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7. Aproximación a la Presencia

En esta nota continuaremos la temática iniciada en la nota anterior. Prestaremos atención especial a la noción de Presencia y a los modos de aproximación a la misma, en relación con la conciencia del tiempo. Trataremos también sobre la indagación en la naturaleza profunda del “yo” y sobre el carácter de la “evidencia” que de ella se deriva.

1. El Ahora y la Presencia

Al tomar en consideración el fenómeno del transcurso del tiempo (nota 5, secciones 3 y 8), señalamos que no sería posible aprehender dicho transcurso si no hubiese en la conciencia del sujeto algo inmóvil que no tomase parte del mismo, con cuyo reposo poder compararlo. Esto nos llevó a proponer la existencia de una posición estable de la conciencia ante la cual transcurre el tiempo, con todo su contenido de representación. Llegamos así a concluir que en la conciencia del sujeto tenía que ser posible señalar la existencia de un punto fijo (el Ahora, como su posición de presencialidad), estable bajo el cambio en el tiempo de las representaciones.

A pesar de ciertas similitudes, la diferencia fundamental entre el Ahora y la Presencia (nota 6, sección 6) es que ésta es plenamente presente a sí misma, en tanto que no lo es el Ahora, pues su propia estructura categorial y dinámica (nota 5, sección 6) da cuenta de la combinación de los movimientos 1 y 2, de acuerdo con la cual interpretamos el fenómeno del transcurso del tiempo (nota 4, sección 7). Apelando a la terminología escolástica, podríamos decir que la Presencia encarna el nunc stans, el Ahora “que permanece”, hacedor de la eternidad. Por su parte, en virtud de su estructura mencionada, el Ahora representaría el nunc fluens, el Ahora “que transcurre”, hacedor del tiempo y de su transcurso.

2. Detener la rueda del tiempo

La inmersión del sujeto en la conciencia pura (Chit), como consecuencia de la evidencia de lo Real (nota 6, sección 3), exige su emancipación del modo de conocer propio de la conciencia cognoscitiva (chitta), lo que afecta de manera decisiva a la temporalidad. Suele entenderse que el acto de intuición por medio del cual tiene lugar la evidencia de lo Real “detiene la rueda del tiempo”, anulando, por tanto, la temporalidad (Schopenhauer, 2000: 152). Así, al volverse el sujeto hacia la Presencia, la estructura categorial y dinámica del Ahora (nota 5, figura y sección 6) es dejada de lado para dar paso al Testigo (nota 6, sección 2), ajeno en su Presencia al fenómeno del transcurso del tiempo que arraiga en dicha estructura.

Recordemos (nota 5, sección 8) que el dinamismo propio del entrelazamiento de categorías que constituye la estructura dinámica del Ahora expresa un movimiento recurrente que no está en el tiempo, sino que representa “la forma” de su transcurso (nota 5, figura). Al hilo de estas consideraciones, notamos un cierto paralelismo entre este movimiento recurrente (cíclico) y aquel otro que se expresa en el símbolo tradicional de “la rueda del tiempo”. Tengamos en cuenta, en favor de esta observación, que, según hemos dicho, la rueda del tiempo “se detiene” en el acto intuitivo de apercepción que supone la evidencia de lo Real, en el que también es dejada de lado la estructura categorial y dinámica del Ahora y el movimiento cíclico recurrente que en ella se representa.

3. Atisbos de la Presencia

Vamos a indagar ahora en la naturaleza de las ocasiones en que la estructura categorial y dinámica del Ahora es “dejada de lado” y la conciencia se asoma a la Presencia. La importancia de tales ocasiones en el estudio de la conciencia del tiempo se pone de manifiesto en las siguientes líneas: “¡Sugiero que es probable que estemos equivocados al aplicar las reglas usuales para el concepto tiempo cuando consideramos la consciencia! […], pienso que es probable que estemos “errados” sobre nuestras percepciones del progreso temporal… Un ejemplo extremo es la capacidad de Mozart para “captar de golpe” una composición musical entera “por larga que pueda ser”. Debemos suponer, por la descripción de Mozart, que este “golpe” contenía la esencia de la composición entera, pese a que el intervalo de tiempo real, en términos físicos ordinarios, de este acto consciente de percepción no fuera en modo alguno comparable con el tiempo que se necesitaría para ejecutar la composición.” (Penrose, 1991: 550)

La misma cuestión es objeto de la consideración siguiente: “Una obra de arte, música, pintura, arquitectura, poesía, escultura, siempre es engendrada por el artista, captada en una perfecta simultaneidad. Después es elaborada en el tiempo y el espacio. Por ejemplo, “La Cena” de Leonardo da Vinci ha sido concebida incontestablemente en una intuición global. Lo mismo se puede decir de “El Arte de la Fuga” de Bach y de algunas obras de Mozart.” (Klein, 1980: 38) Al respecto de lo que aquí tratamos, se dice de este último que “primero escuchaba sus composiciones, no frase a frase, sino como un totum simul, y pensaba que esta “escucha efectiva de la totalidad junta” era mejor que la subsecuente escucha de la totalidad extendida.” (Coomaraswamy, 1999: 92)

4. Más allá de la relación sujeto-objetiva

Las experiencias que aquí se describen, ya sean de carácter artístico, o también religioso, presentan aspectos muy interesantes de cara al análisis de la conciencia. En ellas, la actividad cognoscitiva, por medio de la contemplación estética, la fe religiosa o la devoción, se convierte en algo tan sutil que llega a “reflejar” la conciencia pura. Como todavía se trata de un conocimiento, dicho reflejo es interpretado por el sujeto particular siguiendo sus propias convicciones personales, artísticas o religiosas, por lo que tales experiencias implican aún la relación sujeto-objetiva (entre el devoto y el objeto de su devoción, o entre el artista y el objeto de su obra), si bien no por ello dejan de tener las mismas un extraordinario poder de transformación sobre el individuo.

Sin embargo, esas experiencias no son las más profundas; según hemos señalado, las categorías y representaciones de la conciencia cognoscitiva son superposiciones ilusorias que velan la conciencia pura, siempre presente, siempre activa y en funcionamiento; invariable en todas las situaciones y a todos los niveles. Más allá, por tanto, de la manifestación de la conciencia pura como simple “reflejo” está la “identificación” plena con el Testigo (âtman), a través de la evidencia de lo Real (Lahiry, 2003: 13).

5. La indagación en la naturaleza profunda del “yo”

Sólo cuando el pensamiento occidental, dejando al margen la conciencia cognoscitiva, se interese por la evidencia de lo Real tomará el camino de la indagación que los vedantinos denominan âtma-vichâra. Lo Real sólo puede ser “evidenciado”, no “conocido”. Cuando se concluye, como hizo Kant en la Crítica de la razón pura, que la representación simple “yo”, o “apercepción pura primitiva”, es la base de la conciencia cognoscitiva, resulta inútil seguir buscando lo Real (âtman) más allá de esa representación por medio de dicha conciencia. Para alcanzarlo se debe poner en práctica la evidencia de lo Real que los antiguos hindúes denominaron vidyâ o jñâna.

Podemos preguntarnos, al respecto, acerca de la naturaleza del “ojo”. El ojo lo ve todo, pero el ojo no puede verse a sí mismo. La prueba de la existencia del ojo es el hecho de ver. Pero, ¿ve realmente el ojo? ¿Ve, acaso, la cámara que graba una imagen? El “yo” vivo, que interpreta lo que se imprime en la retina, es quien ve. De otro modo, el ojo muerto no puede ver. Si en la frase anterior en cursiva reemplazamos el término “ojo” por el término “yo”, entonces rezará así: el “yo” lo ve todo, pero el “yo” no puede verse a sí mismo. Esto representa con cierta exactitud la situación a la que aquí nos enfrentamos. Es menester examinar con más detalle en qué consiste esa representación simple, o idea de “yo”, y llegar a ver en ella nada más que la herramienta finita y manifestada de la conciencia pura no manifestada, funcionando sólo en el marco de la relación sujeto-objetiva.

No hay, por cierto, herramienta alguna que pueda funcionar fuera de esa relación. Por esta razón, el cerebro, que es capaz de percibir la más remota sensación en un dedo del pie, es en sí mismo insensible (se pueden insertar sondas eléctricas en el cerebro sin necesidad de usar anestesia). Por lo mismo, el ojo no se puede ver a sí mismo. Igualmente, la yema del dedo, que es una de las partes más sensibles del cuerpo, no puede sentirse a sí misma a menos que sea apretando contra un objeto. Pero, si estas herramientas quieren conocerse a sí mismas, no sirve de nada el conocimiento basado en la relación sujeto-objeto (Lahiry, 2003: 42).

6. Cuando “conocer” es “ser”

La única otra posibilidad es el modo alternativo de, digámoslo así, conocer-siendo, lo que apunta directamente hacia la evidencia de lo Real en la conciencia pura no manifestada, donde no puede establecerse la relación sujeto-objetiva. El rostro, por ejemplo, existe por sí mismo, tanto si se le puede ver reflejado alguna vez en un espejo como si no. En este caso, al usar la herramienta “espejo” se produce automáticamente la relación sujeto-objetiva (concretándose el objeto-reflejo del sujeto-rostro), además de la posibilidad de modificar el reflejo mediante una inversión lateral del espejo.

Pero la única manera de conocer el rostro “tal y como es” es “siendo el rostro mismo”, que es su condición natural, sin necesidad de que uno se esfuerce, ni física ni intelectualmente, por alcanzarla. De forma semejante, lo Real existe por sí mismo, y ser “Eso” es igual de natural. Son los elementos cognoscitivos de la conciencia sujeto-objetiva (chitta) los que velan lo Real (Chit), al modificarlo en su reflejo. Al igual que en el caso del rostro no reflejado no se produce ninguna inversión lateral, en lo Real no se produce tampoco ninguna modificación, de ahí que el adjetivo “inmutable” le sea aplicable de manera literalmente cierta (Lahiry, 2003: 27).

Aquello que existe por sí mismo cuando se detiene por completo la conciencia cognoscitiva, junto con todas sus formas y procesos mentales, es lo Real evidenciado que, en un sentido no sólo figurado, sino literal, queda por ello más allá de dicha conciencia. Obviamente, esta “evidencia” difiere por completo del “conocimiento” que se adquiere mediante el proceso de la conciencia cognoscitiva, la cual no puede funcionar en aquélla, pues se parte de la premisa de que se halla ausente.

Se trata de la misma situación que la de la imaginaria muñeca de sal que se sumergió en el océano para medir su profundidad, pero antes de alcanzar el fondo perdió enteramente su identidad al disolverse en el agua (Lahiry, 2003: 32). ¿Qué aporta mejor conocimiento, al respecto, el medir o el disolverse? La dificultad estriba, claro está, en cómo comunicar el resultado de la medición (en caso de que pudiera hacerse) si se ha producido la disolución, pues el centro de referencia de la conciencia cognoscitiva, el “yo”, ha desaparecido. La detención completa de todos los procesos de esta conciencia cognoscitiva, incluidos todos los pensamientos, consiste precisamente en fundirlos y disolverlos, como la muñeca de sal, “en el océano” de la conciencia pura.

Referencias

Coomaraswamy, Ananda, 1999, El tiempo y la eternidad, Kairós, Barcelona.

Klein, Jean, 1980, La alegría sin objeto, Luis Cárcamo, Madrid.

Lahiry, Banamali, 2003, La búsqueda de la verdad, Olañeta, Palma de Mallorca.

Penrose, Roger, 1991, La nueva mente del emperador, Grijalbo-Mondadori, Barcelona.

Schopenhauer, Arthur, 2000, El mundo como voluntad y representación, Porrúa, México.

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