Cuando el cine se ha acercado a la filosofía los resultados no han solido ser demasiado positivos ni para el cine ni para la filosofía; o bien el cine pierde su elemento narrativo-imaginativo y traiciona su propia contextura, o bien la filosofía se convierte en una mera excusa para el guionista.
El cine-filosófico acaba por no ser ni cine ni filosófico. Una forma de salvar las dificultades, e introducir la filosofía en el universo cinematográfico, es a través de las biografías de los filósofos, pero los resultados tampoco son demasiado interesantes en la medida en que las vidas de los filósofos no suelen ser excesivamente “ejemplares”, y cuando son interesantes y merecen ser llevadas a la gran pantalla queda en un segundo plano su propia filosofía.
El reto es cómo plasmar una reflexión filosófica en el cine, y que siga siendo cine, buen cine si es posible. Esto es precisamente lo que sucede con la película Hannah Arendt (M. von Trotta, 2012). Es una película capaz de plasmar la reflexión filosófica, en concreto es capaz de hacernos pensar lo que la propia Hannah Arendt quería pensar y comprender, a partir de sus palabras, de su mirada, de su acción.
Margaret von Trotta es una directora que se ha especializado en el retrato de personajes femeninos y en esta ocasión se centra en Hannah Arendt, probablemente la creadora del pensamiento político más original del siglo XX. Muy consciente de las dificultades de llevar a la gran pantalla la biografía de Hannah Arendt, que tienen que ver con las reglas del propio medio cinematográfico y el propio género biográfico, se va a contentar con presentarnos un momento, una etapa, en la vida de Arendt, y haciendo esto no pierde en intensidad, al contrario, gana en fuerza y produce una buena película.
Lo que pierde en extensión biográfica lo gana en intensidad dramática y reflexiva. La película no nos narra sucesos que pueden ser más o menos interesantes, sino acontecimientos que le obligan a Arendt a pensar, y a nosotros –espectadores– con ella. La película busca, nada más y nada menos, ofrecernos una imagen del pensamiento, una forma de pensar. ¿Qué es pensar? ¿Qué significa pensar? Para Arendt pensar es comprender y es un intento de acercarse al mundo, de responsabilizarse del mundo; es amor al mundo (amor mundi). Veámoslo brevemente.
Una filósofa convertida en reportera
La película nos lanza desde el comienzo a vivir los acontecimientos tal y como la propia protagonista los vivió. Estamos a comienzos de los años sesenta del siglo XX. Arendt es una importante filósofa, exiliada judía en el periodo de persecución nazi, y residente ahora en Estados Unidos, en Nueva York.
Muy conocida en los medios intelectuales y políticos americanos porque ha publicado hace unos años el magnífico libro Los orígenes del totalitarismo (1951), donde analiza el fenómeno totalitario. Ahora se enfrentará al “caso Eichmann”.
Adolf Eichmann fue teniente-coronel de las SS y encargado de poner los medios para que se llevara a cabo la “solución final”; él fue precisamente el secretario de la conferencia de Wannsee, en la que en enero de 1942 se decidieron una serie de medidas para acabar con “el problema judío”; fue nombrado “especialista” en la cuestión judía. Detenido en 1960 por el servicio secreto israelí, fue juzgado al año siguiente y condenado a muerte.
Los periódicos más importantes del momento mandaron a sus mejores periodistas a cubrir el evento; Hannah Arendt fue enviada por The New Yorker, como reportera, como pensadora y como judía. Describe en los cinco artículos que publicará el periódico (y posteriormente recogidos en un libro: Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, 1963) lo que ve y oye en el juicio.
Su descripción provocó un enorme escándalo e indignación. Lo único que hace, nos dice, es poner juntos dos datos que está observando; por un lado, los hechos de que se acusaba a Eichmann –la muerte de seis millones de personas– y, por otro, la personalidad y carácter de Eichmann, que ella veía como un hombre mediocre, común, sin nada especial, que se limitaba a obedecer órdenes.
Asistimos al juicio de Eichmann a través de los ojos de Hannah Arendt, y vivimos sus mismas luchas, su complejidad, sus miedos, su vulnerabilidad y, sobre todo, su coraje. Su informe sobre el juicio no será bien recibido, sobre todo por los judíos que creían que estaba “perdonando” a Eichmann y al nazismo, y acusando al propio pueblo judío de colaborar con las autoridades nazis. Muchos amigos romperán con ella, casi perderá el trabajo y, pese a todo, seguirá expresando sus ideas, pues lo único que quiere es “intentar comprender”. Hasta aquí la historia, la trama; pero la película nos dice más, nos muestra más.
"Espantosas marionetas con rostros humanos”
La aportación de la película, y la aportación de Arendt al pensamiento ético y político, se puede comprender mejor si recordamos brevemente quién es la mujer, la filósofa, la pensadora política que ha sido enviada al juicio de Eichmann.
Ha publicado una gran obra sobre el totalitarismo en los años cincuenta, y se ha atrevido a decir algo que para nosotros es “obvio”, pero que en su momento fue muy criticado y le valió ser calificada de conservadora y reaccionaria: el sistema comunista también es un sistema totalitario; el fascismo-nazismo fue totalitario, pero también el comunismo (Stalin). Sectores progresistas rechazaron esta tesis.
Por otro lado, también cuestionó la distinción liberal que veía la democracia (liberal) como único recurso frente al autoritarismo y al sistema totalitario; para ella el sistema totalitario ?mejor llamarlo fenómeno totalitario—, no se da sólo en los sistemas autoritarios, sino también en las democracias, pues el totalitarismo no es una categoría política sino más bien antropológica y ética. La propia democracia también puede engendrar el fenómeno totalitario, actitudes y comportamientos totalitarios.
El sistema totalitario es aquel que elimina la libertad, para lo cual lo que hace es destruir el espacio público, y de esta manera aísla a las personas y mina su capacidad política, anulando también la vida privada.
Esta forma política ha sido posible en el mundo contemporáneo gracias al desarrollo de un importante aparato burocrático cuyo único fin es la eficiencia y donde los individuos quedan reducidos a piezas de un engranaje, a partes de un todo que es más importante que ellos mismos. Los individuos, por tanto, son reemplazables y sustituibles; en el sistema totalitario las personas se han convertido en superfluas.
Arendt adopta un punto de vista descriptivo con respecto al fenómeno totalitario. Simplemente se trata de mostrar este fenómeno, describir cómo ha nacido y el tipo de mundo y de personas que produce. La obra posterior de Arendt, sobre todo La condición humana (1958), es una reacción moral y reflexiva a este tipo de mundo.
Podemos decir que lo que le va a interesar a Arendt en esta obra es mostrar las condiciones para que el universo totalitario no sea posible, es decir, que los hombres no sean superfluos; es una obra de resistencia frente al fenómeno totalitario que adopta muchos rostros. Uno de esos rostros es precisamente el de Eichmann. Y a él nos lleva la película.
Eichmann y la banalidad del mal
La película recoge básicamente el juico de Eichmann. Arendt acude a él con una determinada idea, sin embargo al asistir al juicio su idea cambiará. A propósito de lo que ve y oye acuñará la expresión “banalidad del mal”. No quiere construir ninguna doctrina ni gran teoría, sino tan sólo describir lo que tiene delante, simplemente quiere elaborar un “informe”. Pero, ¿qué es la banalidad del mal? Es una expresión difícil y que ha sido, y sigue siendo, mal interpretada.
Con ella no quiere desdramatizar el holocausto ni tampoco des-responsabilizar a los acusados, tan sólo poner en relación dos hechos, dos datos: un acontecimiento terrible como es la muerte de seis millones de judíos y la personalidad de Eichmann. Está siendo juzgado por la muerte de seis millones de personas; y es Eichmann, una persona concreta, quien está siendo juzgado, y no el antisemitismo ni tampoco el régimen nazi.
Nos esperaríamos, comenta Arendt, un ser monstruoso, depravado, maquiavélico, es decir, la personalización del mal, y lo que nos encontramos es un hombre ordinario, corriente, un funcionario que se limitaba a cumplir órdenes. Arendt capta la desproporción entre el acto y el actor, entre el mal cometido (mal radical, mal extremo) y la persona que lo comete. Esperábamos un monstruo inhumano, y lo que nos encontramos es un hombre normal, obediente, cumplidor, un “buen padre de familia” incluso; respetuoso con las leyes, que se limita a cumplir órdenes y a obedecer.
En el juicio se nos presenta también como buen conocedor de grandes principios morales (¡hasta conocía el imperativo categórico kantiano!). El hecho de que el mayor mal (holocausto) pueda ser posible por personas normales, comunes, ordinarias, es lo que denomina Arendt “banalidad del mal”; no es un concepto, ni una teoría, solo una descripción de que la aparición del mayor mal puede darse de una forma normal, corriente, desdramatizada, banalmente. Al hablar de banalidad no está calificando el mal, al que caracteriza por otra parte como “radical” y “extremo”, sino la forma en que aparece en nuestra época.
Esta descripción, y esta tesis, le lleva a enfrentarse con sus amigos; en la película se recoge específicamente la relación con dos de ellos: Kurt Blumenfeld y Hans Jonas. La relación con el primero recuerda a la que se puede tener con un hermano mayor o con un padre. La relación es de absoluta confianza, con él y con toda su familia. La película recoge las diferentes opiniones que tienen ambos sobre Eichmann; y pese a las diferencias comentan que siempre acaban “haciendo las paces”, pero no será así en esta ocasión; según expresa Blumenfeld “esta vez, Hannah, has ido demasiado lejos”.
La relación con Jonas es distinta; Hans Jonas, como ella, fue un discípulo de Heidegger, pero al que le negó la palabra y cualquier consideración tras su implicación en el nazismo en 1933. En la película se refleja muy bien ese rechazo a Heidegger. En un determinado momento el marido de Arendt comenta que tanto él, Jonas, como su esposa, han sido alumnos de Heidegger, y muy serio y ofendido le dice: “Le rogaría que no pronunciara mi nombre junto al de Heidegger”.
Sionista convencido piensa que Hannah Arendt se ha equivocado radicalmente y ofende al judaísmo; el momento de ruptura es recogido magistralmente en la película: en un determinado momento dice “no quiero volver a saber nada más de la alumna preferida de Heidegger”.
Esta reacción de los amigos judíos de Arendt y de toda la comunidad judía, hasta el punto que Arendt fue llamada la “judía antisemita”, se acrecentó porque además de la tesis de la banalidad del mal, afirmó la connivencia de algunas autoridades judías en el proceso del holocausto; Arendt señaló la colaboración de los consejos judíos (Judenräte) con las autoridades nazis.
Pero tanto en los artículos, en el libro, y lo vemos en la película, ella no quiere decir nada que no apareciera en el juicio; y es el propio Eichmann el que señala que sin esa ayuda no habría sido posible localizar a un número tan alto de judíos de una forma tan precisa; el espionaje nazi era bueno, pero no tanto, ironizó Eichmann.
De alguna manera se comportaron como el propio Eichmann e hicieron aquello que “debían” hacer, que les obligaron a hacer, y obedecieron. Quizás entre el acto heroico de la resistencia y la connivencia con las autoridades nazis se podría haber encontrado algún curso de acción intermedio; esta es la crítica que se refleja en el análisis arendtiano.
Hasta aquí la descripción: la banalidad del mal, es decir, el mayor mal es cometido por un “cualquiera”, no por un monstruo, y podríamos ser cualquiera de nosotros. Pero, ¿cuál es el diagnóstico? ¿Por qué se ha producido este fenómeno, la aparición de un tipo de persona como Eichmann? La respuesta es sencilla –pero de profundas consecuencias–: por la ausencia de pensamiento.
Reivindicación del pensamiento y la responsabilidad
Eichmann no es ningún monstruo, tampoco es una persona estúpida. Lo que caracteriza su personalidad, en el análisis de Arendt, es su ausencia de pensamiento; muestra un “eclipse del juicio”. En el juicio interviene normalmente con frases hechas, repitiendo tópicos y clichés; no hay argumentación, ni análisis, ni reflexión.
En este punto es muy interesante la distinción que nos plantea la película entre dos nociones de pensamiento, una referida a Heidegger y otra defendida por la propia Arendt. En varios momentos de la película se recuerda lo que era pensar para Heidegger; básicamente un meditar, un rememorar, pero desvinculado del mundo y de la acción.
Y frente a esta concepción del pensar la propuesta arendtiana entiende el pensar como vinculación al mundo, como un saber práctico, un saber que busca una forma de habitar en él. De esta manera, la película intenta ofrecernos con la vivacidad de la imaginación lo que significa pensar. Es precisamente esta capacidad de pensar, de vinculación con el mundo, lo que ha perdido Eichmann, y con él buena parte de los hombres y mujeres del siglo XX.
El error de Eichmann fue no “pensar”, que es distinto de “conocer”. Ausencia de pensamiento significa incapacidad de juzgar. Aquí Arendt seguirá los análisis kantianos (Crítica del juicio) y definirá esta incapacidad de pensar como: 1) incapacidad de pensar por uno mismo, en el sentido de la máxima kantiana del sapere aude, divisa de la Ilustración, es decir, tener el valor de usar el propio entendimiento, 2) imposibilidad de ponerse en el lugar de otro, en el punto de vista del otro, y así considerar también los resultados y consecuencias de los propios actos, y 3) incapacidad de un pensamiento coherente y consecuente, que tiene mucho que ver con el diálogo de uno mismo con su propia conciencia. En definitiva, el eclipse del juicio, la negación de humanidad que refleja Eichmann, es falta de imaginación, la cual le lleva a refugiarse en frases hechas, en argumentos inconsecuentes y, en definitiva, en la obediencia como único principio de acción. “La ley era la ley, no podíamos hacer excepciones”, señala Eichmann en el juicio y recoge la película.
La renuncia del pensamiento como muestra el caso Eichmann es lo que abre la vía al totalitarismo. Si renunciamos a pensar nos convertimos en piezas de un engranaje, de una gran maquinaria –que tan bien ilustra la película Tiempos modernos de Chaplin–, donde los hombres, cada uno de nosotros, nos convertimos en superfluos. El mundo moderno corre el riesgo de convertir a los seres humanos en superfluos.
El pensamiento de Arendt es una llamada de atención contra esta producción de superfluidad. Dejar de pensar supone también negar nuestra responsabilidad, es decir, el alcance de lo que hacemos, los motivos de nuestra acción. Nos escudamos, como Eichmann, en las órdenes que recibimos, ya sean directas o indirectas, y hacemos de la obediencia una virtud moral impermeable a la vida, a los otros y al mundo. Dejar de pensar, renunciar a nuestra responsabilidad, es romper nuestra relación con los otros, con el mundo, con nosotros mismos.
Esta dejación de pensar y de actuar responsablemente también es una posibilidad para la propia Arendt, como nos muestra perfectamente la película. Para ella hubiera sido más fácil escribir lo que todos querían que escribiera: un artículo condenando a Eichmann y al nazismo. Pero no hizo lo más fácil, lo más cómodo, lo que le “ordenaban” los que tenía alrededor, y se atrevió a pensar por sí misma y a escribir lo que creía que tenía que escribir. Esta acción del pensamiento es lo que puede romper, más allá del caso concreto que ahora comento referido a la propia Arendt, la banalidad del mal. Es una forma de introducir lo que podríamos llamar la banalidad del bien o, sencillamente, un comportamiento responsable.
La gran propuesta de Arendt, señalada en la película, es la reivindicación del pensamiento y consiguientemente de la responsabilidad. Y frente a la superfluidad de lo humano en nuestro mundo, expresión del totalitarismo en los diferentes sistemas políticos, la propuesta será la afirmación de la pluralidad humana, de personas distintas haciendo un mundo común.
Frente a la acción convertida en estrategia de subsistencia (mero laborar) o frente a la acción convertida en conducta y comportamiento (mero trabajar), Arendt reivindica una acción que se inscriba en el mundo desde la pluralidad, con otros y para otros, configurando un espacio público de convivencia, de narración, de acción con sentido. Con su filosofía Arendt simplemente quiere que caigamos en la cuenta de lo que hacemos, nada más y nada menos. ¿Qué estamos haciendo? ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Qué consecuencias tiene lo que hacemos? ¿Podemos hacer aquello que queremos? ¿Qué queremos hacer? Preguntar por todo esto es, dicho de otra manera, preguntarnos por nuestra responsabilidad en y para el mundo.
Una tarea educativa e imaginativa
Esta película es una invitación a adentrarnos en el pensamiento de Hannah Arendt así como una ocasión para “ver” el propio pensamiento en acción (lo que en el caso de la filósofa que nos ocupa es apuntar a algo esencial). Sus análisis no son meramente teóricos, un pensar especulativo, sino que pueden orientar nuestra propia praxis, nuestra propia actividad personal y social. Pensar lo que hacemos es lo que nos propone Arendt, es lo que Eichmann no hizo, lo que los sistemas totalitarios (las actitudes totalitarias) ocultan.
Si pienso lo que hago puedo hacerlo mío, puedo preguntarme por qué lo hago. No basta simplemente hacer las cosas porque nos obligan, directa o indirectamente, ya sea nuestro jefe, la sociedad, los medios de comunicación, etc. Se trata de asumir lo que hacemos, nuestra iniciativa en el mundo, y así hacernos responsables, así convertirnos en sujetos autónomos. Sólo así puede haber experiencia moral, sólo así puede haber humanidad y podemos afirmar nuestro carácter de irremplazables, de plurales, de no superfluos.
Arendt nos ofrece categorías para pensar cuestiones tan importantes como la autonomía, la responsabilidad o el ejercicio del juicio (la deliberación). Esta película que comentamos es una buena introducción así como un buen laboratorio para nuestro juicio reflexivo. Entrar en el mundo de la ficción supone en esta ocasión comenzar a preguntarnos por lo que hacemos.
Recuerdo que el problema de Eichmann no era de conocimiento, sino de imaginación. Adentrarnos en el universo de la ficción supone también empezar a preguntarnos desde la película, y más allá de ella, desde Arendt, y más allá de ella, por nuestra responsabilidad en nuestro propio espacio social. ¿De qué somos responsables? ¿Qué hacemos? ¿Qué podemos hacer?
Nuestra sociedad dominada por el homo faber y el homo laborans, por utilizar las categorías de Arendt, educa a las personas para un mundo de subsistencia y de eficacia, en detrimento de la “acción”, y lo ha hecho históricamente mediante la obediencia y el control; se ha dejado de lado la educación moral, una educación para la acción y para la pluralidad, para el ejercicio del juicio.
Por eso es por lo que totalitarismo con sus múltiples rostros puede estar tan presente en sociedades muy democráticas. La educación moral, una educación para la autonomía y la responsabilidad, sigue siendo una tarea fundamental en nuestra época donde el ser humano sigue corriendo el riesgo de la superfluidad.
En esta tarea el cine es un buen aliado. Esta película sobre Hannah Arendt es un buen ejemplo. Esta película bien podría encabezar un curso sobre ética para la ciudadanía o un curso sobre formación para la autonomía y la responsabilidad.
Son grandes temas y grandes preguntas que tocan lo esencial de la educación, en cualquier nivel. En este interés educativo esta película podría estar muy bien acompañada por otras. Podemos pensar en algunas como son El especialista (1999) de E. Sivan y R. Brauman (de carácter documental); básicamente recoge el juicio sobre Eichmann utilizando el libro de Arendt a manera de guión.
Es interesante el título elegido, “el especialista”. Es precisamente el cargo que tenía Eichmann en el partido nazi: “especialista” en la cuestión judía. Es sólo un especialista, se limita a un asunto, no ve el resto (le falta visión e imaginación). También es muy interesante la película La ola (D. Gansel, 2008), en la que se plantea la hipótesis de la construcción de un sistema totalitario en un instituto de secundaria mediante estrategias de obediencia y autoridad; en la misma línea merece la pena el magnífico documental francés sobre un concurso televisivo titulado El juego de la muerte (2010).
Estas películas, y otras muchas, tienen como referente el llamado “experimento de Milgram” sobre la obediencia en los años sesenta. No podemos olvidar que Stanley Milgram, el psicólogo que llevó a cabo este experimento, había leído a Arendt e intentaba, de alguna manera, probar las tesis de la pensadora política. La película biográfica sobre Eichmann también sería pertinente (Eichmann, R. Young, 2007) en este trabajo de imaginación puesto al servicio del juicio reflexivo.
Quizás la película no nos convenza sobre la maldad, o no, de Eichmann, pero no hay que preocuparse: ni Arendt, ni la película quieren convencer, tan sólo ayudarnos a comprender (“lo que yo quiero es comprender” dice vehementemente Hannah Arendt en la película) y a que cada uno se forme su propio juicio. No estar de acuerdo con la propuesta, y discutirla, sería el triunfo, en el fondo, de la propuesta misma, triunfo de una sencilla reivindicación de humanidad, a través del pensamiento y de la responsabilidad, y tan sólo, como dice Arendt, por “amor al mundo”.
Artículo elaborado por Tomás Domingo Moratalla es profesor de Filosofía Moral en la Universidad Complutense de Madrid.
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