“Creo que la consciencia es un instinto”, escribe el reconocido neurocientífico Michael S. Gazzaniga en su último libro The Consciousness Instinct Unraveling the Mystery of How the Brain Makes the Mind.
En él, sintetiza estudios sobre el tema realizados a lo largo de la historia y especula sobre una de las respuestas posibles a uno de los enigmas científicos más interesantes (y resistentes): ¿Cómo producen las neuronas la consciencia? ¿De qué manera unos «objetos» físicos –los átomos, las moléculas, las sustancias químicas y las células- crean nuestros vívidos y diversos mundos mentales?
Como instintos, Gazzaniga define aquellos patrones de comportamiento innatos, “programados”, que exhiben los animales. Por ejemplo, las orugas al fabricar sus capullos. Así, dichos patrones compondrían el “software” del “hardware” cerebral, la programación insertada en los circuitos de nuestra “máquina” pensante (nótese el uso –de nuevo- de la metáfora computacional para hablar del cerebro).
Pero existen dos tipos de instintos: los de nivel inferior y otros más complejos, los instintos superiores. Los primeros pueden considerarse como los individuos de una sociedad, cada uno con su comportamiento y su “voto” (quizá podríamos identificarlos con los “reflejos”). Los segundos serían el “estado de las relaciones sociales” que resulta de la combinación de los individuos-instintos inferiores de la “sociedad”.
Según Gazzaniga, nuestra consciencia emergería del mismo modo que cualquier otro instinto superior: capas y capas de relaciones (instintivas y, en lo biológico, neuronales) serían las que posibilitan que experimentemos sensaciones como el miedo, el deseo o la determinación; p que seamos capaces de razonar o de tomar decisiones.
Marco teórico
El modelo que propone Gazzaniga no es nuevo, explica el neurólogo de Yale Eliezer Sternberg en un artículo sobre la obra aparecido en The Washington Post.
Ya el biólogo Gerald Edelman, galardonado con el Premio Nobel de Fisiología en 1972, argumentó que la consciencia surge en última instancia de una competencia celular de bajo nivel a la que llamó «darwinismo neuronal» (del mismo modo bautizó Edelman su teoría).
La mente, defendía el biólogo, es una «propiedad emergente» de los circuitos neuronales: si bien las células individuales y las sinapsis no son conscientes en sí mismas, la consciencia emerge a través de su interacción en el nivel más alto de procesamiento.
En general, el emergentismo se aplica no solo a la consciencia, sino también a las percepciones; por ejemplo a la percepción visual. Considera que ambas son el resultado de la interacción de redes o sistemas neuronales que abarcan probablemente todo el cerebro; y que la plasticidad cerebral para ir construyendo estos sistemas, en función de la experiencia cambiante, ha sido diseñada poco a poco en el proceso evolutivo.
Avances hacia la comprensión
Por tanto, lo que Gazzaniga propone en este libro es una versión del argumento de la propiedad emergente. Pero no solo, pues la obra despliega, además, un análisis de la cuestión desde sus raíces filosóficas en el siglo XVII hasta la era del inicio del pensamiento empírico y la neurociencia moderna.
Por tanto, puede constituir una buena fuente de información sobre el tema de la consciencia, proporcionada por uno de los mejores conocedores del cerebro humano.
No olvidemos que el trabajo de Michael S. Gazzaniga, realizado en la década de 1960 en colaboración con el premio Nobel de fisiología de 1981, Roger Sperry, ayudó a comprender las diferencias entre ambos hemisferios cerebrales. Gracias a él, ahora sabemos que el cerebro derecho e izquierdo nos permiten tener diferentes habilidades.
En obras anteriores como ¿Quién manda aquí? (2012), Gazzaniga ya se preguntaba sobre el origen de la complejidad de la consciencia: “Naturalmente, somos mucho más complejos que una abeja. Si bien tanto ella como nosotros reaccionamos con respuestas automáticas, los seres humanos tenemos cognición y todo tipo de creencias”-
Ahora trata de explicarla sin salirse del sustrato material que mejor conoce, pero añadiendo a este la clave de “la relación” (entre instintos, entre sistemas neuronales, incluso con el contexto que propicia la evolución cerebral). Parece que la metáfora del ordenador se ha quedado corta de nuevo.
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