Tanto la forma de afrontar nuestra propia vida personal, desde la misma experiencia de nuestro ser hasta los productos de nuestra conducta en toda su diversidad, tienen su origen en las estructuras neuronales. Somos nuestro cerebro como piedra clave de la unidad psico-orgánica de nuestro cuerpo. Si humanismo es profundizar en nuestra realidad humana, la vía actual para avanzar hacia una cultura humanista debe estar fundada en el conocimiento de nuestro cerebro.
La neurocultura debe así fundar el autoconocimiento humano, personal y social, en campos como la filosofía, la teología, la ética, la sociología, la economía y el arte. Francisco Mora (Neurocultura Alianza Editorial, Madrid 2007) ha intervenido en la Cátedra CTR para reflexionar sobre la idea del hombre desde el enfoque de la neurociencia actual. Catedrático de Fisiología Humana en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid y doctor en Neurociencia por Oxford, es una de las autoridades científicas en su campo y desde hace años ha contribuido con diversas obras a profundizar en la antropología neurológica.
No se puede sino estar de acuerdo con la tesis fundamental que defiende Mora en Neurocultura, ya que su tesis no es sino reflejo de la imagen del hombre que hoy nos ofrece la neurociencia actual. Promover, pues, la neurocultura es un estímulo para avanzar hacia un nuevo conocimiento del hombre que nos permita ser mejores desde un fundamento científico. El horizonte de avance sería una humanidad reconciliada consigo misma que venciera el impulso hacia la agresividad para construir en nuestro cerebro los nuevos códigos que nos permitieran ser libres y ver a los otros hombres como hermanos.
Un humanismo fundado en el cerebro
“Todo cuanto existe en el mundo humano –nos dice Mora–, objetivo y subjetivo, es concebido a través del cerebro, órgano por medio del cual se siente, piensa y ejecuta la conducta. Está claro que esta afirmación sorprende ya a muy poca gente porque todo el mundo sabe y tiene por cierto que sin cerebro ni se siente ni se piensa ni se realiza conducta alguna. Pero aún así, pocos saben, son conscientes, de que los códigos de funcionamiento que tiene el cerebro, arrastrados muchos de ellos a lo largo de millones de años, son los responsables últimos de nuestra concepción de todo lo que nos rodea, y que esto incluye a los demás y, por supuesto, a la concepción que tenemos de nosotros mismos. Pero esto también requiere añadir que el cerebro solo no es el ser humano”.
“El ser humano es un organismo completo (cerebro y resto del cuerpo) en constante interacción con el medio (medio que se refiere a lo físico y desde luego a los otros seres humanos). De hecho, el cerebro dedica una parte muy considerable de su trabajo a controlar y actualizar constantemente su relación con el organismo que lo alberga. Con todo, el ser humano es una unidad, cerebro y resto del organismo, desde los receptores que nos informan de todo aquello que nos rodea (órganos sensoriales) hasta la ejecución de nuestra conducta (actividad motora)”.
“Pocas dudas alberga ya la concepción de la unidad del ser humano no dividido éste en dualismos, cerebro y mente, cerebro y espíritu. El cerebro, único ejecutor, da como expresión visible la conducta, siendo ésta, a su vez, el producto de una sensación o percepción, una memoria o un pensamiento. No hay ‘fantasma’ en la máquina. No hay espíritu, si por éste se entiende un integrante del ser humano cuya naturaleza sea diferente a la biología con la que se nace y se muere”.
Sistemas de actividad neuronal y vida psíquica
Nuestra vida psíquica, constituida por sensaciones, percepciones, imágenes de diferentes modalidades, conocimiento, pensamiento, emociones, etc., está en cada uno de sus matices producida por sistemas de actividad neuronal, circuitos neurales, que en gran parte son inconscientes, pero que acaban también produciendo como correlato nuestra conciencia y sus numerosos qualia.
El profesor Mora explica cómo la transmisión de esta activación de circuitos neurales, desde una activación interna o externa, produce finalmente, por ejemplo, las emociones (en lo que ha insistido Damasio), el conocimiento o las imágenes visuales en sus diferentes características (color, forma o movimiento).
La ciencia nos dice hoy, sin lugar a dudas, que nuestra vida psíquica es un efecto real, físico, biológico, neuronal, de nuestro tejido cerebral. Nuestra vida psíquica ha surgido ya en el proceso evolutivo, ampliamente aludido por Mora, pero en el phylum de los homínidos se ha “especificado” hacia lo propio de nuestra especie, ante todo hacia la emergencia de la razón.
“Nuestro cerebro posee neuronas o conjuntos de neuronas (circuitos) capaces de recrear la percepción de un objeto con la visión de sólo una parte del mismo, es decir, sobre la base de memorias previas y con sólo la visión parcial de un objeto, el cerebro es capaz de abstraer y reconstruir ese objeto en todas las dimensiones y posiciones físicas posibles. El cerebro humano trabaja categorizando y clasificando lo visto hasta alcanzar la idea de objetos con propiedades que, aunque extraídas de lo particular, no son exacta copia de los objetos particulares, pero que pueden aplicarse al mundo de los objetos concretos”.
“Hoy se piensa que esta actividad cerebral se encuentra distribuida en amplias zonas de la corteza cerebral cuyo funcionamiento está escrito en códigos de tiempo. El cerebro construye así, de modo permanente, un abstracto con el que identifica los objetos concretos cuando se observan a distancias diferentes, desde diferentes ángulos y en diferentes condiciones de luz …”.
“Es un proceso, pues, que permite resumir y manejar la realidad de todos los días de una manera simbólica, con ideas. Todo ello ha permitido un ahorro considerable de tiempo en los procesos de aprendizaje, memoria y comunicación con los demás”.
“Con esta capacidad, el hombre comenzó su andadura de “pensar”, rompiendo las cadenas de lo particular y concreto, y en esa aventura cerebral entraron también a desempeñar un papel decisivo la conciencia y el lenguaje humanos. La ‘conciencia’, esa otra maravilla que hace al hombre no sólo ‘ver’ y abstraer lo visto, sino también ‘saber que ve’ y comunicarlo simbólicamente. Sin duda, un privilegio único no compartido por ningún otro ser vivo en la faz de la Tierra”.
Un nuevo humanismo neural
Mora es consciente de que la nueva neurocultura puede quizá presentarse ante algunos como una imagen devaluada del hombre: un paso desde la excelsitud a la materialidad. Sin embargo, el verdadero humano no puede fundarse sobre ilusiones, o representaciones incorrectas de lo real, sino sobre las evidencias científicas. Salir de la magia o del misterio hacia la mayor claridad de la ciencia, no nos hará perder excelsitud, sino entrar en la vía que nos lleva a entender con mayor precisión cómo es realmente la verdadera grandeza humana.
“Hay personas cultas, científicos, académicos y humanistas –nos dice Mora– que piensan que cuando conozcamos en detalle cómo se produce y cómo percibimos el verde de las hojas de los árboles; cómo y en qué circuitos neurales de nuestro cerebro se desmenuzan y con qué ingredientes se alaboran las emociones y la conciencia …, el ser humano habrá perdido la esencia de su naturaleza. El hombre entonces, auguran los menos optimistas, habrá perdido el misterio, que es ese añadido mágico que todavía nos hace sentirnos humanos, llenos de vida. Una vida espiritual y diferente de los animales”.
“Por el contrario –asevera Mora–, somos muchos también los que pensamos que conocer quiénes somos, en nuestra más genuina realidad, nos permitirá dar un salto cualitativo, positivo, en nuestra humanidad. Y que desterrar sombras de magia y misterio que en el pasado han envuelto el conocimiento de nosotros mismos nos dará una luz nueva con la que apreciar el mundo y nuestro papel en él”.
Neurofilosofía
Puede pensarse quizá que el progreso del conocimiento científico llevará consigo una pérdida de interés por la filosofía, ya que será la misma ciencia la que alcance los conocimientos que antes se pretendían alcanzar por medio de la filosofía. La filosofía llegaría así a ser innecesaria. En diálogo con Patricia S. Churchland defiende, sin embargo, Mora que la filosofía, en coordinación con los resultados avanzados de la ciencia, deberá seguir teniendo un papel insustituible.
“Tras el debate sobre si la neurociencia –nos dice Mora– de algún modo y algún día, podría sustituir a la propia filosofía, Churchland contentó claramente que no, al indicar que a esta última “quizá le quede la mejor parte del pastel, en el sentido de que la filosofía es la quintaesencia, el lugar perfecto para sintetizar resultados e integrar teorías que vengan de territorios diferentes, porque es panorámica en su visión e integradora en su abrazo”.
“En realidad todos filosofamos –científicos y filósofos– cuando se trata de hallar significado a los nuevos hallazgos científicos, bien sean sobre el hombre o sobre el mismo universo. De esa convergencia, una vez más, nace la neurofilosofía”.
Según esto, la neurofilosofía apunta a dos grandes cuestiones. La primera mira hacia delante por cuanto el conocimiento final pretendido por la filosofía debe hacerse desde los resultados de la ciencia. Por tanto, la neurología y su imagen del hombre deben determinar la forma moderna de hacer filosofía. La segunda cuestión mira al pasado: es decir, lo que hoy nos dice la neurología, ¿cómo nos hace entender el pasado del pensamiento filosófico?
En relación con el pasado, como ya hemos comentado, la neurología moderna nos abre a un mundo monista, no dualista, en que los contenidos de nuestro mundo psíquico deben entender como producidos por estados sistémicos del cerebro. En relación con el futuro, la grandes preguntas de la filosofía, a cuya respuesta debe contribuir la neurología, son la mente, la conciencia y el “yo”.
Y las respuestas que hoy se van configurando apuntan también a su explicación con estados sistémicos del organismo, relacionado con el medio interno y externo, pero confluyendo en la activación específica de las estructuras neuronales.
Neuroteología
La actividad religiosa no podría entenderse sino como producida, de una u otra forma, por la actividad misma del sistema neuronal. En relación con esto Mora se adentra también en el estudio de lo que ya hoy algunos llaman la “neuroteología”. Deben de existir algunos circuitos que sean el sustrato neural en que se asienta la experiencia religiosa que se constata en la actualidad y a lo largo de la historia.
“Algo está, yo creo, nos dice Mora, fuera de toda discusión (y en ello estoy en absoluto acuerdo con Wilson) y es que la creencia religiosa, en la forma que se quiera, es una fuerza poderosa ‘y con toda probabilidad una parte irradicable de la naturaleza humana’ (Wilson 1978). Debe, por tanto, estar anclada de forma profunda en el cerebro y posiblemente arrancar conjuntamente con el origen del propio pensamiento humano. Estudios cognitivos recientes nos adentran en la idea de que los mecanismos por los que se adquieren, mantienen y transmiten los conceptos y las ideas religiosas, no difieren de los que utiliza el cerebro normalmente para adquirir cualquier otro tipo de conocimiento. Ello ha llevado a explorar con más y más intensidad los fundamentos naturales de la religión. Este campo de investigación es relativamente nuevo, no tiene más de diez años, y la especialidad de estos estudiosos incluye no sólo a teólogos, sino a filósofos y psicólogos y más recientemente también a neurocientíficos”.
En relación con esto, Mora cita un Editorial de Nature Neuroscience (1998) que dice: “Las creencias religiosas y morales son ahora ellas mismas vistas como objetos legítimos de estudio científico y de explicación científica. La religiosidad tiene un componente genético y es razonable preguntarse si las creencias religiosas y los preceptos éticos pueden representar adaptaciones evolutivas que pueden ser investigadas por las neurociencias cognitivas. Para muchos científicos, todo ello tiene que ver con accidentes arbitrarios de nuestra historia evolutiva y cultural”.
Mora expone, ya desde las primeras experiencias de Persinger en la década de los ochenta, cómo la activación de ciertas zonas del sistema límbico conectadas con los lóbulos temporales (como a veces pasa en casos extremos de epilepsia) lleva consigo la inducción de intensas experiencias religiosas, de naturaleza mística en general y de unión con el cosmos. Esta unión de elementos cognitivos (lóbulo temporal y conexiones prefrontales) y emocionales (sistema límbico) deriva en una intensa sensación de placer y plenitud vital.
Es, pues, un hecho que esto sucede. Parece indicar, sin lugar a dudas, que la actividad religiosa surgió muy tempranamente en la humanidad prehistórica, hasta el punto de construirse evolutivamente una localización metafísico-religiosa que hemos heredado y sigue activa, en unos más y en otros menos.
¿Cómo interpretarlo? Detrás de estas experiencias, ¿se esconde realmente una presencia de la Divinidad? ¿Tiene o no tiene sentido, congruencia con la realidad, la experiencia religiosa? La ciencia, más allá del puro hecho, o la neurocultura en la que se mueve Francisco Mora, no pueden responder. Se trata de una cuestión filosófica, o incluso teológica que, probablemente, teistas, ateístas y agnósticos responderán de distinta manera.
Neuroética, neurosociología, neuroeconomía, neuroarte
A través de la lectura de Neurocultura nos introduce Mora en la comprensión extendida de cómo la ética, la sociología, la economía y el arte, dependen de activaciones de circuitos, de sesgos y de sistemas neuronales. Profundizar en el conocimiento real de todos estos aspectos de la creatividad humana no puede hacer sin el conocimiento del sistema neuronal que sirve de soporte y que nos permite atisbar caminos científicos para llegar al humanismo.
Un tema debatido es hoy el referente a la determinación de la conducta. ¿Cabe decir que somos algo así como un robot biológico o neural? Esta problema ya ha sido debatido en otros artículos de Tendencias de las Religiones.
Nuestra experiencia fenomenológica y el orden social se fundan tanto en la persuasión de que somos seres libres responsables (lo que no significa “incondicionados” o “actuando sin causas”) como en la persuasión de la existencia de casos en que nuestra vida está casi inexorablemente impuesta por determinismos (como se ve en muchos atenuantes jurídicos).
“¿Quedará el ser humano –se pregunta Mora– reducido a un “robotizamiento” de la conducta? ¿Llegaremos a reducir al ser humano a un ensamblaje de piezas en su cerebro como si de un ordenador o el motor de un coche se tratara? Y, si ello fuera así, ¿podríamos llegar a sentirnos más predecibles en nuestras decisiones y por ende menos libres?
Sin duda existe una enorme preocupación ante todo esto. Pero yo no creo posible que nunca se alcance una mecanización de la conducta humana, ni tampoco se llegue a vislumbrar una sociedad como la que dibujó Aldous Huxley en su novela Un mundo feliz.
Entre otras cosas, porque el cerebro no es determinístico, sino un sistema abierto en constante cambio e interacción con su medio ambiente y social. Lo que para mí está claro es que todo esto nos debe conducir a ubicar cada vez mejor la naturaleza humana en su más ‘real’ contexto biológico y con ello ayudar a despejar las sombras y brumas de quiénes somos”.
Una reflexión desde la teología
La obra de Francisco Mora es una apelación a la cultura para que se ilumine desde el conocimiento producido por la ciencia, y en especial por la imagen neurológica del hombre. También en este sentido es una apelación a que las teologías, y también la cristiana, se enriquezcan desde la nueva imagen del hombre.
No cabe duda de que la teología cristiana ha ido atravesando momentos de la historia de la cultura y de la ciencia muy diversos. En la actualidad, las teologías deben hacerse eco de los resultados de la ciencia y repensar su sentido y su cosmovisión desde las nuevas variables que impone el avance del conocimiento.
Un tema de reflexión importante es la visión unitaria del hombre, fundada en la naturaleza biológica y neuronal que nos constituye, en una línea monista y no-dualista, tal como expone Francisco Mora. La teología bíblica, tal como hoy se ha estudiado ampliamente no fue “dualista”. Pero sí fue dualista la interpretación del cristianismo que, por influencia del dualismo griego, de Platón y Aristóteles, pasó a gran parte de la Escolástica.
El dualismo está hoy presente todavía en muchos ámbitos del cristianismo. Sin embargo, un gran número de teólogos está hoy recordando que la imagen del hombre en la teología cristiana no es necesariamente dualista. Es lo que puede verse en la exposición del teólogo Angel Cordovilla, en la Sesión del Seminario de la Cátedra CTR del 17 de mayo de 2007.
El hombre es, para el cristianismo, una esencia abierta, libre y racional, de una naturaleza mundanal uniforme con el universo, capaz de sentir la apelación divina y entablar una respuesta dialogal con Dios. La pervivencia más allá de la muerte no se debe a la naturaleza de un “alma platónico-aristotélica”, sino al poder salvador de Dios que nos asume y re-crea en una nueva dimensión.
El físico de partículas y teólogo anglicano John Polkinghorne ha escrito este texto que puede valer como ejemplo de cómo se piensa hoy en el cristianismo desde una idea no dualista del hombre.
“Pretender que el entendimiento de la naturaleza humana en el nuevo milenio será en términos psicosomáticos no es, por tanto, de ninguna manera capitular ante un craso fisicalismo reduccionista. La materia de nuestros cuerpos por ella misma no puede ser de significación permanente para lo que significa ser una persona, porque esta materia está en continuo cambio por el desgaste, la comida y la bebida. Tenemos muy pocos átomos en nuestros cuerpos que estuvieran hace cinco años. Lo que permanece el patrón (pattern) dinámico y en desarrollo en que dichos átomos están ordenados. El alma –el yo real- es el patrón portador de una casi infinita y compleja información constituido por la materia del cuerpo. En una palabra, el alma es la forma del cuerpo (notemos que en el sentido explicado, no en el aristotélico). El patrón, obviamente, se deshará en la muerte, pero me parece que es una esperanza perfectamente coherente que Dios recuerde el patrón que yo soy, manteniéndolo en el espíritu divino, para reconstituirlo entonces en un acto de resurrección. El contexto para este acto sublime de re-encarnación será la nueva creación, un reino escatológico inagurado en el evento seminal de la resurrección de Cristo. En otras palabras, la esperanza cristiana no es la supervivencia, como si fuera la expresión de una inmortalidad humana intrínseca, sino la resurrección, la expresión de la eterna fidelidad de Dios”.
Javier Monserrat, Profesor Titular en Universidad Autónoma de Madrid, es miembro de la Cátedra CTR.
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