Después de años de un continuado crecimiento muy por encima del de nuestro producto interior bruto, el gasto sanitario empieza a mostrar inequívocamente su frenada. Las alegrías de su pasado aumento se tornan en tristeza y decaimiento, con una verosímil tendencia a ir a menos.
Es comprensible que la situación no suscite alegría, pero no deja de extrañar la generalizada preocupación por el «mal color» (cianótico) del gasto, desatendiendo lo realmente importante, que son los resultados obtenidos en salud.
Las exigencias, exógenas, de recortes al sistema de salud son consecuencia de la política económica general. Sin embargo, en el ámbito sanitario resulta menos obvio que en otros la queja por tener que pagar la crisis que sufrimos sin haber tenido parte en su génesis.
Llevamos años reclamando (y disfrutando) un mayor gasto en sanidad, aun sin ganancias de salud equiparables. Ahora se ha roto la inercia de crecimiento continuado de una «década prodigiosa», en la cual el gasto sanitario real per cápita aumentó un 33%.
Una década con importantes aumentos de retribuciones y mejoras de las condiciones laborales sin exigencia de contrapartidas. Años en que una comunidad se permitía abrir 11 nuevos hospitales, cuando las transferencias autonómicas reducían notablemente su capacidad de atracción de pacientes colindantes.
Mientras, la utilización de tecnología diagnóstica y el consumo real de medicamentos se disparaban. Una parte de ese aumento del gasto ha sido claramente improductivo, fruto de duplicaciones y desaprovechamiento de economías de escala, de alcance y, sobre todo, de red.
La multiplicación en la digitalización de historia clínicas es un caso paradigmático; la descoordinación en compras o la competencia por multiplicar equipamientos redundantes, también.
Debates estériles en tiempos de recortes
Ciertamente, la sanidad podría detraer para sí recursos de otras políticas y prestaciones. Los contrarios a cualquier redistribución del gasto sanitario y los proveedores del sistema (aquellos para los que este gasto es su ingreso) coinciden en que «no hay más remedio que plantear una mayor asignación de recursos para una partida que aporta una extraordinaria rentabilidad económica y social a los españoles».
Pero en las decisiones de gasto, además de acreditar (no sólo retóricamente) cuánto bienestar proporcionan a la sociedad, también hay que valorar con qué coste social y cómo se distribuye en el tiempo entre generaciones.
Aunque es comprensible pretender que las decisiones políticas respondan a nuestras preferencias como empleados públicos, la vía de esas decisiones está sometida a los resultados de los sufragios, y sólo en las estrictamente técnicas se dispone de una legitimidad distinta para intentar guiar aquellas.
Las reivindicaciones de un mayor esfuerzo en sanidad, basadas en comparar agregados como el gasto per cápita en distintos países o los porcentajes de gasto público, además de injustificadas, permiten escamotear el despilfarro existente. La cuestión relevante es para qué y a costa de qué habría que destinar más gasto a sanidad.
La salud compite con otros objetivos sociales (educación, pobreza, dependencia, etc.), como la sanidad compite con otros sectores de gasto. El análisis económico y la evidencia empírica sobre valores sociales no justifican que se prime a la sanidad de forma absoluta sobre los demás objetivos del sistema. Las inversiones educativas en la primera infancia son muy eficientes a largo plazo, también en términos de salud.
Tenemos demasiados ejemplos de que el «más es mejor» no siempre es válido en sanidad. El dinero gastado en actividades innecesarias es dinero despilfarrado, así como el destinado a prácticas inefectivas (como la prescripción de estatinas en prevención primaria de la muerte por cardiopatía isquémica), aquellas en que el balance beneficio-riesgo se escora hacia el segundo (cualquier cirugía electiva en un paciente no elegible), las prescindibles por innecesarias (como un tercio de los tratamientos antibióticos ambulatorios), las potencialmente «cosméticas» (como la operación estética de varices), las eficaces con alternativas más coste-efectivas que deberían ser consideradas previamente (p. ej., la mitad de los tratamientos de osteoporosis), y las intervenciones efectivas pero con una relación beneficio-riesgo incierta para el caso de los pacientes de dudosa indicación (como las cirugías de cadera, rodilla o cataratas).
A ello hay que añadir los recursos empleados en actividades iatrogénicas, que son simplemente una carga costosa. Cuando hay menos recursos públicos, su coste de oportunidad es mayor, porque hay más necesidades no cubiertas en otros sectores. Destinar más recursos a prevenir alteraciones lipídicas que a permitir una adecuada nutrición de quienes dependen de una pensión en el límite de la subsistencia no parece una buena idea.
Gasto es gasto, no salud
El gasto es sólo gasto y no se traduce automáticamente en mejor salud. Es el flujo de recursos desde la sociedad (los contribuyentes, los pacientes) hacia algunos de sus miembros, los que trabajan en el sector sanitario y las empresas proveedoras de insumos médicos.
Así, un incremento de las retribuciones de los profesionales sin cambios en la productividad aumentaría directamente el gasto, pero no la salud. Algo que, contrario sensu, saben los gestores que tras despilfarrar en inversiones discutibles pretenden ahora retirar parte de sus recientes concesiones a los sanitarios.
Porque el verdadero problema es que la crisis económica puede hacer cambiar las prioridades, primando el corto sobre el largo plazo, lo urgente sobre lo necesario.
Preocupa la solvencia inmediata más que la sostenibilidad futura. Por eso, además de establecer tiempos razonables y verosímiles de pago a los proveedores y planes creíbles de cumplimiento de las deudas, se requieren medidas estructurales a largo plazo, y cambios organizativos en el gobierno de la sanidad, que preserven la viabilidad de un sistema público universal y socialmente deseable.
Existe consenso social en cuanto a que vale la pena el esfuerzo colectivo para mantenerlo, pero desde la situación actual la única forma de mantenerlo es cambiarlo, perfeccionándolo.
Mejoras de salud manteniendo o reduciendo el gasto sanitario
Paradójicamente, en tiempos de crisis, las bolsas de ineficiencia son una buena noticia porque permiten mejorar la salud sin aumentar el gasto, e incluso reduciéndolo: hacer más con menos. La literatura reciente identifica líneas de actuación prometedoras para desinflar algunas de estas bolsas.
Parece que ya no puede aplazarse más la definición de catálogos explícitos de prestaciones basados en criterios de coste-efectividad, ni el cambio de las condiciones de financiación: políticas de genéricos, rediseño racional de los copagos, contratos de riesgo compartido con la industria, etc.
eguramente hay un gran espacio de mejora en las estrategias de atención a la cronicidad, que además deberían obligar a abandonar la «mentalidad de silo».
Aunque atención primaria y especializada viven aparentemente separadas, imponen fuertes externalidades en costes al otro nivel. Desde la primaria, indicando pruebas y consultas de especialistas a coste cero para el centro de salud; desde la especializada, trasladando prescripciones innecesariamente costosas a los presupuestos de la primaria.
Cabe predecir importantes incrementos de la eficiencia mediante la integración de sanitaria y sociosanitaria, replanteándose el papel de la atención primaria.
Redistribuir con cabeza, desde el corazón del sistema
Además de la inaplazable integración asistencial, también hay muchas posibilidades de optimizar el rendimiento de los profesionales, pero pasan por reconocer el papel del profesionalismo.
Quienes mejor pueden guiar y asumir la reordenación (y la reducción) del gasto son ellos. Nada peor que los recortes lineales indiscriminados para desanimar a los trabajadores y a la sociedad.
Nada menos sensato que despedir o precarizar según edad, primero al último que ha entrado, prescindiendo de quien a menudo resulta estar más formado, motivado, activo y enérgico.
Con la crisis ha proliferado una literatura que aporta ideas sobre cómo recortar con cabeza, que no es sinónimo de cortar según qué cabezas.
Los ciudadanos necesitan, aún más que los sanitarios, el forta-lecimiento de un profesionalismo alejado de tentaciones gremiales y reivindicaciones sindicales, que deben transitar por otras vías, y orientado a informar de las estrategias necesarias para reordenar los recursos en pos de una mejor salud de la población.
El mayor riesgo (ya materializado) es una política de recortes prácticamente indiscriminada, miope y ajena a los problemas estructurales, acompañada de una huída hacia delante, solventando los problemas de financiación a corto plazo mediante oportunistas colaboraciones público-privadas que maquillen el déficit e hipote-quen todavía más el futuro del sistema sanitario.
También que los administradores (aún no gestores) se queden aislados protagonizando los recortes, mientras los profesionales sanitarios se sienten cada vez más ajenos a las instituciones en que trabajan y los ciudadanos extraños e incómodos en un sistema que, ahora más que antes, les cuesta tanto financiar.
(*) Beatriz González López-Valcárcel es catedrática de métodos cuantitativos en economía y gestión de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC). Ricard Meneu es Licenciado en Medicina y Cirugía, Doctor en Economía, Master en Economía de la Salud y Especialista en Medicina Preventiva y Salud Pública. Fundación Instituto de Investigación en Servicios de Salud, Valencia, Espana. Este artículo se publicó originalmente en la revista Gaceta Sanitaria, 2012;26(2):176–177. Se reproduce con autorización.
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