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La universidad reconoce la obra teológica de José María Castillo

La universidad reconoce la obra teológica de José María Castillo

El 21 de octubre de 1868 se aprobó el “Decreto de Libertad Religiosa” por el que la Teología dejaba de ser facultad universitaria. El 25 de octubre de 1868, el Ministro de Fomento de España, Manuel Ruiz Zorrilla, firmaba el Decreto “Nueva organización a la Segunda Enseñanza y a las Facultades de Filosofía y Letras, Ciencias, Farmacia, Medicina, Derecho y Teología”. A partir de entonces, obviamente, no ha sido un hecho normal, en la Universidad de nuestro país, la concesión de un Doctorado honoris causa en Teología. Sin embargo en 2011 la UNED ha nombrado Doctor honoris causa al teólogo Hans Küng; y el teólogo José María Castillo lo ha sido de la Universidad de Granada. Dos gestos que parecen propiciar la vuelta de la Teología, como conocimiento socialmente organizado, a la Universidad española. Pero ¿qué Teología? Por Leandro Sequeiros.

La universidad reconoce la obra teológica de José María Castillo

El teólogo José María Castillo fue apartado por los obispos de su Cátedra en la Facultad de Teología de Granada hace ya casi 20 años. Ahora, la misma Universidad de Granada lo ha nombrado solemnemente Doctor Honoris Causa. Después de casi 150 años, ¿puede regresar la Teología a la Universidad pública? Pero, ¿toda Teología puede reincorporarse al alma mater del saber?

El 17 de septiembre de 1868, se inició en Cádiz una revuelta liberal que tuvo entre sus consecuencias la expulsión de Isabel II del trono. “La Gloriosa”, como así se le llamó, tomó enseguida decisiones importantes. A principios de octubre, se constituyó en Madrid un gobierno provisional dirigido por Serrano y en el que Prim ocupaba el ministerio de Guerra, Topete el de Marina, Zorrilla el de Fomento y Sagasta el de Gobernación. La primera medida de este gobierno fue eliminar las diferentes juntas revolucionarias surgidas por toda la geografía nacional y centralizar el poder en Madrid. El gobierno provisional tuvo que enfrentarse con la grave complicación de la insurrección cubana, el grito de Yara, que surgió como reacción contra la inadecuada política colonial de los gobiernos isabelinos y que inició la larga guerra de los Diez Años.

La Teología expulsada de la Universidad pública española en 1868

El segundo paso importante del gobierno fue el de integrar en el mismo a las diferentes fuerzas que habían tomado parte en la Revolución: los demócratas, de los que se escindieron los republicanos, los unionistas y los progresistas. De acuerdo con las ideas democráticas de soberanía nacional expresadas en unas Cortes Constituyentes elegidas por sufragio universal, se decidió con la oposición de los republicanos la constitución de España como una monarquía parlamentaria, para lo que era necesario la búsqueda de un rey que ocupase la vacante corona. Y fijaron sus ojos en Amadeo de Saboya.

El 21 de octubre de 1868, el gobierno emitió un Decreto en el que, entre otras cosas, se abolían las Facultades de Teología, en manos de un clero poderoso y conservador. Hagamos un poco de historia.

En el Directorio de la Universidad Complutense de Madrid, se detalla que la Ley de Instrucción Pública de 1857, llamada Ley Moyano, reestructuró la educación y consiguió mantenerse vigente, al menos en sus aspectos generales, hasta la II República, incluyendo sus normas de desarrollo en lo referente al ámbito universitario, dictadas en 1859.

Estas normas fijan la consecución de tres grados académicos: bachiller -que pasaría a formar parte de la Segunda Enseñanza-, licenciado y doctor. Fijaba el número de Facultades en seis: Derecho, que sustituía a la antigua Escuela de Jurisprudencia; Ciencias, que se desgajaba de Filosofía e incorporaba también los estudios del Museo de Ciencias Naturales, del Gabinete de Historia Natural y el Jardín Botánico; Filosofía y Letras, que recogía también estudios procedentes de la antigua facultad de Filosofía; Medicina, Farmacia y Teología, esta última suprimida en 1868.

Además, formaban parte de los estudios universitarios las «enseñanzas superiores» -ingenieros de caminos, canales y puertos, ingenieros de minas, ingenieros de montes, ingenieros agrónomos e ingenieros industriales-; Bellas Artes, Diplomática, Notariado y las «enseñanzas profesionales» -veterinaria, profesores mercantiles, náutica, maestros de obras, aparejadores y agrimensores y maestros de Primera Enseñanza-, todos las cuales se impartirían en Madrid, excepto los de náutica. Todo esto se concretó, para la Universidad Central, en su Reglamento de gobierno interior de 1870.

La legislación de esta época refleja las tensiones que existían respecto al tema de la autonomía universitaria, tanto desde el punto de vista académico como administrativo. Así, en 1900 se otorga a las universidades personalidad jurídica propia, aunque el Rector es el representante del gobierno en el distrito y jefe natural de todos los establecimientos de enseñanza.

El 25 de octubre de 1868, el Ministro de Fomento de España, Manuel Ruiz Zorrilla, firmaba el Decreto “Nueva organización a la Segunda Enseñanza y a las Facultades de Filosofía y Letras, Ciencias, Farmacia, Medicina, Derecho y Teología”. En este Decreto se excluía la Teología de los centros Universitarios en España, situación que permanece hasta el momento. Los nombramientos de Hans Küng y de José María Castillo como Doctores Honoris Causa de las Universidades de Educación a Distancia y Granada respectivamente, podrían abrir las puertas al regreso de la Teología a la Universidad pública.

“LA HUMANIDAD DE DIOS”, un paradigma teológico para una universidad laica

El Discurso de toma de posesión del profesor José María Castillo como Doctor Honoris Causa de la Universidad de Granada (13 de mayo de 2011) presentó las bases de un paradigma teológico para una universidad laica. ¿Qué teología puede ser interlocutora de la cultura de nuestros días? ¿Cómo presentar un paradigma dotado de racionalidad y coherencia para establecer puentes con la modernidad?

Creemos que éste es un paso muy importante para que la Teología vuelva a tener carta de ciudadanía en la sociedad del conocimiento y deje de ser, para algunos, pesudociencia embaucadora. Pero ¿puede el discurso teológico dotarse de racionalidad? Es lo que el profesor Castillo intenta en su exposición.

Aunque el texto escrito del Discurso no tiene un título, tal como es costumbre, la frase que puede resumirlo es: “La humanidad de Dios”. Recorremos algunos de los argumentos más importantes:

(…) “Antes de entrar en el contenido de mi reflexión, me parece pertinente recordar que el estudio de las religiones y de la fe religiosa, a diferencia de lo que ocurre en España, está aceptado y extendido, como sabemos, en el área universitaria anglosajona y alemana. Incluso en Francia, donde se rechazó la presencia de la religión en la escuela pública, sin embargo se ha mantenido el estudio del hecho y de la experiencia religiosa, con todas sus implicaciones y consecuencias, en L’ École des Hautes Études de París, así como en el CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique). Como todos sabemos, la Ilustración criticó severamente la religión y destacó el estudio de saberes como la filosofía, la fenomenología, la psicología, la sociología y la antropología, que se ocuparon ampliamente de la religión desde el siglo XIX. Por eso, sin duda, Francia ha destacado en estos saberes durante los dos últimos siglos, en tanto que en España lo que ha sucedido de facto ha sido la creciente clericalización de la religión, de forma que en nuestro país no existe un espacio secular o laico y, por tanto, no tenemos en España un espacio que no sea confesional, para el estudio del hecho religioso con la amplitud que implica una perspectiva de totalidad».

La universidad reconoce la obra teológica de José María Castillo

Hablar de Dios en la Universidad

Como es sabido, en virtud del conocido genéricamente como “Decreto de Libertad de Enseñanza”, de 21 de octubre de 1868, las Facultades de Teología fueron abolidas y, en consecuencia, excluidas de la enseñanza universitaria en España. A partir de entonces, obviamente, no ha sido un hecho normal, en la Universidad de nuestro país, la concesión de un doctorado honoris causa en Teología. Esto no quiere decir que el hecho religioso, y los saberes asociados a él, hayan estado ausentes de nuestras universidades. El fenómeno religioso, como todos sabemos, siempre ha estado (y sigue estando) presente en el tejido social de España y ha sido objeto de estudio en la enseñanza universitaria desde no pocos puntos de vista: la cultura, la historia, la política, la sociología, el arte, la psicología y tantos otros saberes que quedan inevitablemente incompletos si de ellos arrancamos la dimensión religiosa que siempre, de una forma o de otra, ha estado presente en la experiencia humana y en la convivencia social.

Pero ocurre que, en este caso, el doctorado se le concede a un teólogo. Con lo cual – prescindiendo de otras consideraciones -, estamos ante un hecho nuevo en nuestra Universidad. No se trata del honor que se le dispensa a un profesor que ha dedicado su vida al estudio de determinados saberes asociados al hecho religioso. Sino que estamos ante la distinción que esta Universidad le hace a un teólogo, es decir, a un hombre que ha intentado dedicar su vida al estudio, no ya de ciertos conocimientos relacionados con la religión, sino al conocimiento y a la explicación de aquello que es el centro mismo de la religión y de la experiencia religiosa: Dios, la fe en Dios, la experiencia de Dios, la creencia religiosa como tal. Porque eso, y no otra cosa, es la teología en sentido propio.

Pues bien, esto supuesto, yo me planteo, desde el primer momento y sin ningún subterfugio ante ustedes, la pregunta que debe servir de umbral a la resumida reflexión que pretendo presentar: ¿qué sentido tiene (o puede tener) la presencia de la teología, y la concesión de una dignidad singular a un teólogo, en una Universidad no confesional y, por tanto, laica? Esta pregunta, como acabo de apuntar, me va a servir como punto de partida de las consideraciones que expondré a continuación.

Pensar al Trascendente desde la inmanencia

Mi pensamiento se centra hoy en una pregunta: ¿cómo podemos pensar en Dios y hablar de Dios en una Universidad no confesional? Para responder a esta cuestión, lo primero (desde mi punto de vista) ha de ser tener muy claro que, por definición, Dios es el Trascendente. Al decir esto, estamos afirmando que Dios está más allá de los límites de nuestro conocimiento experimental y demostrable. Es decir, cuando hablamos de Dios, en realidad nos estamos refiriendo a una realidad que no conocemos. Por eso, cuando las religiones nos hablan de Dios, realmente no hablan, ni pueden hablar, de Dios en sí, sino que nos hablan de las representaciones de Dios que los humanos nos hacemos. Porque, desde nuestra inmanencia, todo cuanto podemos pensar y decir es siempre inmanente. Nunca puede ser lo trascendente.

De ahí que la representación de Dios, que nos hemos hecho, es inevitablemente proyectiva. Es decir, nuestra representación de Dios es una proyección de nuestros anhelos más fuertes: el poder, la bondad, la felicidad…. Y así, nos ha salido un Dios infinitamente poderoso e infinitamente bueno. Pero, al hacer eso, no hemos caído en la cuenta de que el resultado ha sido un Dios contradictorio y un Dios peligroso. Un Dios contradictorio, porque el poder sin límites y la bondad sin límites no son compatibles con el mal que hay en el mundo (si es que Dios tiene que ver algo con este mundo). Y un Dios peligroso, porque todo Dios monoteísta es, por eso mismo, un Dios excluyente. De ahí que, inevitablemente, es también un Dios violento.

¿Quiere esto decir que el Dios, que nos hemos representado los humanos, es un Dios condenado inevitablemente al fracaso? Si nos atenemos a lo que puede dar de sí la sola razón, por ese camino desembocamos en una contradicción insalvable. Pero sabemos que el ser humano no actúa, ni sólo ni principalmente, desde lo que nos aporta el discurso racional. Lo más determinante en nuestras vidas no son las verdades, que brotan de contenidos mentales. Lo más determinante son las convicciones, que se traducen en formas de conducta y en hábitos de vida.

Pues bien, si recuerdo estas cosas, es porque me parece que están en la base de fenómenos culturales y sociales de enorme envergadura, que en nuestro tiempo estamos viviendo y padeciendo. Me refiero – como ya he apuntado antes – al proceso actual de la crisis de la fe en Dios, la crisis de la religión, la crisis de la Iglesia. Y al fenómeno, antiguo y moderno, de la violencia que, como enseguida voy a explicar, entraña profundas conexiones con el hecho religioso.

La crisis actual de la fe en Dios

¿En qué consiste esa forma falseada de presentar a Dios? Dicho de la forma más sencilla posible, consiste “en esa concepción según la cual Dios sería una realidad, un ser; otro en relación con las realidades del mundo y con su totalidad. Otro, sobre todo, en relación con el sujeto humano”. Lo que, en definitiva, nos viene a decir que a Dios se le ve, se le piensa, se le entiende, como otro ser, “otra persona”, un “tú”, con el que yo puedo hablar y con el que me puedo relacionar, al que le pido lo que necesito o al que ofendo, como puedo ofender a otro ser humano cualquiera.

Somos inmanentes y no podemos salir de nuestra inmanencia. Por eso, aunque es evidente que, mientras nos atenemos al ámbito propio nuestro, el ámbito de nuestra inmanencia, somos brillantes en las teorías que elaboramos y cada día más eficaces en el progreso de nuestros conocimientos científicos y de nuestras tecnologías, no es menos cierto que, cuando intentamos rebasar el horizonte último de nuestra limitada inmanencia, la “representación del Trascendente” que hemos elaborado, nos ha salido mal. Sencillamente, porque nos ha salido un Dios contradictorio. Y ha resultado contradictorio porque, tal como “de hecho” es este mundo, que (según decimos los teólogos) tiene su origen en la decisión y en el poder de Dios, resulta evidente que se trata de un mundo que no puede haber sido pensado y creado por un ser que es, al mismo tiempo, infinitamente poderoso e infinitamente bueno. Porque ambas cosas son incompatibles con el mal, el asombroso y aterrador problema de tantos males que padecemos y tenemos que soportar en esta tierra.

Esto supuesto, la afirmación capital de mi reflexión se centra en que, según la tradición cristiana, el Trascendente se nos hace presente en nuestra inmanencia. Esto es, en definitiva, lo que representa y lo que significa Jesús de Nazaret. Cuando la teología afirma que Jesús es la encarnación de Dios, lo que en realidad está diciendo es que Jesús es la humanización de Dios. Por eso el “Señor de la Gloria”, tal como se humanizó en Jesús, pudo decir y dejó como sentencia la afirmación decisiva: “Lo que hicisteis por uno de éstos, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 31-46). En esa sentencia definitiva, ya no se tendrá en cuenta ni la fe, ni la religión. Sólo quedará en pie lo humano, lo que cada ser humano haya hecho con los demás seres humanos.

La consecuencia que, en sana lógica, se sigue de lo que acabo de decir es que el proyecto cristiano no puede ser un proyecto religioso o sagrado de divinización, sino un proyecto profano y laico de humanización. Dios no se encarnó en lo sagrado y sus privilegios, ni en lo religioso y sus poderes. Dios se ha fundido con lo humano. Por tanto, a Dios lo encontramos, ante todo, en lo profano, en lo laico, en lo secular, en lo que es común a todos los humanos y lo que nos une a los demás seres humanos, sean cuales sean sus creencias y sus tradiciones religiosas. Porque lo determinante, para encontrar a Dios, no es la fe, sino la ética, que se traduce en respeto, tolerancia, estima y misericordia.

La fe en Dios como saber y como convicción

Pues bien, llegados a esta conclusión capital, la teología, si pretende ser honesta y coherente, se ve obligada a afrontar la cuestión más apremiante: ¿tiene solución y salida el Dios contradictorio y violento al que, no obstante la enorme carga de contradicción y de conflictividad que lleva en sí mismo, nos hemos acostumbrado, lo soportamos y hasta abundan quienes aseguran que lo necesitan y lo aman? Así las cosas, y por más sorprendente que pueda parecer, mi punto de vista es que “lo central de la actual situación religiosa es la convicción de que un Dios, que parecía formar parte de las evidencias naturales con las que se contaba, ha pasado a tal grado de no-evidencia que, no sólo el mundo y la realidad en su conjunto pueden explicarse sin él, sino que ha pasado a ser visto teórica y prácticamente como imposible” 14.

Afirmaciones de este talante no nos tendrían que inquietar y, menos aún, escandalizar. Porque, insisto, una cosa es la fe como creencia, y otra cosa es la fe como convicción personal que se traduce en formas de conducta y en hábitos de comportamiento, como enseguida voy a explicar. En todo caso, pienso que es necesario tener el coraje de afrontar, con libertad y honestidad, el planteamiento de Mosterín, para intentar así – si ello es posible – depurar el significado y el planteamiento que debemos darle, en este momento, al hecho religioso en profundidad. Es decir, depurar el significado que tendríamos que darle a nuestra posible relación con Dios.

Ni contra la razón, ni con la sola razón

Para responder a esta pregunta, empiezo con una afirmación que me parece enteramente necesaria, por más que pueda parecer, a algunas personas, quizá atrevida. Decididamente, tenemos que pensar a Dios de otra manera. Lo que equivale a afirmar que es necesario modificar nuestra idea de Dios y nuestra representación de Dios. Si tomamos en serio la trascendencia de Dios – amplío lo que ya he dicho sobre este punto capital -, eso nos viene a indicar que Dios no es un ser supremo, que está “más allá y por encima del mundo, que viene del exterior a hablar y actuar en el mundo”. No nos queda más remedio que aceptar que Dios es, a la vez, “totalmente otro” y es igualmente “no otro”. De forma que “precisamente por ser radicalmente trascendente al mundo que sostiene en el ser”, por eso Dios “es radicalmente inmanente”. Por tanto, Dios se nos revela, se nos da a conocer, “desde el interior mismo del mundo, de la historia y de las libertades humanas” 18. Nunca deberíamos olvidar que la inmanencia no tiene acceso a la trascendencia. Es decir, desde la inmanencia, siempre estamos en la inmanencia. Y eso significa que nuestras representaciones del Trascendente no son sino representaciones inmanentes que nunca rompen o salen fuera de lo que nos es inmanente, no salen de nuestra propia humanidad.

Por esto se comprende la gran paradoja que consiste en que, no obstante la contradicción racional que entraña el problema de Dios, las creencias religiosas movilizan en el ser humano la fuerza de experiencias y de símbolos mediante los que tales experiencias se expresan. Símbolos que son, según la certera formulación de Paul Ricoeur, los “centinelas del horizonte” último de nuestra inmanencia. Y símbolos también por los que sabemos y experimentamos que el Trascendente se nos hace presente en nuestra inmanencia.

El centro del cristianismo no es Dios, sino Jesús

Esto supuesto, nos planteamos la pregunta que más directamente nos interesa aquí: ¿cómo ha resuelto nuestra tradición religiosa (la tradición cristiana) la dificultad que constituye la convicción según la cual el Trascendente se nos hace presente en nuestra inmanencia? En otras palabras: ¿qué nos aporta la fe cristiana para resolver el problema de nuestra relación con Dios; y el problema también de nuestra relación con el ser humano?

El centro del cristianismo no es Dios, sino Jesús. Me refiero al Jesús terreno, el que nació, vivió y murió en la Palestina del siglo primero. Y digo que aquel hombre, aquel ser humano, es el centro del cristianismo porque en él se nos ha revelado Dios, se nos ha dado a conocer, se nos ha comunicado y entregado Dios. De forma que, en Jesús, Dios ha entrado en nuestra inmanencia y se ha unido a la condición humana. Jesús, por tanto, representa y significa que en lo humano, y sólo en lo humano, es donde podemos encontrar a Dios y donde podemos relacionarnos con Dios. Lo que la teología cristiana afirma cuando habla del misterio de la encarnación de Dios en Jesús, representa, entre otras cosas y fundamentalmente, el acontecimiento de la humanización de Dios, tal como se realizó y se vivió en aquel ser humano que fue Jesús de Nazaret.

Tengo el convencimiento de que la teología cristiana no ha reflexionado suficientemente, ni ha extraído las debidas consecuencias, del planteamiento fundamental que acabo de hacer. Quienes nos interesamos por el hecho religioso nunca deberíamos olvidar que, en cualquier religión, sus creencias, sus normas, sus prácticas rituales, su sistema organizativo, todo en definitiva, depende últimamente del Dios en el que esa religión cree.

Ahora bien, empezando por lo primero, no olvidemos que el cristianismo tiene sus raíces en el judaísmo. Jesús fue un judío, que creyó en el Dios de Israel, por más que – como explicaré – él llevó a cabo seguramente el cambio más asombroso que se ha producido en la historia de las tradiciones religiosas de la humanidad. Pero, aun siendo esto muy verdadero, tengo presente que Yahvé se ofreció a Israel en la práctica diaria de la vida. Lo que supone, para las comunidades eclesiales, judías y cristianas, como bien ha hecho notar Walter Bruegemann, que las disciplinas y prácticas cotidianas de la comunidad son, de hecho, actividades teológicas, pues son los modos y los ámbitos en que pueden nutrirse el discurso y los gestos que tienen que ver con Yahvé. Lo que nos lleva derechamente a la siguiente conclusión fundamental: “la praxis diaria visible y disponible, constituida y llevada a cabo humanamente, desarrolla los vínculos definitorios entre Yahvé e Israel”20.

Quiero decir tres cosas, que están claramente afirmadas en tres tradiciones distintas del Nuevo Testamento: la tradición de Pablo de Tarso, la tradición del evangelio de Juan y la tradición del evangelio de Mateo. En estas tradiciones se afirma: 1) Que el Dios de Jesús es un Dios que se vacía de sí mismo. 2) Que el Dios de Jesús es un Dios que se ha humanizado. 3) Que el Dios de Jesús es un Dios al que se le encuentra en cada ser humano.

1) Dios se vacía de sí mismo

He afirmado que Jesús es la encarnación de Dios. He dicho, además, que, por eso mismo, Jesús es la humanización de Dios. Lo cual quiere decir – siguiendo la sorprendente enseñanza de Pablo de Tarso – que, superando todo límite mental y toda mesura expresiva – en Jesús, Dios “se vació de sí mismo” (eautòn ekénosen) (Fil 2, 7). El verbo griego kenoô significa “vaciar”. Pablo, por tanto, afirma que Jesús es un “Dios kenótico”, un Dios “vaciado de sí mismo”, una fórmula tan extraña que, con toda razón, ha habido quien se ha preguntado: “¿Qué demonios, o qué ángeles, es la “forma de Dios” (morphé Theoú) (Fil 2, 6) que se vacía en lo contrario, la “forma de esclavo” (morphé doúlou) (Fil 2, 7)?” 23.

2) Dios se ha humanizado

La teología cristiana está acostumbrada a hablar de la encarnación de Dios. Esta fórmula es, a fin de cuentas, la fiel traducción del texto griego del prólogo del evangelio de Juan: ho Lógos sarx egéneto (Jn 1, 14). Pero ocurre que la teología se ha frenado, y hasta se ha atascado, en la fórmula de la “encarnación”. Es notable la resistencia, que casi siempre han tenido los teólogos cristianos, para hablar de la “humanización” de Dios.

No cabe duda que esta mentalidad dejó su huella en el dogma cristológico, tan profundamente marcado por el cesaropapismo de los siglos IV y V 30. Es la influencia que se advierte en la fórmula final del concilio de Calcedonia (a. 451), en la que la Iglesia se vio obligada a defender que Jesucristo es “perfecto en la humanidad” 31, pero lo es de forma que en él sólo hay “una sola persona” 32, que es la persona divina. Lo que equivale a decir que en Jesús existe una humanidad perfecta sin persona humana. Una afirmación extraña, que el pueblo y la piedad popular han interiorizado de forma que, entre los cristianos educados en la mejor formación teológica, existe el convencimiento de que Jesús fue, por su puesto, humano. Pero realmente menos humano que divino. Lo que equivale a afirmar que en Jesús prevaleció la divinidad sobre la humanidad, es decir, el “monofisismo larvado” que muchos cristianos arrastran sin hacer de eso el menor problema. Muchos cristianos se inquietan si ven que se cuestiona, de la manera que sea, la divinidad de Cristo. Pero raramente se ponen nerviosos si oyen que se habla de Jesús como si fuera una especie de ser celestial disfrazado de hombre.

3) A Dios se le encuentra en cada ser humano

Pero los evangelios don un paso más. Un paso que nos desconcierta más aún. Y nos desconcierta tanto, que, a estas alturas, todavía no hemos aprendido a dar ese paso. No se trata ya solamente de que Dios se ha humanizado en el ser humano que fue Jesús, el Jesús terreno. En esta dirección, hay que llegar hasta el fondo, hasta las últimas consecuencias. En los cuatro evangelios llaman la atención una serie de textos, que son claramente paralelos, y que sobre todo proponen verbos que expresan acciones humanas que se aplican igualmente a seres humanos, a Jesús y finalmente a Dios mismo. Estos verbos son “acoger”, “recibir”, “rechazar”, “escuchar”, aplicando estas acciones humanas lo mismo a niños que a adultos, es decir, a toda clase de personas (Mt 10, 40; Mc 9, 37; Mt 18, 5; Lc 10, 16; 9, 48; Jn 13, 20). Es evidente, pues, que en la primeras comunidades de cristianos, desde la comunidad de Marcos hasta la Iglesia a la que se dirige el evangelio de Juan, existía una convicción muy firme, en el sentido de que los comportamientos humanos, de unos seres con otros, son, en definitiva, comportamientos que tenemos con Jesús y, en última instancia, con Dios. Por tanto, no se trata solamente de la “identificación” de Jesús con sus discípulos 33. Se trata de lo más radical que se puede plantear en el ámbito de las creencias religiosas: lo que se hace a cualquier ser humano, aunque sea el más pequeño, el más insignificante y el más indigno, es a Dios mismo a quien se le hace.

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Otra manera de entender y vivir la religión

Es evidente que el planteamiento de fondo, que se hace al presentar así la relación con Dios, representa un cambio radical en nuestra manera de entender y de vivir la religión. Se trata, en definitiva, de que lo central y determinante de la religión no es la fe, sino la ética. Con lo cual no pretendo decir que la fe se opone a la ética. Lo que quiero afirmar es que la ética es la realización fundamental y determinante de la fe. Como afirmo igualmente que lo determinante de la religión (tal como la presenta el Evangelio) no es lo sagrado, sino lo profano. Y por eso también, lo determinante de la religión de Jesús no es lo religioso, sino lo laico. Y conste que, al hacer estas afirmaciones, soy consciente de que pueden extrañar o incluso escandalizar a personas piadosas. Pero hay que decir estas cosas sin miedo.

La consecuencia que, en sana lógica, se sigue de lo que acabo de decir sobre el “Dios kenótico”, sobre el Dios humanizado y sobre el Dios que se encuentra en cada ser humano, es que el proyecto cristiano no puede ser sino el mismo proyecto de Dios. Ahora bien, como acabamos de ver, tal como Dios se nos ha dado a conocer en Jesús, o sea tal como el Trascendente se nos ha hecho visible y tangible en el campo de nuestra inmanencia, lo que Dios ha hecho ha sido humanizarse. De ahí que, si es que pretendemos ser coherentes con nuestra creencia fundamental, el proyecto cristiano no puede ser un proyecto de divinización, sino un proyecto de humanización.

¿En qué consiste tal proyecto? Lo humano se contrapone a lo divino. Pero, como bien sabemos, lo divino se asocia al poder, a la gloria y la grandeza sin límites. Por el contrario, lo humano se relaciona con la debilidad, la limitación e incluso la fragilidad. De hecho, lo mínimamente humano, lo que es común a todos los seres humanos (sea cual sea la nacionalidad o la cultura, la religión o la educación de cada cual), se reduce a la carnalidad y a la alteridad: todos los humanos somos de carne y hueso (carnalidad); y todos los humanos nos necesitamos los unos a los otros (alteridad). Pues bien, siendo así la condición humana, se comprende que la tentación satánica fundamental sea la apetencia de “ser como Dios” (Gen 3, 5). Es decir, ser más que los otros y estar sobre los demás. De ahí, la violencia en todas sus formas. Por eso, según los evangelios, Jesús nos marca el camino de nuestra humanización porque el proyecto de vida que nos trazó consiste en no querer nunca estar sobre los demás, dominar o someter a los demás, sino estar siempre con los demás, especialmente con los últimos, con los que están más abajo y son por eso las víctimas de la historia. Una vida entendida así, se traduce en respeto, tolerancia, estima, dignidad para todos, unión entre todos, solidaridad con todos y felicidad compartida.

Pero, con decir esto, no hemos dicho todo lo que esto representa. Al presentar el proyecto cristiano de esta manera, lo que en realidad estamos haciendo es presentar la religión (y el problema religioso) como proyecto enteramente distinto. Porque todo esto, en definitiva, “es la consumación de la transición moderna como salida de la religión, es decir, la consumación de la pérdida por parte de la religión de su función integradora de la sociedad; es la consumación del nihilismo que ha conducido a la “muerte de Dios”, tras la crisis de la ontoteología, es decir, de la inclusión de Dios en el acabado sistema de explicación de lo real como su clave de bóveda; es nuestra reducción a una situación de diáspora, de exilio en una sociedad y en una cultura que nosotros ya no determinamos y que cada vez nos son más ajenas a los teólogos y, en general, a los “hombres de la religión”. He aquí los rasgos que convierten nuestro tiempo en tiempo “poscristiano”, en cultura de la ausencia de Dios, lo que nos lleva a “un veraz reconocimiento de nuestra situación interior”. Una situación que probablemente nos era ocultada, hasta hace poco, quizá por causa de residuos e inercias de épocas anteriores 35.

La humanización de Dios: mística y teología

Y añado todavía algo que me parece fundamental. Lo que acabo de decir no es un invento de la teología progresista e irresponsable de las décadas pasadas. La cosa viene de lejos. Tiene ya su punto de partida en el “vaciamiento” o kenosis de Dios, que ya estaba formulada por san Pablo mucho antes de que se escribieran los evangelios. Y es una idea y una experiencia que se ha ido repitiendo, de tiempo en tiempo, a lo largo de la historia. Testigos de ello han sido los místicos. Me limito a recordar, entre otros, a Meister Eckhart, en su conocido sermón Beati pauperes spiritu, en el que el místico alemán afirma con serenidad y aplomo: “Por eso le pido a Dios que me libre de Dios, porque mi ser esencial está por encima de Dios, si tomamos a Dios como inicio de las criaturas” (Darum bitte ich Gott, dass er mich Gottes quitt mache; denn mein wesentliches Sein ist oberhalb von Gott, sofern wir Gott als Beginn der Kreaturen fassen) 37.

Y si nos acercamos más a nuestro tiempo, en los años que siguieron al final de la segunda guerra mundial, fue motivo de profunda conmoción, en los ambientes teológicos cristianos, la lectura de las cartas que Dietrich Bonhoeffer escribió a un amigo desde la prisión de Tegel, poco antes de terminar ahorcado en el campo de exterminio de Flossenbürg, en abril de 1945. La idea capital de Bonhoeffer es – según mi modesta opinión – la misma idea que ha servido de espina dorsal de este discurso: “La trascendencia teóricamente perceptible no tiene nada en común con la trascendencia de Dios. Dios está en el centro de nuestra vida, siendo así que está más allá de ella” 38. Esto supuesto, la convicción central y directiva de Bonhoeffer se centra en la visión del cristianismo como “salida de la religión”. Su propuesta es tan clara como provocadora: “Nuestra relación con Dios no es una relación “religiosa” con el ser más alto, más poderoso y mejor que podemos imaginar – lo cual no es la auténtica trascendencia -, sino que nuestra relación con Dios es una nueva vida en el “ser para los demás”, en la participación en el ser de Jesús. Las tareas infinitas e inaccesibles no son lo trascendente, sino el prójimo que cada vez hallamos a nuestro alcance” 39. Por eso, sin duda, el mismo Bonhoeffer afirma con firmeza: “Ser cristiano no significa ser religioso de una cierta manera…, sino que significa ser hombre” 40. Pero hombre, en su sentido más hondo. En el sentido de nuestra plena humanidad, sin aditamentos, sin cargas y sin adornos, entendiendo nuestra humanidad como sinónimo de la más entrañable fraternidad. Bonhoeffer escribió, por eso: “A menudo me pregunto por qué un “instinto cristiano” me atrae en ocasiones más hacia los no religiosos. Y esto sin la menor intención misionera, sino que casi me atrevería a decir “fraternalmente” 41.

El cristianismo como movimiento “no-religioso”

Por todo esto se debe decir que la correcta comprensión del cristianismo es la que lo interpreta como un movimiento no-religioso. Dios, en Jesús, no se encarnó en “lo sagrado”, como tampoco se encarnó en “lo religioso”. Dios, en Jesús, se encarnó en “lo humano”. La experiencia nos enseña que las religiones, por más cierta que sea su influencia positiva y enormemente benéfica para muchas personas, no es menos verdad que también es cierto el hecho de que con frecuencia las religiones dividen a los individuos y a los grupos humanos, alejan, enfrentan y, de una forma o de otra, generan violencia, descalificación, humillación e incluso, en no pocos casos, han provocado (y siguen provocando) muerte. Por eso, yo no puedo entender a Jesús como fundador de una religión que desencadena los conflictos, persecuciones, condenas y sufrimientos que históricamente ha provocado el cristianismo. Todo lo contrario, mi convicción más firme es que Jesús está, no sólo por encima, sino sobre todo está en contra de todas esas atrocidades y de las condiciones que las han hecho posibles, las han justificado y las han fomentado.

Pero no sólo esto. Estoy profundamente convencido de que Jesús es patrimonio de toda la humanidad. Quiero decir: Jesús no es propiedad del cristianismo. Ni es pertenencia exclusiva de los cristianos o de la Iglesia. De ahí que, a mi manera de ver, ha sido el cristianismo, ha sido la Iglesia, la que se ha apropiado de Jesús y lo ha presentado como el centro y el contenido fundamental de una religión determinada, la religión cristiana. En realidad, lo que tendría que haber hecho la Iglesia es tener la libertad, el coraje y la honestidad de presentar a Jesús como la realización plena de lo más profundamente humano, de lo plenamente humano, de lo mínimamente humano, de aquello que, por encima de culturas, tradiciones, costumbres y creencias religiosas, constituye el logro de los anhelos de humanidad y de ultimidad que todos llevamos inscritos en lo más básico de nuestro ser.

Esto supuesto, la conclusión a la que podemos y debemos llegar es ésta: encontrar a Dios en Jesús es encontrar a Dios en lo humano, en lo verdaderamente humano, en la realidad y en la experiencia humana, en la medida en que esta realidad y esta experiencia supera lo inhumano que hay en nosotros y domina la deshumanización que tanto daña la convivencia social y debilita o deteriora el tejido social. Por lo tanto, si a Dios lo encontramos en lo que es verdaderamente humano, eso nos viene a decir que a Dios lo encontramos en la libertad humana, en el amor humano, en el respeto a los demás, en la cercanía a todo lo verdaderamente humano que hay en la vida. Pero no sólo eso.

Si damos un paso más, tenemos que llegar a la conclusión de que las instituciones religiosas, que invocan la autoridad de Jesucristo, no pueden invocar un presunto poder, emanado de Jesús, en virtud del cual se sienten en el derecho de recortar, disminuir o anular los derechos fundamentales de las personas, las libertades de los ciudadanos, condicionar la laicidad de los poderes públicos, siempre que esos poderes se ajustan a los derechos humanos aprobados por la comunidad internacional. Concretamente, si como bien se ha dicho, en España hemos pasado, en los últimos treinta años, del “consenso constituyente” al “conflicto permanente” 45 , es de suma importancia que, no sólo las instituciones políticas, sino igualmente las distintas confesiones religiosas se pregunten en qué sentido y hasta qué punto también ellas están siendo responsables de esta situación de casi permanente conflictividad que a todos nos perjudica y que tanto deteriora nuestra convivencia y nuestro progreso.

La universidad reconoce la obra teológica de José María Castillo

El futuro de la Iglesia y de la teología

Para terminar, me parece decisivo insistir en que la Iglesia tendrá futuro y la teología podrá pervivir en la medida en que ambas – Iglesia y teología – tengan el coraje y la libertad de tomar y seguir un rumbo distinto al que han seguido y han sido fieles hasta ahora. Como todos sabemos, durante siglos, la teología (siempre controlada por la Iglesia) se consideró a sí misma la “regina scientiarum”, el centro de todos los saberes y el poder normativo para marcar el camino que cada disciplina tenía que seguir. Por suerte para todos, esta posición preponderante de la Iglesia y su teología se ha venido abajo y ha perdido su falsa consistencia. El progreso de la ciencia y el avance incontenible de las tecnologías van poniendo a las religiones en su sitio. Todos sabemos que las religiones se resisten al cambio y, con frecuencia, se quedan atascadas en la fidelidad a sus tradiciones de un pasado que ya nunca va a ser determinante en la vida de los individuos y de los pueblos. De ahí, el desajuste que cada día se percibe más fuerte entre teología y ciencia, entre teología y sociedad.

Con frecuencia, este desajuste se pretende explicar por causa de la prepotencia y el afán de mando de los dirigentes religiosos, amparados en presuntos poderes divinos que, si es que tales poderes provienen del cielo, siempre estarán sobre los poderes de la tierra. Es posible que esta mentalidad pueda tener su influencia en la toma de posturas de la religión frente a la ciencia y a los saberes que imparte una Universidad del Estado. Pero no creo que el fondo del problema esté en eso. Al hablar de este asunto, no creo que estemos ante un problema moral, psicológico o axiológico. Se trata, según creo, de un problema estrictamente teológico. Nunca me cansaré de repetir que “en problemas de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría”. Y esto es lo que, con demasiada frecuencia falla en no pocos ambientes religiosos y teológicos. Es la teoría sobre Dios lo que falla. Y entonces lo que ocurre es que, de una equivocada teología sobre Dios, se pueden (y se suelen) sacar consecuencias desastrosas, para las personas, para las instituciones y para la sociedad. Si estoy en lo cierto – según lo que he intentado explicar en mi discurso -, a Dios no lo encontramos en un “Tú” trascendente, que se nos impone desde un poder inapelable. Ya he dicho que esa representación de Dios está en la base y es la explicación de la actual crisis de la fe en Dios.

Porque cada día (por fortuna) es más escaso el número de personas que se atreven a seguir creyendo en ese Dios contradictorio y peligroso. Por eso he insistido en que a Dios lo encontramos en nuestra inmanencia, en lo laico, en lo secular, en lo civil, en lo humano. Y también lo encontramos – esto me parece determinante – en la experiencia simbólica que vivimos en nuestra intimidad, que puede ser la experiencia estética, la experiencia del silencio o la experiencia de la plegaria en cuanto expresión de nuestros anhelos más profundos. La experiencia de los místicos y de tantas personas que, desde la soledad, desde el sufrimiento o desde el encuentro con los otros, han encontrado sentido a sus vidas, es elocuente en este sentido.

Para terminar, si tal es el concepto y la experiencia de Dios, la teología, en cuanto saber que se ocupa del tema de ese Dios al que encontramos en lo humano, si es que debe seguir existiendo en el futuro, tendrá que ser, antes que un saber superior que enseña a los demás saberes, deberá ser un sujeto humilde y modesto que siempre tendrá que presentarse, con humildad y modestia, como un saber humano que aprende de los demás saberes lo que necesita asimilar de ellos para conocer mejor lo humano, para interpretar desde los saberes humanos el significado y el alcance que puede tener la presencia del Dios humanizado entre los seres humanos. Porque – no lo olvidemos nunca – es en lo humano, y principalmente en lo humano donde podemos encontrar a Dios.

Desde este punto de vista, no le faltaba razón a Karl Rahner cuando escribió lo siguiente: “Si es que tiene que seguir existiendo todavía la teología en el futuro, ésta no será ciertamente una teología que se instala sencillamente y a priori “junto a” o “por encima” del mundo, como una especie de mundo aparte. Es decir, la teología no estará “junto a” o “por encima de” el mundo secular o del mundo laico, tal como es de hecho nuestro destino…. Hay, pues, que decir que la ansiosa pregunta de los teólogos sobre el futuro de la teología no puede recibir sino la respuesta afirmativa que exige una sola condición: la aptitud de la teología para hablar de Dios en un lenguaje secular” 46. Y hoy, sesenta años después del día en que Rahner hizo esta afirmación, los cambios acelerados de las últimas décadas nos empujan a tener que afirmar, con libertad y audacia, que, de aquí en adelante, solamente tendrá sentido y futuro la teología que sea capaz de aportar algún sentido a la vida. Y así, potenciar la mejor respuesta que podemos dar a nuestros anhelos de humanidad. Quiero decir, los anhelos que buscan una forma de vida que, por ser más plenamente humana, por eso es también más plenamente feliz.

¡Muchas gracias!

Conclusión

Concluimos con un texto extraído del discurso de ingreso de José María Castillo en el claustro de la Universidad de Granada como Doctor honoris causa. Su discurso no pretende ser rompedor. Sin que se inserta en aspectos arrinconados de la teología del siglo XX:

«Como es sabido, a partir de la segunda guerra mundial, el pensamiento de Bonhoeffer no fue el único que se orientó en esta “dirección humanista” dentro de la teología cristiana, tanto protestante como católica. En el ámbito del protestantismo, se destaca la teología de Paul Tillich. La convicción de Tillich es que lo incondicionado, lo divino, está presente en toda actividad humana. Y las consecuencias de este planteamiento son de enorme envergadura. Porque, para Tillich, esto quiere decir que, ante todo, lo divino no se debe buscar “separado” de lo humano o “al margen” de la vida. Por eso este teólogo rechazó con fuerza lo que él llamaba el “sobrenaturalismo” que establece un segundo mundo, un mundo de realidades divinas al margen y por encima del mundo de aquí abajo. De donde resulta una consecuencia teológica de primera importancia, a saber: no hay ningún dominio de la vida que quede excluido de esta dimensión incondicionada o que sea extraño a esta preocupación última. Por eso, según Tillich, hay que curar al ser humano. La salvación no es la evasión de lo humano, sino la unidad consigo mismo como con el fundamento divino del propio ser.

Por su parte, en la teología católica de los años 40 del siglo pasado, se hicieron notar con fuerza las grandes figuras teológicas que fueron los inspiradores de los documentos del concilio Vaticano II. Aquellos hombres fueron los creadores de la Nouvelle Théologie, promovida principalmente por los jesuitas franceses (Bouillard, De Lubac, Daniélou), la Escuela de Teología de Le Saulchoir, de los dominicos de Francia (Chenu, Congar) y los grandes teólogos centroeuropeos de aquellos años (H. Urs Von Balthasar, Karl Rahner, E. Schillebeecks, H. Küng, entre otros). Una de las convicciones que, en el fondo, potenciaron el pensamiento de estos autores fue la necesidad de superar el dualismo y la contraposición entre lo “natural” y lo “sobrenatural”. Rahner supo sintetizar esta superación del dualismo “natural-sobrenatural”, “divino-humano”, en la expresión que lo resume todo: el ser humano y su actividad constituyen el “existencial sobrenatural”: cada uno puede y debe entenderse “como el acontecimiento de una autocomunicación sobrenatural de Dios”.

Si se aboga por la reintegración de la Teología en la Universidad pública, es necesario tener muy en cuenta qué Teología y qué libertad tendrían los teólogos para su trabajo.

RedacciónT21

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