Juan Meléndez Sánchez (Ávila, 1964) se licenció en Física por la Universidad de Salamanca y realizó su tesis doctoral en el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas). En la actualidad es profesor de la Universidad Carlos III de Madrid (UC3M), donde combina sus investigaciones en el Laboratorio de Sensores, Teledetección e Imagen en el Infrarrojo con la docencia en el seno del departamento de Física y una de sus grandes pasiones: la divulgación científica.
Lleva más de una década impartiendo cursos sobre historia y filosofía de la ciencia y ha publicado recientemente un libro con el objetivo de entender el mundo en que vivimos: De Tales a Newton: ciencia para personas inteligentes (Ellago Ediciones, 2013). Una obra que está en continua evolución en el blog que lleva ese mismo título. De él habla en esta entrevista publicada en la web de la UC3M:
¿La ciencia es solo para personas inteligentes?
Bueno, me temo que el título del libro puede desanimar a más de uno, pero no debería hacerlo. La inteligencia a la que me refiero es una actitud, no un valor del cociente intelectual. Es tener curiosidad, querer entender el mundo que nos rodea y tener el gusto de pensar y hacerse preguntas. La ciencia es para las personas que tienen esa inquietud y yo creo que eso es algo que tenemos todos de niños, cuando todo es nuevo para nosotros y lo vemos como un misterio. Sólo que somos demasiado pequeños para tener el sentido crítico y la capacidad de razonar que requiere la ciencia. Y cuando somos suficientemente mayores para tenerlos, muchas veces lo que hemos perdido es la curiosidad…
Aboga por desaprender la ciencia que conocemos. ¿Por qué?
En el colegio nos enseñan muchas cosas, pero las aprendemos sin entenderlas realmente. Por ejemplo, que la Tierra es redonda o que se mueve alrededor del Sol. De mayores lo damos por hecho, como si fuera evidente, pero no lo es en absoluto y la mayoría de nosotros no sabemos en realidad explicar por qué es así. Si tuviéramos que convencer a un escéptico no seríamos capaces. En realidad, muchas veces lo que mata la curiosidad científica es precisamente la enseñanza: nos dan un montón de respuestas antes de que nos hayamos hecho las preguntas, con lo que el asunto pierde toda la gracia. Por eso yo empiezo el libro invitando al lector a desaprender, a mirar el mundo con los ojos de un griego del siglo VI antes de Cristo, que no sabe nada de lo que nos enseñan a nosotros en el colegio sobre la Tierra, el Sol o las estrellas, pero tiene los ojos bien abiertos, observa lo que hay a su alrededor e intenta entenderlo. Ese griego va a hacer ciencia y el lector se puede identificar con él y hacer ciencia él también, pensando por sí mismo y descubriendo las cosas antes incluso de que yo se las cuente.
Con los ojos de un griego que, más que conocer la ciencia, la entiende, ¿no?
Sí, una cosa es conocer los contenidos de la ciencia y otra cosa es entender la ciencia. En la universidad, por ejemplo, tenemos alumnos que han estudiado muchos contenidos, temarios enteros de física y química, pero que tienen una idea muy pobre y a menudo muy equivocada de lo que es la ciencia.
¿Y qué es la ciencia entonces?
Es ante todo una manera de mirar el mundo y de pensar sobre él. Es muy corriente identificar la ciencia con sus resultados, con todo el enorme repertorio de conocimientos que nos ha ido proporcionando. Esa es la idea que suelen tener los alumnos, porque llevan años estudiando esos resultados. También le ocurre a mucha gente, que dice que tal cosa o tal otra “es una verdad científica” o que está “científicamente probada”, como sinónimo de que “es verdad sin ningún género de dudas”. Pero yo creo que esta manera de ver la ciencia es un error. Por una parte tiende a mitificarla en exceso, a identificar la ciencia como la única verdad, como si no hubiera otras maneras válidas de acercarse a la realidad; pero a la vez es empobrecedora, porque deja de lado toda su dinámica, todo lo que tiene de humano, lo que la hace algo vivo. La ciencia es una actividad humana, no un catálogo de resultados, de dogmas muertos.
¿Y cuándo nació?
Ocurre como con las personas: tienen una fecha de nacimiento, pero hacen falta bastantes años para que se defina su personalidad y lleguen a ser adultos. La partida de nacimiento de la ciencia está en la Grecia clásica, pero sólo alcanzó la mayoría de edad con Newton. Y de ahí el título del libro, que trata de contar esos años formativos que definieron la personalidad de la ciencia.
¿Era peligroso hacer ciencia en aquella época?
Hay cierta tendencia a presentar a los grandes científicos del pasado como unos héroes o unos mártires, como unos abanderados de la lucha de la luz contra las tinieblas. Carl Sagan escribió muchas páginas con este argumento, páginas que eran muy emotivas pero muy engañosas. No tiene sentido presentar la historia de la ciencia como la de una lucha de buenos y malos. Históricamente casi siempre ha sido peligroso ir contra las ideas dominantes, pero la ciencia trata de cómo es el mundo natural y las ideas sobre la naturaleza nunca han sido tan polémicas como las ideas sobre la política o la religión. Casos como el de Galileo han sido más bien excepcionales; la mayoría de las veces, el principal peligro para los científicos ha sido la incomprensión y la marginación por sus propios colegas. Y aun así, las ideas que han ido triunfando han sido casi siempre las que se merecían triunfar.
Estos grandes científicos también cometieron errores de cierta enjundia…
Claro que sí, pero muchas veces lo que nos parecen equivocaciones en realidad fueron aciertos en su época, y al revés. Los mayores astrónomos de la antigüedad, como Hiparco o Ptolomeo, se opusieron a Aristarco, que defendió en el siglo III antes de Cristo que la Tierra no está inmóvil sino que gira alrededor del Sol. ¿Estaban equivocándose? Hoy sabemos que sí, pero en realidad estaban haciendo la mejor ciencia que se podía hacer en su época. A la luz de la física y de las evidencias de las que se disponía, esta teoría era inverosímil y era más racional creer que estaba quieta en el centro del universo. Por otra parte, tenemos casos como el de Kepler, que llegó a sus famosas leyes sobre las órbitas de los planetas mediante un razonamiento en el que casi todos los pasos eran erróneos. O el de Galileo, que hizo contribuciones extraordinarias a la física y la astronomía, pero menospreció las leyes de Kepler y se empeñó en que las mareas demostraban que la Tierra se movía, un error que complicó aún más su posición ante la Inquisición. Este tipo de pasos en falso casi nunca se cuentan, pero a mí me parecen fascinantes porque creo que nos enseñan mucho más sobre la ciencia que la historia convencional que sólo cuenta los éxitos, como si hubiera que avergonzarse de que los científicos son humanos…
¿Cómo reaccionan los estudiantes cuando les cuenta este tipo de cosas?
Una de las cosas que más les llama la atención es la cantidad de mitos, de leyendas urbanas, que hay en torno a la historia de la ciencia. Por ejemplo, casi todos pensaban que en la época de Colón se creía que la Tierra era plana, y esa era la razón de que Colón no consiguiera encontrar patrocinadores. Les costó creer que eso, que a muchos se lo habían contado en el colegio, era una leyenda.
¿Forma parte la historia o filosofía de la ciencia del programa de estudios de las ingenierías o de las carreras de ciencias puras?
No forman parte de los planes de estudio y creo que es una carencia lamentable. La ciencia y la técnica son parte de la cultura y estamos amputando esa dimensión, sustrayéndosela a nuestros alumnos. Yo tengo la suerte de poder impartir una asignatura sobre estos temas en mi universidad, pero es un Curso de Humanidades, que eligen voluntariamente algunos alumnos. Yo creo que en ciencias y en ingeniería deberíamos hacer lo mismo que en Medicina, donde es obligatoria desde hace muchos años la asignatura de historia de esta disciplina. ¿Y puede la divulgación científica solventar esta carencia?
En los últimos años ha habido un auténtico boom de la divulgación científica en España, pero no tengo claro que se traduzca en más vocaciones científicas ni en mayor cultura científica en la sociedad, porque creo que muchas veces está mal encaminada. Por ejemplo, se ha convertido en un eslogan decir que “la ciencia es divertida”, pero yo no creo que lo sea especialmente, ni que presentarla como tal sea una estrategia demasiado buena.
¿Por qué?
La ciencia no consiste en explosiones o en máquinas que ponen los pelos de punta. Este tipo de divulgación creo que en el fondo menosprecia a su público, porque no le cree capaz de apreciar el desafío intelectual que supone entender las cosas, que es donde radica el verdadero atractivo de la ciencia. Y hay otra variante de divulgación que trata de atraer al público con resultados abracadabrantes: que si luz que viaja más rápido que la luz, agujeros negros que se evaporan o partículas cuánticas que se teletransportan… son cuestiones tan difíciles que el público realmente no puede entender nada y tiene que guiarse por metáforas y aceptar como artículos de fe lo que dicen los expertos. ¡Pero ese recurso al argumento de autoridad es lo más contrario que hay al espíritu de la ciencia! Y utilizando este tipo de divulgación, fomentamos una actitud crédula, poco rigurosa y, en definitiva, anticientífica.
¿Y cómo se podría mejorar la divulgación, desde su punto de vista?
Yo creo que el punto clave es que el objetivo no debe ser tanto transmitir conocimientos científicos, sino contagiar la actitud científica y comprender lo que puede darnos, su alcance y funcionamiento. La mejor divulgación sería la que nos enseñara esa manera de mirar el mundo y esa disciplina del pensamiento de la que hablábamos antes; en definitiva, la que nos enseñara a pensar como científicos. Yo creo que es posible si hacemos ese esfuerzo inicial de desaprender para poder pensar por nosotros mismos. Es lo que he intentado hacer en mi libro. Referencia bibliográfica:
Meléndez, Juan: De Tales a Newton. Ciencia para personas inteligentes. Ellago Ediciones. Madrid, 2013. 408 páginas.
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