El ser humano se ha entendido casi desde siempre como el centro del universo, la realidad más valiosa de las que componen nuestro mundo. Es el convencimiento que surge de las religiones, y sobre todo de la tradición judeocristiana.
La Biblia nos presenta al ser humano creado directamente por Dios, a su imagen y semejanza, poseedor de un alma que le dota de cualidades específicas y de una dignidad ética que le distinguen claramente del resto de las realidades intramundanas.
Pero el avance de los conocimientos científicos sobre la realidad y sobre el propio ser humano, sobre todo a partir de la teoría evolucionista basada en la selección natural, como propuso Ch. Darwin a mitad del s. XIX, están al parecer erosionando las pretensiones de singularidad que hasta ese momento había mantenido el ser humano.
El evolucionismo nos ha mostrado nuestra pertenencia al mundo de la biosfera, nacidos, como el resto de las especies vivas, a través de un proceso similar al del resto de los animales.
Para muchos intelectuales, resulta evidente que de estas afirmaciones científicas se deduce incontestablemente una comprensión reduccionista del ser humano.
Se habría erosionado para siempre esa pretendida singularidad de nuestra especie, en la medida en que resulta más evidente nuestra común naturaleza con los demás animales. Los avances más recientes dentro de las diferentes ciencias humanas (genética, biología molecular, embriología, etología, etc.) no harían más que confirmar este enfoque teórico.
La pregunta y el reto con el que nos enfrentamos es, por tanto, dilucidar si todos estos datos que la ciencias nos aportan sobre la realidad humana avalan necesariamente una comprensión naturalista y reduccionista sobre el ser humano, o podemos seguir manteniendo la singularidad de nuestra especie, esto es, una concepción humanista y antropocéntrica del ser humano, y una visión cristiana acerca de nuestra especie.
Dos niveles diferentes: ciencia y filosofía
Resulta evidente en la actualidad la aceptación del hecho evolutivo: la especie humana ha emanado del entorno de la biosfera, a través de los comunes procesos evolutivos. En ese sentido, somos una especie más.
Pero el problema está en decidir si es legítimo concluir de ahí que no somos más que una especie más, aunque especialmente dotada en muchos aspectos, o podemos seguir defendiendo para la especie humana un puesto especial dentro de la biosfera o el cosmos.
La tesis que defiende el profesor Beorlegui en su Documento Marco de la Cátedra CTR es que somos y estamos constituidos por una específica y singular unidad bio-cultural. Hemos nacido, es cierto, del proceso evolutivo, pero también estamos dotados de eso que denominamos mente (tradicionalmente lo denominábamos alma), una especial sistematización o estructuración de nuestro cerebro y de nuestra realidad, lo que significa que hemos sido elevados y emergidos a un ámbito nuevo de realidad, que nos dota de especiales capacidades intelectuales y de libertad.
Las tesis naturalistas o reduccionistas entienden, en cambio, que el ser humano, lejos de significar una realidad singular, se reduce a ser una especie más entre las que la naturaleza ha ido creando, siendo más significativos los rasgos que nos acercan al resto de los animales que los que nos diferencian y singularizan. Además, la pretensión de estos teóricos es que los datos científicos avalan rigurosamente sus afirmaciones.
Lo primero que debe aclararse es que en sus planteamientos se advierte una insuficiente e incorrecta distinción entre el nivel científico y el filosófico. Una cosa es el nivel científico, que se reduce a la constatación de los hechos de la realidad (en este caso, los rasgos específicos de la estructura genética o molecular de las diferentes especies vivas, los rasgos etológicos, etc.), y otra, muy diferente, pretender que la realidad humana se reduzca a esos rasgos.
Es importante advertir al respecto que las tesis reduccionistas puede que sean verdaderas, pero no poseen el estatus de cientificidad, sino que están atenidas a la fragilidad de las afirmaciones filosóficas.
Por el contrario, la visión humanista y antropocéntrica tiene la pretensión de que sus afirmaciones son más plausibles y más respetuosas con los datos científicos que las tesis naturalistas y reduccionistas.
Cuatro ámbitos de comparación
La comparación hombre-animales se puede hacer desde múltiples puntos de vista, pero resultan especialmente significativos estos cuatro ámbitos: genético, morfológico, embriológico y conductual.
• El aspecto genético se halla especialmente en el candelero de la actualidad debido a los datos que nos van aportando las investigaciones del Proyecto Genoma. Por un lado, parecería avalar las tesis reduccionistas el hecho de que el genoma humano no se distingue del de los chimpancés más que en un 1%. Pero en sí mismo ese dato no es muy significativo, puesto que lo importante no es el dato cuantitativo, ya que es evidente que ese 1% de diferencia genómica es el responsable de los elementos morfológicos y conductuales que nos sitúan en un nivel de singularidad cualitativa que vamos a mostrar. Esto nos muestra que la naturaleza es capaz de configurar realidades muy distintas a partir de muy pocas innovaciones en el ámbito genético. Además, la biología molecular nos está advirtiendo que no sólo es significativo, en la configuración de un ser vivo, el conjunto del genoma, sino también el proteoma, esto es, el conjunto de proteínas que van orientando los procesos y pasos a dar desde la base genética hasta la expresión fenotípica final de cada individuo: sus rasgos morfológicos y conductuales.
• En el aspecto anatómico-morfológico el ser humano tampoco parece diferenciarse demasiado de las especies más cercanas en el proceso evolutivo. Si comparamos los huesos y músculos de un primate y los de un ser humano, veremos más parecidos que diferencias. Las únicas diferencias, pero muy significativas, son sobre todo: las extremidades inferiores y la cadera, que permiten al ser humano caminar erguido de forma permanente; la mano prensil; la estructura de la cara y de la cabeza, con una laringe que nos capacita para el hablar articulado, y sobre todo, un cerebro de extraordinarias proporciones (tres veces mayor que el de un chimpancé) y habilidades. Si nos reducimos a una mera comparación cuantitativa, parecería que las tesis reduccionistas llevan las de ganar, pero si advertimos que esas diferencias nos permiten caminar erguidos, manipular las cosas, hablar, pensar y actuar libremente, las diferencias son suficientemente significativas como para que resulte más plausible la tesis de la singularidad.
• Otro aspecto comparativo es el desarrollo embriológico que configura la ontogénesis de cada especie. Los parecidos son también notables, en la medida en que los humanos seguimos los pasos fundamentales de las especies cercanas a nosotros. El proceso se inicia con la fecundación de un óvulo por un espermatozoide para formar la célula germinal, y atraviesa tres fases sucesivas: cigótica, embrionaria y fetal. Pero las diferencias son muy significativas. La ley que parece imperar en los procesos embriológicos de todas las especies animales les empuja a nacer en el momento en el que se habría completado la maduración morfológica y fisiológica como para desenvolverse con facilidad y suficiencia en su entorno ecológico (nicho ecológico de cada especie), mostrando que se hallan dotados de forma innata de los elementos necesarios para la lucha por la supervivencia. Por tanto, se da en cada especie animal una estrecha correlación entre sus capacidades y el entorno ambiental. Cada especie animal tiene su ambiente, al que se hallan subordinados y sometidos. El ser humano, en cambio, incumple y rompe esta lógica: el proceso embriológico se detiene y el recién nacido se parece más bien al “feto de un mono”, advirtiéndose una persistencia de rasgos juveniles o fetales (neotenia). Eso significa que nacemos antes de tiempo, que somos una especie de prematuros e inmaduros, necesitados de una mayor protección y ayuda materna y social, pero el complemento de ello está en que nuestro cerebro nos dota de una gran capacidad de aprendizaje y de adaptación al entorno cultural. Así, somos prematuros que han tenido que poner en marcha todos sus recursos para sobrevivir, siendo el resultado de todo eso la cultura; es decir, las culturas, porque cada grupo humano ha construido la suya. Esta pluralidad de culturas es lo que confirma nuestra singularidad. La especie humana no tiene ambiente, nicho ecológico, sino mundo, una realidad artificial que ha tenido que construir para seguir viviendo, como consecuencia de su indigencia biológica.
• El cuarto punto de comparación, consecuencia del tercero y especialmente significativo, se refiere a la estructura comportamental. Las ciencias del comportamiento animal nos han ido descubriendo la enorme variedad y complejidad de los comportamientos animales, especialmente en los grandes simios. Es cierto que su conducta no se reduce a meros mecanismos instintivos, sino que poseen amplias capacidades cognitivas y comunicativas, como para ponerse en cierta medida en el lugar del otro y estar dotados de una cierta “mente maquiavélica” (pueden mentir), y poder construir una cierta “cultura” y hasta estar dotados de una incipiente autoconciencia. Pero todas estas cualidades, por muy importantes que sean, no suponen más que un apuntar de modo embrionario (similar a un niño de dos o tres años) a lo que en el ser humano se da de una forma extraordinariamente compleja. La estructura comportamental del ser humano está configurada, debido a la deficiencia biológica a la que hemos hecho referencia, de una necesidad de pensar antes de responder a los estímulos del entorno, y de elegir libremente entre las diferentes propuestas que se le ofrecen ante él. De modo que en el modo de habérselas con la realidad, no puede dejarse llevar por sus tendencias innatas, sino que tiene que pensar y elegir, y dejarse aconsejar por sus semejantes más expertos, porque le va en ello la vida, la supervivencia. Así, pues, el ser humano es la síntesis de biología y capacidad psíquica (ámbito cultural) que le dota de una especial forma de comportarse y de desenvolverse en medio de la realidad y de sus compañeros de especie.
¿Ampliación de la humanidad y del concepto de persona?
Mientras el planteamiento naturalista y reduccionista pretende situar al ser humano en el ámbito de la biosfera como un animal más, otros autores se hallan empeñados en ampliar la idea de humanidad a los grandes simios (el movimiento de liberación animal y defensa de los derechos de los animales, concretado en el Proyecto Gran Simio, y liderado, entre otros, por P. Singer y T. Reagan, y entre nosotros por J. Mosterín), entendiendo que personas no son sólo los humanos inteligentes, sino también los componentes de las especies más cercanas a nosotros, los grandes simios, en la medida en que están dotados de una especial sensibilidad para sufrir y gozar, y por ello poseedores de derechos para defender sus intereses.
Beorlegui considera que la sensibilidad ecológica posee aspectos muy positivos y dignos de tenerse en cuenta de cara a legislar determinadas obligaciones de los humanos en relación a los animales, sobre todo en aspectos como el maltrato y utilización en investigaciones, juegos y costumbres culturales, así como de cara a regular su modo de vida para evitar su desaparición.
Pero otra cosa muy distinta es justificar esta praxis y estas obligaciones desde una ampliación del concepto de persona y de humanidad, y hablar de derechos de los animales en el mismo sentido que los derechos humanos.
Hay que saber conjugar adecuadamente el respeto y cuidado que debemos tener con el mundo de los animales, especialmente con las especies más cercanas a nosotros, con la defensa y el mantenimiento de nuestra singularidad ontológica y ética.
La singularidad específica de la especie humana
Tras el recorrido realizado por los diverso aspectos comparativos, se advierte que el ser humano es una síntesis de familiaridad y de diferencia respecto al conjunto de los demás animales. Se da en él una clara continuidad, al tiempo que una ruptura cualitativa.
La continuidad es evidente: somos animales, estamos hechos de la misma pasta biológica, que se conforma y reproduce por idénticos procedimientos. Pero la animalidad humana ha sido elevada a un nivel de realidad más complejo, que nos hace ser animales de otro modo cualitativo.
No se trata con ello de echar mano de un procedimiento milagrero, sino de apelar a un proceso emergente de los muchos que encontramos en la historia del universo: desde la emergencia de la vida, pasando por la emergencia de cualquiera de las especies, hasta los diversos saltos de estados y de nueva sistematización que se producen en el mundo físico y en la biosfera, como lo confirman la teoría de las catástrofes y las ciencias de la complejidad.
Estamos, pues, dotados de unas diferencias genéticas (muy pocas, pero suficientes) que han posibilitado la formación de un cerebro especialmente desarrollado y dotado de capacidades extraordinarias: pensamiento abstracto, autoconciencia, lenguaje, libertad y responsabilidad, apertura a la pregunta por el sentido y el fundamento, y también al diálogo con el absoluto.
Todo este conjunto de características es lo que nos permite defender una concepción singular y cualitativamente diferenciada del ser humano, que no está reñida con su entroncamiento en el proceso evolutivo.
Así, pretender basarse en los aspectos que tenemos en común con los demás animales para concluir de ahí la mera diferencia cuantitativa con ellos, equivale, siguiendo el ejemplo que aporta Chomsky, a considerar que entre un largo salto del ser humano y la capacidad de volar de las aves hay sólo una mera diferencia de cantidad, cuando se trata de una diferencia conceptual.
Especificidad único psico-orgánica
En resumen, para el profesor Beorlegui, la estructura esencial de la realidad humana está conformada por un conjunto de notas o características, de las cuales unas son biológicas y otras psíquicas, siendo todas ellas necesarias para la conformación del conjunto de la realidad humana. De ahí que seamos una singular y específica unidad psico-orgánica, frente a los dualismos y los monismo fisicalistas.
La psique es la estructura dinámica del cerebro y de la realidad humana, que nos dota de nuestra específica forma de habérnosla con la realidad y de comportarnos ante ella. Somos animales y, por eso, sentimos como ellos, pero nuestro sentir está elevado y configurado por una estructura nueva: se trata de un sentir inteligente, vertido a la realidad de un modo no cerrado y determinista sino libre y responsable.
Somos, pues, razón, sentimientos y voluntad libre, lo que nos obliga a hacernos cargo de nuestra propia realidad, teniendo que decidir el ideal de persona que queremos llegar a ser, y teniendo que hacer de nuestra vida una interminable tarea de perseguir con nuestros actos libres dicha meta, no de modo solipsista y autosuficiente sino entrelazados con los demás componentes de nuestra especie, y abiertos de forma permanente a trascender nuestra propia realidad, en una doble dimensión: trascendencia intrahistórica y trascendencia escatológica.
Es razonable, por tanto, concluir que los datos que las diferentes disciplinas científicas nos aportan, avalan y hacen más plausible la versión humanista y antropocéntrica del hombre, que la naturalista y reduccionista, antropocentrismo que es necesario hacerlo conjugable y compatible con una progresiva atención y respeto hacia la naturaleza y las especies animales, especialmente las más dotadas y semejantes a nosotros.
Juan Antonio Roldán es miembro de la Cátedra CTR. Artículo elaborado a partir del documento marco y aportaciones del profesor Carlos Beorlegui, Catedrático de Antropología de la Universidad de Deusto, Bilbao, para su presentación el 2/6/06 en la mencionada cátedra.
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