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Después de Obama. Estados Unidos en tierra de nadie.

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Después de Obama. Estados Unidos en tierra de nadie.

Vicente Palacio: Después de Obama. Estados Unidos en tierra de nadie. Madrid: Los Libros de La Catarata, 2016 (136 páginas).

En la recta final de su mandato presidencial, comienzan a publicarse los primeros balances sobre la política del presidente Obama a lo largo de sus dos legislaturas. Uno de los primeros trabajos en aparecer en castellano, con prólogo de Javier Solana, se debe a Vicente Palacio, director del Observatorio de Política Exterior (OPEX) de la Fundación Alternativas (muestra de la creciente importancia adquirida por la disciplina y profesionalización de las relaciones internacionales en nuestro país).

Cualquier aproximación a la gestión de Obama deberá, inexorablemente, tomar en consideración el contexto en el que asumió la presidencia de Estados Unidos. En concreto, cabe recordar el pesado legado de la administración presidida por Bush junior; el descrédito de la imagen exterior de Estados Unidos (incluso entre algunos de sus tradicionales aliados); las guerras abiertas en Afganistán e Irak. Sin olvidar, por último, pero no menos importante, la crisis económica y financiera de 2008.

En suma, el reto que tenía Obama por delante, tanto en el ámbito interno como en el exterior, era enorme. A ello se añadían las ingentes —e irreales, en no pocos casos— expectativas suscitadas por el primer presidente afroamericano de la historia, que rebasaban incluso el propio espacio estadounidense para encontrar cierto eco en otras partes del mundo.

Sin embargo, como señala el autor, el margen de maniobra que tenía el presidente se había reducido considerablemente por los mencionados condicionantes; y, por extensión, también su capacidad de actuación exterior por heredar un mundo diferente y en rápida transformación.

Pese a estas dificultades, Obama logró reflotar la primera economía mundial no sin críticas a su gestión continuista, más centrada en rescatar el poder financiero (Wall Street) que a las familias de rentas medias y bajas (Main Street) que, en palabras de Vicente Palacio, pagaron “los platos rotos de la fiesta”.

Pero haber salvado parcialmente la economía, o precisamente por haberla rescatado en esos términos,  no excluyó ni atenuó el consiguiente descontento político. Las expectativas depositadas en Obama comenzaron a frustrarse el primer año, con un notable descenso de su popularidad.

Otras medidas de corte más progresista de su agenda, como las relativas a la salud o el denominado Obamacare, tampoco contribuyeron a recuperar el entusiasmo inicial de su presidencia. De hecho, el autor se pregunta “¿Cómo es posible que una reforma que pretendía dar cobertura sanitaria a cuarenta y cuatro millones de estadounidenses fuera recibida con recelo por amplios sectores de clase media?”; y responde, a continuación, como influyó negativamente la campaña conservadora de “intoxicación”, además del “incremento de la factura sanitaria” y el beneficio del “sector privado”.

En esta misma línea de actuación, otras iniciativas políticas han tropezado con obstáculos prácticamente insalvables. Un ejemplo elocuente es cómo han chocado las medidas para limitar la venta de armas con la férrea oposición de la Asociación Nacional del Rifle.

Ante estos imperativos, es obligado preguntarse sobre la salud de la que goza la democracia estadounidense (y, también, de otros países democráticos) cuando los programas —políticos, sociales y económicos— de los candidatos o partidos elegidos se ven sistemáticamente limitados, por no decir que alterados o vaciados de todo contenido sustancial, por grupos de presión o lobbies vinculados a poderes económicos, financieros e industriales; y que terminan reconfigurando dichos sistemas en democracias restringidas  (Jorge Rodríguez) o de baja intensidad  (Barry Gills y Joel Rocamora).

Su política exterior no ha estado menos condicionada por las circunstancias adversas en el ámbito doméstico, pero también por los cambios registrados en las relaciones internacionales.

La ilusión unipolar que siguió al fin de la Guerra Fría y la extinción de la Unión Soviética (en particular, con el frustrado intento neoconservador de articular una nueva hegemonía estadounidense),  dejó paso a un mundo mucho más complejo o de una multipolaridad tan extrema que algunos analistas no han dudado en catalogar como la era de la no polaridad  (Richard Haass) por no responder a las pautas de comportamiento de un sistema multipolar clásico, liderado por cinco o seis grandes potencias. En su lugar, el poder se ha fragmentado en numerosos polos que hace prácticamente irreconocible la multipolaridad.

El autor advierte que Obama difícilmente puede ser vinculado a una particular tradición o doctrina exterior estadounidense. Por el contrario, considera que es un “pragmático”, pero no un “realista”; un “liberal”, pero no un “intervencionista”. Una de las principales pistas sobre su fundamentación teórica se encuentra en la larga entrevista concedida a Jeffrey Goldberg para la revista The Atlantic, el pasado mes de abril: The Obama Doctrine.

Su política exterior se ha caracterizado, en buena medida, por cierto repliegue respecto a la sobreexpansión imperial (Imperial overstretch) a la que fue forzada por la administración neoconservadora. En esta tesitura, destaca su distanciamiento de la guerra (por elección) de Irak. 

Lejos del unilateralismo y del abuso de la fuerza de Bush junior, en opinión de Vicente Palacio, su visión sobre la resolución de los conflictos resulta más cercana a la de Bush senior con su contención ante el Irak de Saddam Hussein después de restituir la soberanía kuwaití en 1991, y de su gestión de la unipolaridad ante la implosión de la Unión Soviética.  

En esta estela, Obama ha mostrado «una mayor aceptación de la multipolaridad», ya sea por los nuevos condicionantes a los que se ha enfrentado como, también, por la «aceptación de los límites del poder estadounidense».

Entre los numerosos y complejos temas que ha abordado su administración, destaca la convulsa región de Oriente Medio y el Magreb, con el estallido de la denominada primavera árabe y la consiguiente represión de la que fue objeto. Con la excepción de Túnez, el resultado es conocido: refuerzo del autoritarismo en Egipto y Bahréin y, en general, en toda la región árabe; además de los Estados fallidos por guerras civiles e intervenciones externas en Libia, Siria y Yemen. Sin olvidar el nuevo desafío terrorista del autodenominado Estado Islámico o Daesh (por sus siglas en árabe).

A esta situación se suman los casos de Afganistán e Irak, donde se pasó de la denominación neoconservadora de “guerra contra el terror” a “gestionar el caos cotidiano”. No menos tensiones han suscitado las relaciones con aliados regionales como Pakistán, Arabia Saudí e Israel. 

Además de lo recelos por la ambigua posición de Washington ante las revueltas árabes y sus presiones para frenar la escalada colonizadora israelí de los territorios palestinos ocupados, lo que más ha irritado a Riad y Tel Aviv ha sido el acuerdo sellado con Irán. Pero un año después del compromiso alcanzado (julio de 2015), Irán no ha logrado la hegemonía en Oriente Medio, ni supone una amenaza existencial para Israel. Por el contrario, como señala Trita Parsi, se evitó una confrontación de consecuencias potencialmente más desestabilizadoras que la invasión de Irak.  

A diferencia del persistente distanciamiento entre Washington y Teherán, la reanudación de las relaciones diplomáticas  con La Habana  transcurren a un ritmo más fluido, rebasando uno de los principales escollos de sus relaciones “post-coloniales” y “post-hegemónicas” con América Latina. No obstante, el epicentro de su interés ha girado crecientemente hacia la región de Asia-Pacífico. Pero en contra de algunas previsiones respecto a China, su principal encontronazo en la escena mundial ha sido con Rusia a propósito del conflicto de Ucrania y la anexión de Crimea.  Sin menospreciar su atención a los problemas de la gobernanza global como el cambio climático.

Además de las obvias críticas, su política exterior no siempre ha estado acompañada de una explicación clara o convincente. Tampoco ha estado exenta de controversia «en el propio equipo de Obama». En algunas ocasiones ha dado la impresión que tanteaba más el terreno que adoptar una posición en firme (por ejemplo, en Siria).

En su recorrido por la presidencia de Obama, Vicente Palacio alude al término de “soledad estratégica” en referencia a su actuación en “escenarios en rápida transformación” o en “tierra de nadie”,  con reglas por “reescribir” en “las finanzas, el comercio global, la ciberguerra o el cambio climático”; además de los mencionados conflictos en Oriente Medio, principalmente, y de las turbulencias con otras grandes potencias o, en algunos casos, ante la emergencias de unas y el declive de otras.
 
 
 
 
 

RedacciónT21

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