Francisco Mora es doctor en Medicina por la Universidad de Granada y en Neurociencias por Universidad de Oxford, catedrático de Fisiología Humana de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, y de Fisiología Molecular y Biofísica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Iowa, en Estados Unidos. Ha escrito más de cuatrocientos trabajos y comunicaciones científicas en el campo de la neurobiología y cincuenta libros, entre ellos, el Diccionario de Neurociencia y Neurocultura.
¿En este momento, qué sabemos del cerebro? ¿Y qué nos queda por saber?
Lo que sabemos del cerebro es lo que yo he querido expresar en el libro ¿Cómo funciona el cerebro? La gente, de alguna manera, todavía sigue hablando del cerebro como un computador. Es decir, una máquina que recibe información, la procesa, y la almacena o no, en función de la respuesta que va a emitir. La cuestión está en que los ordenadores son máquinas construidas por el hombre. Yo no quiero llamar ‘máquina’ al cerebro humano, porque el concepto de máquina es absolutamente diferente y, cuando utilizas el mismo término, inmediatamente se le une ese concepto, lo que es erróneo. El cerebro es un órgano que se ha construido a lo largo de quinientos millones de años de azar y reajustes, y no una máquina como las que el hombre ha construido a lo largo de los últimos cincuenta años. ¿Cuál es la esencia de esa distinción? La esencia es el constante dialogo que existe entre cada uno de los componentes de ese cerebro, es decir, las neuronas. Cada neurona se comunica con otras, en un proceso constante y enorme de tráfico. Se trata de un proceso complejo que no puede realizar ningún ordenador. El cerebro contiene unos cien mil millones de neuronas, sin contar otras células importantes en la comunicación, como son los astrocitos. Esos cien mil millones están en constante ‘conversación’.
¿Se puede inferir que la capacidad que tiene el cerebro es ilimitada?
No, porque si decimos eso, vamos a acabar con el tópico de que el aprender no ocupa lugar. Eso es un neuromito, y hay que acabar con ellos. El aprender ocupa lugar y tiempo. El aprendizaje es un proceso que ocurre en el cerebro. Intervienen muchas áreas pero, finalmente, se deposita en una región que denominamos hipocampo, al menos para las memorias que llamamos conscientes o explícitas. Y el aprendizaje y la memoria significan, en última instancia, cambiar el cerebro. Y hablo de física y química, de conexiones. Las sinapsis cambian con el proceso de aprendizaje. ¿Qué quiere decir que he aprendido algo? En esencia, que he cambiado mi cerebro. Y de ahí se llega a lo que muchas veces se ha pensado que eran expresiones filosóficas. Y es que no podemos conocernos a nosotros mismos, porque nuestro cerebro está constantemente cambiando. Somos alguien nuevo cada día. Nosotros no somos, y lo sabemos, el niño que fuimos cuando teníamos quince años. No somos el mismo que hace diez años, ni tan siquiera que hace tres años. Hemos cambiado. Como el río de Heráclito. Jamás es el mismo río. Y eso es importante saberlo. Lo que sin embargo, sí podemos hacer -y fíjese usted, también es filosofía-, es llegar, de alguna manera, a construirnos a nosotros mismos. El ser humano es espejo y creador de todo lo que le rodea, incluido él mismo. ¿Por qué? Porque podemos orientar la información de ese aprendizaje y de la memoria, en la dirección que, de alguna manera, nos gustaría que llevara.
Y todo esto forma parte de lo que yo entiendo por neuroeducación. El día en que lleguemos a conocer de verdad cómo hay que enseñar, la perspectiva de la docencia en las guarderías, en los colegios y en la Universidad, e incluso en la misma sociedad, cambiará de una manera radical. En definitiva, el ser humano es espejo y creador de todo lo que le rodea, incluido él mismo.
Parece que la tradicional y artificial división entre ciencias y humanidades no va con la evolución de los actuales conocimientos. ¿Cuál es su opinión sobre ello?
Mi opinión es que conocer cómo funciona el cerebro nos llevará a una convergencia de esas dos grandes áreas del saber. De ahí nace la neurocultura. Precisamente yo defino la neurocultura como un reencuentro entre la neurociencia, que es el conjunto de conocimientos sobre cómo funciona el cerebro, y los productos de ese funcionamiento que es el pensamiento, los sentimientos y la conducta humana. Esto, en esencia, también quiere decir una reevaluación lenta de las humanidades. O también, si se quiere, un reencuentro, esta vez real y crítico, entre ciencias y humanidades.
Usted se basa mucho, en sus escritos y libros, en la teoría de la evolución. Sin embargo, ha habido un cierto revisionismo de esa teoría.
Revisionismo sí, pero la esencia de la teoría no es discutida. Azar y necesidad. Por un lado, mutación genética no programada, sino azarosa. Por otro lado, ese determinante poderoso, que es el medio ambiente, donde se produce esa mutación. Y este último es el que determina si las mutaciones ocurridas tienen un valor de supervivencia o no. Ésa es la esencia. Hoy, además, hay un actor nuevo en esta película: la epigenética. ¿Cómo no discutir sobre ella, si nos está hablando de una evolución casi lamarckiana? Lo cierto es que mucho de lo que usted haga en su vida, como es fumar o tomar drogas, o llevar una vida estresante, así como los estilos de vida en general que lleven los individuos, pueden cambiar el genoma a nivel “funcional”, y esto ser transmisible a sus hijos, o nietos, o incluso biznietos.
Entonces, ¿muchas cosas de las que hagamos en nuestras vidas pueden repercutir potencialmente en nuestra herencia genética?
Sin duda, aun cuando de modo reversible. La epigenética es un área de conocimiento relativamente nueva. ¿Qué significa “reversible”? Desde luego, con nuevos fármacos se puede desmetilar lo que se ha metilado. Pero son aspectos que chocan en esa dimensión, que antes creíamos imposible, de que ciertos caracteres pueden ser heredables.
Usted es especialista en envejecimiento cerebral y éste, claramente, consiste en un deterioro de las funciones. ¿Se podría retrasar el envejecimiento y, si es así, ¿estamos abocados, de alguna manera, a un mundo de ancianos?
El envejecimiento del cerebro es un proceso fisiológico que se puede cursar sin enfermedades. Se puede envejecer “con éxito”, como decimos los especialistas, es decir, de manera activa, productiva, llena de emoción y saludable. Y eso tiene que ver con la pregunta sobre si se puede retrasar el proceso de envejecimiento. La respuesta es sí. Nuestro envejecimiento, el envejecimiento humano, es dependiente en relativa medida de los genes que heredamos (en un 25 por ciento, es decir, los padres longevos pueden tener hijos longevos), y mucho más de los estilos de vida que desarrollamos (en un 75 por ciento). Ya hablamos en otra ocasión sobre las doce claves que he propuesto como camino para ralentizar el envejecimiento del cerebro. A ellas me remito.
Y con respecto a la última cuestión, sí creo que estamos abocados, en el futuro, a vivir con gentes mayores y longevas. Pero también espero y confío en que sean gentes activas y sanas, capaces de alcanzar edades provectas sirviendo a la sociedad. Digo bien lo de “ayudar a la sociedad”, aun cuando no me refiero con ello a que cumplan en puestos ejecutivos de ningún tipo, sino ayudando activamente a los demás en las muchas y múltiples tareas que podrían cumplir, en una sociedad tan necesitada de gentes que devuelvan en tiempo y agradecimiento lo que tal vez hayan recibido antes de esa misma sociedad. Todas estas ideas las he desarrollado lenta y reposadamente en el libro El sueño de la inmortalidad. Envejecimiento cerebral, dogmas y esperanzas, que quizá interese a algunos de los lectores.
Esta entrevista se publicó originalmente en la OTRI de la UCM. Se reproduce con autorización
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