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El origen de nuestra consciencia podría estar en un antiguo virus

Científicos estadounidenses han descubierto que una proteína a la que debemos la comunicación entre las células nerviosas y, con ella, algunas de nuestras capacidades cognitivas más avanzadas, podría provenir de un virus arcaico. En 2015, otro estudio de la Universidad de Lund (en Suecia) también apuntó al efecto de un virus de hace millones de años sobre nuestro cerebro.

El origen de nuestra consciencia podría estar en un antiguo virus

En nuestro cerebro humano, tan desarrollado, existe una proteína llamada Arc que está involucrada en la cognición y el almacenamiento de recuerdos a largo plazo. Un equipo de científicos de la Universidad de Utah (en Estados Unidos) se ha dedicado a estudiarla, y ha descubierto que dicha proteína podría provenir de un virus arcaico.

Los investigadores hallaron, más concretamente, que la Arc usa el mismo mecanismo que utilizan los virus para infectar las células de su organismo huésped: Almacena información genética en unas cápsulas denominadas “cápsides” y la envía, dentro de esas cápsulas, de unas células nerviosas a otras. De este modo, esta proteína posibilita la comunicación entre las células nerviosas lo que, a su vez, hace posible que tengamos algunas de nuestras capacidades cognitivas más importantes. 

Resulta que los virus transmiten su información genética del mismo modo: Producen cápsides cargadas con ella para transmitirla de una célula a otra dentro de sus víctimas.

Según informa la Universidad de Utah en un comunicado, el neurocientífico Jason Shepherd y su equipo constataron esta similitud en experimentos realizados con neuronas de ratones: Introdujeron cápsides similares a las de los virus, pero con material genético (ARN mensajero) de la proteína Arc, en neuronas de ratón aisladas en laboratorio. Comprobaron así que dichas cápsides transferían su carga genética a las células cerebrales. 

Implicaciones sorprendentes

Las implicaciones de este hallazgo son bastante sorprendentes, pues sugieren que nuestras capacidades cognitivas más avanzadas podrían tener su origen en un evento evolutivo casual acaecido hace cientos de millones de años. En aquel entonces, un virus muy especial habría atacado a las criaturas de cuatro extremidades que vagaban por la Tierra.

Se trataba de un ancestro de los retrovirus llamado retrotransposón, que insertó su material genético en el ADN de estos animales. Pasado el tiempo, el retrotransposón habría dado lugar a la proteína Arc que hoy conocemos de los mamíferos.

Los investigadores creen que este proceso se dio más de una vez, pues Arc se encuentra en las moscas, y también en ellas actúa usando cápsides virales. En este caso, Arc transporta el ARN de las neuronas a los músculos para controlar el movimiento.

Pero en los humanos y otros mamíferos su papel es aún más importante, pues hace posible la comunicación entre los nervios de nuestro sistema nervioso y, en consecuencia, es esencial para el almacenamiento de información duradera en el cerebro y para varias formas de plasticidad sináptica.

De hecho, se sabe que esta proteína está implicada en trastornos del neurodesarrollo. En una investigación de 2013, se demostró que ratones sin la proteína Arc olvidaban cosas que habían aprendido apenas 24 horas antes, y tenían cerebros que carecían de plasticidad neuronal, es decir, de la capacidad de responder adaptativamente.

Cerebro, retrovirus y bacterias actuales

No es la primera vez que se establece una relación entre nuestras capacidades cognitivas y algún virus del pasado remoto. En 2015, otro estudio de la Universidad de Lund (en Suecia) también apuntó al efecto de un virus de hace millones de años sobre nuestro cerebro.

En aquel caso, se habló de los llamados retrovirus endógenos, que son aquellos cuyo ADN se ha incorporado al ADN de nuestras células a lo largo de la evolución. Al parecer, estos retrovirus habrían tenido un papel importante en el desarrollo de las redes complejas que caracterizan nuestro cerebro y, en consecuencia, en sus funciones más avanzadas.

No menos curioso sería el efecto de otros microorganismos, las bacterias actuales, en nuestro cerebro. Se sabe que algunas de las que albergamos en el intestino –componentes de lo que se conoce como “flora o microbiota intestinal”- también tienen efectos sobre nuestra composición cerebral y, en consecuencia, sobre nuestros procesos mentales.

Por ejemplo, se ha comprobado que las personas con una flora intestinal dominada por Bacteroides tienen una materia gris más densa en el córtex frontal y las regiones insulares, que son las zonas del cerebro especializadas en el tratamiento de informaciones complejas. También pueden tener un hipocampo, la zona cerebral implicada en la memoria, más voluminoso. 

Asimismo, un estudio de 2011, realizado por científicos del Instituto Karolinska, del Instituto del Cerebro de Estocolmo y del Instituto del Genoma de Singapur, reveló que la colonización de los intestinos por microbios en la primera infancia resulta fundamental para un desarrollo cerebral saludable. Según aseguraron entonces los especialistas, “la colonización de la microbiota intestinal” estaría integrada “en la programación del desarrollo del cerebro”.

La importancia evolutiva de la relación

Estos hallazgos redundan en una cuestión que parece cada vez más evidente, si la analizamos desde la confluencia de diversas perspectivas: La importancia de la relación en el desarrollo del cerebro humano.   

A lo largo de la historia, diversos factores relacionales han impulsado nuestra inteligencia, nuestras capacidades artísticas, en definitiva, nuestra consciencia y nuestra autoconsciencia.

Los estudios sobre virus y bacterias nos hablan de uno de los niveles de esas relaciones (entre el ser humano y los microorganismos), pero también se sabe que en esta evolución del cerebro hubo implicados otros factores relacionales, como la interculturalidad en contextos de alta presión demográfica (que propició el intercambio de ideas y de habilidades, y el mantenimiento de las innovaciones), la interacción con la tecnología o la amistad, entre muchos otros.

Esto hace pensar que, quizá, si queremos conseguir crear un cerebro artificial que evolucione como el modelo biológico, haya que sacar a las máquinas del laboratorio y programarlas con una necesidad imperiosa de supervivencia, y con la noción de que esta dependerá de su capacidad de relacionarse con su entorno, a múltiples niveles. ¿Será posible hacer algo así algún día? 

Referencias bibliográficas:

Elissa D. Pastuzyn, Cameron E. Day, Rachel B. Kearns, Madeleine Kyrke-Smith, Andrew V. Taibi, John McCormick, Nathan Yoder, David M. Belnap, Simon Erlendsson, Dustin R. Morado, John A.G. Briggs, Cédric Feschotte, Jason D. Shepherd. The Neuronal Gene Arc Encodes a Repurposed Retrotransposon Gag Protein that Mediates Intercellular RNA Transfer. Cell (2018). DOI: 10.1016/j.cell.2017.12.024.

Erica Korb, Carol L Wilkinson, Ryan N Delgado, Kathryn L Lovero, Steven Finkbeiner. Arc in the nucleus regulates PML-dependent GluA1 transcription and homeostatic plasticity. Nature Neuroscience (2013). DOI: 10.1038/nn.3429.

RedacciónT21

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