resumen el estado de la cuestión y pueden ser el marco para entender el evolucionismo teísta de Simon Conway Morris.
           
¿Cómo armonizar la contingencia de los científicos con el finalismo de los filósofos? ¿Existen puentes ente ambas cosas? ¿Cómo se compagina la aparente contingencia de la línea evolutiva que conduce al Homo sapiens con la idea de que el acto de creación es una acción única y atemporal por parte de Dios? Desde la perspectiva de la doctrina tradicional sobre la eternidad de Dios, tanto los evolucionistas teístas que han supuesto que los fines del Creador pueden realizarse sólo con arreglo a leyes y de modo más o menos predecible (tal como supone Simon Conway Morris), como los que, al contrario (como Stephen Jay Gould), deducen de la contingencia del proceso evolutivo la falta de finalidad y sentido del universo en general, están equivocados.
           
Posiblemente, nuestras nociones de teleología, finalidad y plan están condicionadas por la temporalidad del mundo, en el que los planes se desarrollan gradualmente y los procesos llegan a término ordenadamente. Un Creador que ponga todo en el ser en un solo acto del que brota la totalidad del proceso temporal no se basa en la regularidad del proceso para conocer la futura condición de la criatura o para alcanzar sus fines.
           
El conocimiento de Dios de cómo se desarrollará una situación más tarde no es discursivo; Dios no infiere desde un conocimiento previo de cómo se desarrollan habitualmente las situaciones de ese tipo. No importa, por tanto, si la aparición del Homo sapiens es el resultado inevitable de un proceso constante de complejificación que se extiende a lo largo de miles de millones de años, o si por el contrario surge por medio de una serie de coincidencias que lo harían completamente impredecible desde el punto de vista causal humano. De cualquiera de las dos formas, el resultado es obra de Dios, y desde el punto de vista bíblico podría muy bien decirse que es parte del plan de Dios.
           
La referencia a una «finalidad cósmica» no implica designio en el sentido tradicional. Esto es, no señala los pormenores del proceso o el resultado que requieren específicamente la intervención de una mente. No hay nada en el proceso evolutivo en sí mismo que le pueda llevar a uno a reconocer en él la acción deliberada de un Planeador. No parece el tipo de proceso que diseñadores humanos emplearían para alcanzar sus fines. Cuando los críticos de la idea cristiana de la historia del cosmos concluyen, en consecuencia, que vivimos en un universo carente de finalidad, lo que están señalando es esta ausencia de un designio reconocible independientemente.
           
Pero el Creador no es un diseñador en este sentido temporal. Y la contingencia o no de la secuencia evolutiva no afecta a si el universo creado incluye finalidad o no. Afirmar la realidad de la finalidad del cosmos en este contexto supone que el universo depende para su existencia de un Creador omnisciente.         Relacionar plan y Providencia de este modo da lugar a muchas otras preguntas, por supuesto. Uno tendría que distinguir en particular entre que Dios permita y que pretenda que algo ocurra. Pero las respuestas a estas preguntas, importantes e incluso cruciales como son, no afectan al argumento de este ensayo: que si uno mantiene la antigua doctrina de la eternidad de Dios, la contingencia del proceso evolutivo que conduce a la aparición del homo sapiens no afecta a la creencia cristiana en un destino especial para la humanidad.

 
Leandro Sequeiros, Catedrático de Paleontología, Miembro del Consejo Académico de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión, coeditor de Tendencias21de las Religiones.

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