Mariano Sigman se licenció en Física en la Universidad de Buenos Aires e inició una prolífica carrera por distintos lugares y ramas de la ciencia. Se doctoró en Neurociencias en Nueva York, y en la actualidad es investigador en Ciencias Cognitivas en París. Además, este argentino de 32 años es un excelente divulgador científico, como lo demuestra en su libro El breve lapso entre el huevo y la gallina. En esta entrevista –entre ovejas con complejo de Edipo y un marciano que llega a la estratosfera– nos conduce en un viaje para entender algo del mundo del cerebro y la tarea de los científicos.
—Ud. se dedica a la neurociencia integrativa. ¿Podría contarnos de qué trata esta especialidad?
—La neurociencia es la ciencia que estudia el funcionamiento del cerebro. No es demasiado "chovinista" darle un nombre al estudio de un órgano –nadie se jactaría de estudiar higadociencia–, sino más bien el reflejo de una verdadera explosión de un campo. En el congreso de la sociedad estadounidense de neurociencias participan cerca de 30.000 personas cada año. Todas estudian el cerebro. Otra diferencia es la naturaleza recursiva de este estudio (estudiamos el órgano que nos permite estudiar) y el control del cerebro sobre el resto de los órganos, que hace que casi todo, aún la "higadociencia", sea de alguna manera neurociencia. De la misma manera que el estudio de la materia puede hacerse a distintas escalas (físicos estudiando partículas; químicos, moléculas; biólogos, células; físicos otra vez, materiales extensos; meteorólogos, tormentas, y físicos (están por todos lados), los planetas y el universo), el cerebro puede estudiarse a distintas escalas. La neurociencia integrativa es el estudio a gran escala del cerebro. La termodinámica de los estados cerebrales. Pero integrativo quiere decir muchas veces (y en mi caso también vale) no la integración en el espacio, sino la integración metodológica: de experimentos, modelos, computación, matemática. Siendo que los problemas a gran escala son difíciles incluso de postular, ambas versiones de neurociencia integrativa terminan pareciéndose.
—¿Qué es lo que más le interesa investigar, en qué ha estado trabajando en los últimos tiempos?
—Grosso modo yo trato de entender la arquitectura de los pensamientos. Descomponer un flujo de actividad de estados neuronales en estados estables y estudiar la transición de estos estados, a la manera en que lo hizo Freud en su momento, tratando de entender el lenguaje de los pensamientos, los que se superponen, los que se implican (y los mecanismos de superposición e implicación), pero un poco más fierrero. Creo que casi todos los que estamos en este asunto empezamos a trabajar en una metáfora, en una idea general sobre la cual nos da gusto circular. Después uno vive obsesionado por detalles menos importantes y cada tanto viene bien recordarse por qué uno se metió en esto.
—A nivel cerebral, ¿cuáles son las diferencias sustantivas con nuestros antepasados?
—Muchas y pocas. Hay viejos clichés que son ciertos, pero que no dejan de formar parte de mitos del pasado, o de argumentos simplistas que en otros escenarios nadie defendería. Tales como: la corteza cerebral humana está más desarrollada – la corteza cerebral participa de los procesos cognitivos más elevados (a diferencia de controlar la homeostasis que es papita para el loro), luego, es normal que seamos mucho más inteligentes que los canguros. Hace pocos días, un tal Asafa Powell corrió los 100 metros en 9.77 segundos y se convirtió en el hombre más rápido del planeta. ¡Una diferencia de 10 milisegundos! El punto es que en una obsesión por marcar récords se establecen diferencias que son ínfimas y que lo que denotan es un enorme empate. Con el cerebro pasa algo parecido. El punto tal vez más remarcable es cuánto nos parecemos a los ratones o a las ovejas con su complejo de Edipo. Dicho esto, hay un punto importante y es que los ratones y las ovejas no leen, ni hablan sueco, ni juegan al Go (lo cual probablemente no es mucho más difícil que hacer lo que hacen). Esto lo que muestra es la profunda capacidad de reciclaje (en la escala corta del aprendizaje en vida de cada uno, y en la más larga del aprendizaje cultural) del cerebro para adecuarse a distintas funciones.
- Importante panorama de cambios
"Fluir el cerebro de maneras alternativas, vía drogas nuevas, cables o lectores que puedan leer estados mentales mejor que nuestros propios músculos (como muchos cyborgs lo hacen), abre un panorama de cambios importantes. Esta posibilidad, la de puentear el músculo para fluir al espacio exterior, es para mí uno de los cambios más trascendentes. "
Visualizar el código es entender el lenguaje
—Recientemente se dio a conocer un nuevo sistema de cálculo desarrollado por matemáticos suizos, que unido a la potencia de una súper computadora de IBM, llamada Cerebro Azul (un modelo en tres dimensiones del cerebro humano) permitirá que los científicos puedan observar el código eléctrico cerebral. ¿Qué significará poder observar el código cerebral? ¿Cuál es la diferencia entre esta tecnología y la resonancia magnética funcional, que era la única manera de ver el cerebro hasta ahora? ¿Cuáles son los futuros alcances que promete?
—Sobre Cerebro Azul deberían entrevistar a Guillermo Cecchi, mi compañero, que ahí anda metido. Visualizar el código es entender el lenguaje. Imaginen que llega un marciano a la estratosfera y ve que hay un montón de gente que hace cosas más o menos repetibles, que se maneja en vehículos parecidos y que emite sonidos más o menos coherentes. El tipo quiere entender qué somos y empieza a sacar conclusiones. Primero escribe que hay un montón de gente, de altura más o menos variable. Caracteriza nuestro día, nuestra noche, nuestra anatomía. El tipo en algún momento se da cuenta de que nos hablamos los unos a los otros (que emitimos mensajes auditivos con significado). Que frente a ciertos sonidos respondemos siempre (o seguido) de la misma manera. El tipo se da cuenta de que hay sonidos que se repiten. Si es astuto se dará cuenta de que hay palabras. Y si es más astuto entenderá el significado de cada palabra, y si es un marciano campeón se dará cuenta de que hay estructura: gramática y sintaxis, de que los verbos se conjugan, que existe el género, el plural, el sujeto, el predicado. Entonces habrá entendido el código. Nosotros tratamos de entender el lenguaje de las neuronas, o de grupos neuronales. Cuáles son las palabras, las frases, las unidades en las que se descomponen los estados neuronales y las reglas en este espacio de unidades. El campeón de la biología moderna (pese a su gran fracaso en este rubro) es Francis Crick, precisamente porque entendió el código de la genética. Y a partir de ahí el resto fue dar vuelta a la manivela. Dedicarse a escuchar cintas y reescribir la biblioteca de Babel. La neurobiología es de alguna manera el gran fracaso de la época y en parte por eso se ha vuelto una obsesión. A fuerza bruta se meten 10, 100 o 500 electrodos (como si nuestro supuesto marciano dejase colgar 500 micrófonos de finos hilos transparentes para multiplicar sus datos y escuchar así, no a una, sino a cientos de personas) o de manera análoga los resonadores magnéticos (utilizados para obtener imágenes de la actividad neuronal en todo el cerebro) se vuelven más potentes (yendo a campos magnéticos que hacen levitar a pequeños animales), como si la foto meteorológica de nuestro marciano mejorase notablemente de resolución hasta convertirse en el mapa de Google, un panóptico capaz de escuchar el cerebro entero al unísono a una resolución espeluznante. Y en el camino se caracterizan rasgos del lenguaje del cerebro y de cómo cambia a lo largo de su estructura. Como que los alemanes utilizan palabras más largas, que los suecos más fonemas, que los polacos más declinaciones o que París tiene una arquitectura uniformemente haussmaniana y que Buenos Aires le da la espalda al río. Así nuestro marciano será capaz de generar incluso Parises o Buenos Aires, y canciones que suenen al idioma que quiera, pero, tal vez, como decía Héctor Pena, no haya entendido una goma.
Cada uno de nosotros somos el resto del mundo
—¿Qué hay de las ya enormes posibilidades detrás de la cyborgización del ser humano normal? ¿Se trata de una sustitución o una verdadera transformación de la acotada inteligencia humana?
—En el fondo hay que hacer un esfuerzo para no caer del todo en el delirio. Para mantenerse en la buena senda. El cerebro genera todo el tiempo un modelo del mundo. Infiere. Por eso, aun cuando a veces no hay nada afuera, soñamos o imaginamos, o escuchamos nuestras propias voces aun cuando no seamos esquizofrénicos. Lo que quiero decir, sin que sea demasiado new age, es que de alguna manera estamos en un equilibrio, que es dinámico, con el resto del mundo. Equilibrio un poco particular porque nosotros (cada uno) también somos el resto del mundo. La noción de identidad es complicada y los ejemplos son clásicos y enseguida se vuelven cartesianos. Si trasplanto íntegramente mi cerebro al cuerpo de mi vecino, ¿quién soy? Por suerte, como siempre nos salva el Diego y el argumento cartesiano se estrella. Imagínenlo sin su cuerpo o sin su cerebro. En cualquiera de los dos casos, no es él. La cyborgización es parecida. De alguna manera ya estamos cyborgizados, de la misma forma que el control de la agricultura es una técnica ancestral de manipulación genética. Los organismos genéticamente modificados, o los clones, son exacerbaciones tecnológicas del mismo fenómeno. Usar asiduamente un martillo o un caballo es estar cyborgizado. De cualquier manera, los cambios de escala seguidos se vuelven cualitativos y este puede ser el caso. El cerebro fluye (en ambos sentidos) vía sensaciones, acciones y círculos que se generan en el camino con el ambiente, con él mismo, con el cuerpo, con martillos y con otros cerebros. Fluir el cerebro de maneras alternativas, vía drogas nuevas, cables o lectores que puedan leer estados mentales mejor que nuestros propios músculos (como muchos cyborgs lo hacen), abre un panorama de cambios importantes. Y dirán los mejores conservadores, los cautos: tal vez con razón, por lo tanto hay que estar atentos. Esta posibilidad, la de puentear el músculo para fluir al espacio exterior, es para mí uno de los cambios más trascendentes.
—Estamos hablando de un sistema cooperativo hombre- máquina, o un hombre con dos cerebros ( uno humano y el otro artificial). ¿Cómo cree que este fenómeno transformará los conceptos de enseñanza y de aprendizaje en las próximas generaciones?
—Quién sabe. La vieja pregunta del Dormilón, o de Matrix , o de tantos otros que la volcaron antes sigue abierta y es una pregunta de fondo, me parece, para la filosofía y la política. Si todos vivimos dopados en un estado de permanente felicidad, pero sólo aparente, porque en el fondo un ciudadano externo a este mundo que no ha tomado la pastilla ve que nuestros cuerpos viven vidas miserables. ¿Estamos de acuerdo? Yo creo, como dije antes, que el cerebro tiene una plasticidad mucho más grande de la que se cree, y de la misma manera que hemos logrado llegar a un punto del cual muchos chovinistas se enorgullecen, como el lenguaje, Bach, los impresionistas y Fontanarrosa, creo que las nuevas tecnologías pueden establecer transformaciones enormes en pilares muy fundamentales de nuestra existencia. La estabilidad tiene un valor que para casi todo el mundo es agradable. Casi todos los jaques a la realidad (los delirios de la infancia, los sueños, las drogas alucinógenas, la esquizofrenia) tienen un factor común que son los malos viajes: la posibilidad no despreciable de caer del lado de la angustia. Generar un marco de coherencia, donde los objetos no dejan de ser rígidos, donde nada se mueve aunque la retina se esté moviendo todo el tiempo, donde los cuadrados son cuadrados aunque nunca sus lados sean iguales, es una especie de defensa. Con las nuevas tecnologías, como ya pasó con las drogas, sucederá probablemente algo parecido. Se convertirá a la vez en un objeto preciado, en un tabú, en un instrumento de poder.
Equilibrio de fuerzas
—Y si efectivamente afectaran la identidad del ser humano, ¿cuáles serían las probables consecuencias para los seres humanos de sobrevivir con una forma de vida más inteligente y/ o más compleja?
—Sin duda que afectarán la identidad, como la afectan transformaciones mucho menores, como por ejemplo el cambio de idioma. Las probables consecuencias son todas. Los científicos que intentan encontrar vida extraterrestre inteligente tienen un estimativo que es completamente especulativo. Pero el punto importante es que intervienen distintos factores, la probabilidad de que haya un planeta, de que este tenga temperatura adecuada, de que se desarrolle la vida, etc. El último es que la civilización inteligente no se destruya a sí misma. Todo esto no es nuevo y no será la neurociencia quien decida el juego. Sin embargo, hay preguntas pertinentes. Un grupo grande de investigadores se dedican a estudiar la conciencia. Asumamos, en el mejor (o peor) de los casos que les va bien. Que encuentran un sustrato material que es una base causal de los estados conscientes. ¿Qué hacemos? Asumamos que en unos años se generan pistolas magnéticas capaces de inducir corrientes donde se les dé la gana y por lo tanto de generar o destruir los estados que vuelven conscientes. Entonces, algún loco ambicioso podrá lanzarnos pistoletazos anticonciencia a todo el mundo, volvernos zombies y tener al universo hipnotizado. Cierto. El único argumento en defensa de este posible escenario catastrófico (sin dejar de lado el fatalismo) es que ya estamos del otro lado. Que si el lado oscuro enloquece del todo y no se contenta con destruir algunos puntos precisos del planeta sino el planeta entero, ya cuenta en sus manos con un arsenal adecuado y que la pistola magnética que alterara los estados conscientes no cambiará demasiado la capacidad de barbarie. Los físicos de principios del siglo pasado estuvieron muy atentitos a estos factores de escala y se dieron cuenta de que una bomba un poco más y un poco más y un poco más potente alcanzaba un punto en el que se volvía inmanejable. Y a conciencia, en un ejemplo casi único en la historia, buscaron una solución para este problema que fue una especie de preludio de la guerra fría. Equilibrar las fuerzas bajo la confianza de que ningún grupo demasiado grande es enteramente suicida. Los neurobiólogos más de avanzada no deberían ser completamente ingenuos en estos menesteres. En fin, me fui lejísimos, volvamos al cerebro.
—Ud. afirma que la llamada década del cerebro ha sido más prolífica en datos y avances tecnológicos que en ideas. ¿Cuáles han sido los avances más significativos y, dentro de las pocas ideas, cuáles las más visionarias?
—Es que justamente, no las hay. Es como si me preguntan cuál fue la mejor lluvia de una temporada de sequías. Hay conceptos importantes que se han ido trillando lentamente. Uno es de la extrema plasticidad del cerebro. Encontrar la plasticidad material, la regeneración neuronal, después de romper el mito falso de que el cerebro no renueva su sustrato (las neuronas) a partir de la adultez. Mostrar que esto tiene una relevancia cognitiva. Al mismo tiempo, y por las mismas vías, la plasticidad de la identidad, la capacidad de una neurona (o incluso de células que no son neuronas) de volver a incorporarse a un ambiente extraño y comenzar un nuevo ciclo. Y la plasticidad a gran escala, de cortezas auditivas que se vuelven visuales si son correctamente estimuladas o viceversa. En fin, la moldeabilidad del cerebro a todas sus escalas, si se cuenta con las recetas adecuadas.
Un paseo por la ciencia
—Si tuviera que hacer un mapa mundial del patrón de desarrollo científico de los últimos años, ¿cómo sería?. Y específicamente en neurociencias ¿cuál es el país más avanzado? ¿Existe una coherencia interna dentro de las neurociencias a nivel mundial?
—Seguramente se parece al mapa de la energía eléctrica consumida, que a su vez se parece a todos los mapas que se correlacionan con el desarrollo. Es decir, Estados Unidos es por lejos el país más avanzado. En cuanto a la coherencia yo diría que más bien hay demasiada, en parte por lo que pasa en todos los otros rubros: que hay que estar adecuado a las normas. La comunidad neurocientífica, que estudia las sensaciones, las percepciones, el conocimiento y sus respectivas maquinarias es sumamente conservadora.
—Ud., además de científico, es un excelente divulgador científico, como lo demuestra en su libro "El breve lapso entre el huevo y la gallina" con historias interesantísimas. Divulgar la ciencia requiere intentar explicar la complejidad de los conocimientos científicos en lenguaje cotidiano, para el que no sabe. Y Ud. mismo afirma –haciendo referencia a la trayectoria de Isaac Asimov que la manera de contar la ciencia admite infinitas categorías, que en el fondo es una cuestión de gustos. ¿Cuál elige Ud.?
—Sí, los caminos que se pueden elegir son infinitos… Yo he elegido hasta ahora, o tratado de elegir en la medida de lo posible, el de la crónica. El del paseo. La ciencia para mí tiene que ver con un aspecto muy fundamental de la curiosidad, de abrir puertas a escalas extrañas, de mezclar líquidos para que salgan humos, de observar hormigas, estrellas. Yo trato de contar crónicas de estas aventuras como manera de divulgar la ciencia.
—¿Qué libros de divulgación científica y sitios de internet recomendaría para conocer más del mundo que nos rodea?
—En casa de herrero, cuchillo de palo. Yo casi no leo libros de divulgación. Hace un buen tiempo, antes de entrar a la facultad, los grandes clásicos de la divulgación de la colección gris de Tusquets (Metatemas) fueron para mí muy motivantes. Creo que es hora de renovarlos y generar un espacio de divulgación menos vetusto. Diego Golombek, con su colección “Ciencia que ladra…” está haciendo un muy buen esfuerzo por hacer una divulgación fresca. Eduardo Martínez tiene un sitio, tendencias21, que está haciendo con mucho esfuerzo propio y con mucha generosidad. Creo que puede ser un espacio interesante para que se vuelque y se aprovechen sectores del pensamiento crítico de la ciencia del mundo hispano.
Esta entrevista se publicó originalmente en Educar, el portal educativo del Estado argentino. Se reproduce con autorización.
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