El presente artículo tiene como objetivo reflexionar sobre la incapacidad del modelo de democracia establecido por la vigente Constitución española de 1978 para hacer frente a los actuales problemas sociales y a las exigencias de emancipación democrática que ellos exigen.
Lo importante no es cargar las tintas sobre lo retrógrado o inadecuado de las opciones constitucionales del 78, sino hacernos reflexionar sobre nuestra incapacidad de generar otras mejores. Criticar el pasado sólo tiene sentido si nos ayuda a imaginar un presente mejor. Trataremos, pues, de demostrar cómo la Constitución del 78 reproduce un modelo caracterizado por la separación de la participación política de la esfera de la ciudadanía, y su vinculación con la esfera de los partidos políticos.
El partido político se constituye en prácticamente la única forma posible de participar en el espacio oligopólico de la política. No obstante, si bien durante algunos años el sistema de partidos estuvo ligado a una ampliación de las esferas de igualdad en el seno del Estado, en la actualidad, estos se han convertido en estructuras generadoras de desigualdad. Ello nos lleva a concluir que la única manera de contraatacar y crear alternativas al diluvio neoliberal en el que nos encontramos, pasa por la inminente necesidad de superar el caduco modelo constitucional de democracia estructurado alrededor del sistema de partidos, y crear un nuevo movimiento constituyente democrático-popular para la defensa de los intereses de las mayorías
Partidos políticos y monopolio de la política
Las sociedades han estado y están compuestas por grupos o clases sociales. A lo largo de la historia y, fruto de las transformaciones en las relaciones económicas, ha cambiado la forma y la composición de cada una de estos grupos o clases: los “pobres” y los “ricos” de la política antigua, los “proletarios” y los “burgueses” de la época moderna o los “propietarios miembros de la comunidad policial” y “los desposeídos –multitud– miembros de la comunidad política” en la actualidad. Pero, en cualquier caso, no hay duda que siempre han existido y existen diferentes grupos de intereses opuestos que generan conflictividad. La sociedad constituye, por tanto, una esfera real de los acontecimientos escenario de potenciales enfrentamientos sociales.
A finales del siglo XIX, principios del siglo XX, en un momento histórico en que la contraposición de intereses condujo a importantes revoluciones y conflictos sociales, la única manera que tuvo el capitalismo para evitar su derrocamiento violento fue establecer un procedimiento institucionalizado que llevara a la izquierda a transformar el oponente político visto como un “enemigo” a derrotar, por un oponente visto como “adversario” de legítima existencia y al que se debe tolerar y con el que se debe mediar. De esta manera, se desactiva el antagonismo potencial que existía en las relaciones sociales (Mouffe, 1999).
Este procedimiento consistió en la conversión de los parlamentos como espacios de representación de intereses patrimoniales donde sólo tenían cabida los varones propietarios, que era como funcionaron a lo largo de los siglos XVIII y XIX, a espacios de representación de intereses corporativos de clase donde estarán presentes nuevos partidos de masa, organizados a partir de los sindicatos.
El parlamento fue, a partir de este momento, la proyección de las fuerzas sociales reales a un plano superior simbólico. La esfera representativa pasó a sustituir el conflicto real entre grupos, por una métrica del poder de las fuerzas sociales en pugna, expresada en el cómputo de votos, que permitía determinar, sin conflicto, la posibilidad de mayor o menor grado de incidencia en la toma de decisiones públicas, ahora también económicas (Schmill, 2009).
Ello provocó que, en adelante, el sistema de partidos políticos se convierta en el espacio a través del cual el Estado organiza los procesos de selección de gobernantes y articula la representación política. El partido político se constituye, entonces, en la única forma posible de participar en el nuevo espacio oligopólico de la política, en la forma que detenta el monopolio de la política (Tapia, 2011).
La Constitución española: los partidos políticos como instrumento “fundamental” para la participación política y la limitación del pluralismo
En su art. 6, la Constitución española de 1978 determina las funciones que los partidos políticos deben llevar a cabo de acuerdo con la estructura constitucional: en primer lugar, los partidos políticos “concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Y, en segundo lugar, señala que los partidos políticos son “la expresión del pluralismo político”.
De este artículo podemos deducir dos aspectos: 1. la estructuración en el Estado de la participación política alrededor, no de los ciudadanos, sino de los partidos políticos en régimen de monopolio; y 2. pero además, no de todos los partidos, sino solo de unos pocos.
1. El monopolio de la política en los partidos políticos y la limitación de la participación ciudadana
Existen, a partir de un análisis del texto constitucional español de 1978, claras evidencias que demuestran cómo la Constitución excluye la participación política de la esfera de la ciudadanía y la concentra, única y exclusivamente, en manos de los partidos políticos. Veamos, a continuación, sólo algunos ejemplos de ello.
“La escasez y limitación de instrumentos de participación ciudadana directa:
El art. 9.2 CE fija el mandato a los poderes públicos de “facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica y cultural”. Esta participación adquiere rango de derecho fundamental en el art. 23.1 CE que establece el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos “directamente o por medio de representantes”.
Sin embargo, esta declaración de intenciones de los arts. 9.2. y 23.1 CE no va acompañada en el texto constitucional del reconocimiento de instrumentos de democracia participativa que permitan hacerla efectiva, ni tampoco la legislación posterior los ha desarrollado, con lo que se ha quedado en una mera declaración de alcance moral sin eficacia práctica.
Los mecanismos de participación directa que la Constitución reconoce son pocos, pero además, la legislación que ha desarrollado estos, ha establecido tantas restricciones sobre los mismos que los ha vaciado completamente de contenido. Ejemplo claro de ello son la iniciativa legislativa popular del art. 87.3 CE o el referéndum consultivo del art. 92.1 CE.
La regulación de la iniciativa legislativa popular, establecida en el citado art. 87.3 CE y en la LO 3/1984, reformada por otra LO 4/2006, establece varias restricciones sobre la misma. En primer lugar, se excluye que mediante iniciativa ciudadana se pueda reformar ninguna ley orgánica, ni leyes de naturaleza tributaria, ni leyes de carácter internacional, ni el Consejo Económico y Social, ni los parámetros de redistribución de la riqueza, ni la armonización entre regiones, ni la planificación de la actividad económica. Tampoco pueden presentarse proposiciones de ley que afecten al ejercicio del derecho de gracia ni en lo concerniente a los presupuestos generales del Estado.
En segundo lugar, una vez recogidas las 500.000 firmas exigidas, se fija la necesidad de su aceptación, primero por el gobierno, y luego mediante un “trámite de toma en consideración” de la iniciativa por parte del Congreso que puede considerar no adecuada su tramitación, evitando así la discusión y tramitación de las proposiciones que no son del agrado de la mayoría legislativa. Todas estas restricciones vacían claramente este derecho de los ciudadanos. Prueba de ello es que en más de treinta años desde la entrada en vigor de la Constitución, sólo una única ILP, relativa a la modificación de la Propiedad Horizontal, ha sido aprobada por las Cortes Generales.
Otro de los mecanismos de democracia directa que reconoce la Constitución es el referéndum consultivo, no obstante, el texto limita la posibilidad de poder convocar un referéndum consultivo a instancia, exclusivamente del Gobierno del Estado, que sólo lo convocará cuando tenga la expectativa de un resultado favorable a sus interese, y en lo relativo a las decisiones políticas de “especial trascendencia”, convirtiéndolo, por tanto, en un instrumento excepcional, en la práctica, sólo para la aprobación y reforma de los Estatutos de Autonomía y cuestiones concretas de política exterior.
“La prohibición del mandato imperativo y la inexistencia de mecanismos democráticos de rendición de cuentas de los políticos:
Visto lo anterior es evidente que toda actividad política del Estado gira en torno a los partidos. A ello hay que sumarle que, de acuerdo con la Constitución, los partidos políticos pueden llevar a cabo toda su actividad de manera autónoma a los ciudadanos y sin necesidad de mantener vinculaciones con las órdenes ni voluntad de sus electores y sin tener que rendirles cuentas en ningún momento. Se produce una auténtica atomización de la política de los partidos con respecto a la sociedad.
El artículo 67.2 CE establece que “los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. Este planteamiento, que el TC ha extendido al resto de representantes políticos y desarrollado en su STC 5/1983, de 4 de febrero, completada con la STC 10/1983, de 21 de febrero cuya jurisprudencia fue retirada posteriormente en otras como: STC 16/1983, del 10 de marzo; STC 20/1983, de 15 de marzo; STC 28/1983, de 21 de abril, entre otras; implica que los representantes políticos son libres para votar, en cada momento, lo que quieran según su criterio, o lo que les exige la disciplina o unidad de voto de su partido, sin tener que respetar ningún compromiso previo con sus electores. Incluso permite la posibilidad de que los representantes políticos, una vez elegidos puedan abandonar el partido por el que fueron votados y cambiarse, sin perder su cargo.
Desde el momento en que la Constitución prohíbe expresamente toda vinculación formal del diputado a las instrucciones de sus electores, y hace jurídicamente independientes las resoluciones del parlamento de la voluntad del pueblo, pierde todo fundamento positivo la afirmación de que la voluntad del parlamento es la voluntad del pueblo, y se convierte en una pura ficción (Kelsen, 1934).
Asimismo, la prohibición de mandato imperativo implica, a la vez, imposibilidad de establecer ningún mecanismo de rendición de cuentas de los representantes políticos ante sus electores. Esto es, mecanismos que permitan, en caso de que los electores consideren que sus representantes no están interpretando correctamente o actuando conforme a la voluntad popular, poder revocarlos de su cargo mediante la convocatoria de referéndum revocatorio de mandato.
“El carácter partidocrático de los órganos de control sobre el poder o de defensa de los derechos de los ciudadanos:
En el siglo XVIII Montesquieu y Rousseau propusieron dos modelos diferentes de ejercicio de control sobre el poder. Uno antidemocrático y uno democrático.
Montesquieu era partidario del modelo antidemocrático basado en la “tripartición de poderes”. Para evitar los posibles abusos de poder de los representantes, lo que había que hacer, decía Montesquieu, era dividir el poder en tres (legislativo, ejecutivo y judicial) con capacidad cada uno de ellos de limitar el poder del otro. La tripartición de poderes (cuyo origen está en la división de poderes en Inglaterra entre monarquía, nobleza y comunes o burguesía) es un sistema de autocontrol del poder, ejercida de manera separada, independiente, del pueblo, mediante unos mecanismos de “pesos y contrapesos entre los poderes del Estado.
Para Rousseau, la tripartición de poderes era un absurdo nacido de la estamentación feudal que no tenía razón de ser en la modernidad, pues es lógico que el control de los representantes lo ejerzan ellos sobre sí mismos y no los propios representados directamente. En consecuencia, sólo mediante la creación de instituciones ciudadanas autónomas, no vinculado a los límites de la estructura de la tripartición de poderes, es que se puede ejercer un auténtico control democrático o “poder negativo” sobre el poder.
Aunque, como es conocido, la “tripartición de poderes” fue el sistema que acabó imponiéndose, convirtiéndose en hegemónico, a lo largo del s. XX y, paralelamente al proceso de democratización del Estado, se han ido incorporando a la tripartición de poderes, nuevas instituciones que representaban formas contemporáneas de expresión del modelo rousseaniano. Instituciones que perseguían establecer un equilibrio o bipartición entre soberano popular (ciudadano) y poder de gobierno.
Se trataba de instituciones de defensa de los derechos de los ciudadanos contra los abusos del poder estatal como el Defensor del Pueblo. U órganos de control sobre el Poder Judicial como el Consejo General del Poder Judicial. O mecanismos jurisdiccionales de enfrentamiento con las decisiones de los poderes políticos en defensa de la voluntad constituyente, como el recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional.
Sin embargo, lo sorprendente es que en lugar de otorgar a estos órganos o instituciones autonomía y vinculación directa con los ciudadanos, para convertirlos en auténticos mecanismos de enfrentamiento o control ciudadano-poder de gobierno, la Constitución los sistematizó dentro de la lógica de los partidos políticos.
La LO 3/1981, de 6 abril, que regula, por delegación del art. 54 CE, la figura del Defensor del Pueblo, establece en su art. 2.1 que éste será elegido por las Cortes Generales. En la práctica, el Defensor del Pueblo elegido, es alguien con carnet de militante o estrechamente vinculado al mismo partido de gobierno con mayoría en las Cortes, a quien debe controlar.
Asimismo, el art. 122.3 CE y el art. 112 de la LO 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, establecen el procedimiento a través del cual los miembros del Consejo General del Poder Judicial, terminarán siendo elegidos, también, por las Cortes Generales.
Y, en cuanto a la posibilidad de presentar recurso de institucionalidad contra las decisiones con rango de ley de los poderes legislativo y ejecutivo, a diferencia de varias Constituciones latinoamericanas que otorgan esta facultad a los ciudadanos (acción ciudadana de inconstitucionalidad), el art. 162.1 CE concede esta facultad sólo a los representantes públicos de los partidos (Presidente del gobierno, 50 diputados, 50 senadores, Defensor del Pueblo, Ejecutivos y legislativos de las Comunidades autónomas).
La reproducción de la representación partidocrática para relacionar a los ciudadanos con estas instituciones de control sobre el poder y defensa de sus derechos es, abiertamente, contradictoria con su naturaleza. Las convierte en un abstracto mecanismo de la tecnocracia y la partidocracia que los separa de su aspiración originaria de constituir un auténtico poder negativo o control sobre el poder. Enajena su razón de ser.
“La negación de la intervención ciudadana en la reforma constitucional y constituyente:
Esta negación afecta tanto a la iniciativa de reforma constitucional o constituyente, como a la posibilidad de los ciudadanos de poder opinar sobre las reformas llevadas a cabo por los partidos en el Congreso.
En cuanto a la primera cuestión, la Constitución establece, en su art. 166, los sujetos con legitimidad activa para ejercer iniciativa de reforma constitucional o constituyente. Este artículo, que nos remite a los apartados 1 y 2 del art. 87, excluye a los ciudadanos de la facultad de reforma del texto de 1978. Tal exclusión o precompromiso constitucional implica una paralización o detención del proceso democrático, un intento de cancelar el futuro.
Durante la revolución norteamericana, los fundadores de la Constitución de 1787, pese a su interés por crear una estructura perdurable de gobierno, insistieron también en que una generación fundadora nunca debería condicionar a sus sucesores con un esquema constitucional fijo. En septiembre de 1789, Jefferson escribió a Madison, enfrentándose a la pregunta de si una generación de hombres tiene el derecho de mediatizar a otra, y su respuesta fue un enfático no.
El presente es de los vivos, no de los muertos, dice Jefferson. Cada época y generación debe ser tan libre de actuar por sí misma y adaptar la Constitución a su realidad y voluntad, en todos los casos, como las edades y generaciones que la precedieron. Por esta razón Jefferson propuso que cada 20 o 30 años deberían celebrarse referendos estatales que permitieran a cada nueva generación determinar la forma de gobierno y promulgar la ley fundamental mediante la que organizarse políticamente.
Negar a todos aquellos que en 1978 no tuvieron, por razones de edad u otras, oportunidad de participar en el referéndum constitucional, la posibilidad de iniciar ahora una reforma constitucional total o parcial, como hace la Constitución española, implica negarles el derecho de poder adaptar la Constitución a su voluntad o realidad y someterlos a las decisiones de sus mayores. Esto implica someterlos a los grilletes del pasado y ello contradice abiertamente la democracia. La democracia es siempre una guerra contra el pasado (Hardt, 2009).
En segundo lugar, el texto constitucional español no sólo niega a la ciudadanía la iniciativa de reforma sino que permite también, la posibilidad de que los partidos del Congreso puedan llevar a cabo reformas constitucionales a espaldas de los ciudadanos, sin tener que contar con su opinión.
En los arts. 167 y 168 CE se fija respectivamente, los procesos ordinario y agravado de reforma constitucional.
El art. 168 CE blinda fuertemente la reforma total del texto o aquellas que afecten al Título preliminar (“monarquía como forma política del Estado”, “unidad indisoluble de la nación”, etc.), al Capítulo segundo, Sección primera del Título I (derechos y libertades fundamentales) o Título II (de la Corona), imponiendo un procedimiento realmente rígido que dificulta enormemente su posible reforma.
En cuanto al resto de artículos del texto, su reforma no deberá someterse a referéndum popular obligatoriamente sino sólo, señala el art. 167.3 CE, si así lo solicita una décima parte de los miembros del Congreso o del Senado. En las dos reformas constitucionales que se ha producido en España desde 1978, la reforma de agosto de 1992 por la que se modificó el art. 13.2 CE y la de septiembre de 2011 por la que se modificó el art. 135 CE, ninguno de los grandes partidos ha querido activar el referéndum por esta vía y se han llevado a cabo sin contar con la ciudadanía. Tal planteamiento presenta contradicciones importantes con la teoría democrática.
La actuación del parlamento debe estar siempre limitada por el principio de la soberanía popular. La soberanía reside en el pueblo (art. 1.2 CE) y no en el parlamento que es sólo su representante, por eso, en aquellos supuestos donde ya se ha pronunciado directamente la soberanía popular, como es el caso de una aprobación de la Constitución por vía de referéndum, los parlamentos no pueden actuar libremente, sino que necesitan la ratificación popular. Esto hace que cualquier posibilidad de reforma total o parcial de la constitución, expresión directa de la voluntad popular, por parte del parlamento sin preguntarle a la ciudadanía resulte ilegítima.
– La negación del derecho de autodeterminación de los pueblos:
Otro elemento restrictivo de la democracia directa es el impedimento que tanto la Constitución como la jurisprudencia del TC hacen a los pueblos y naciones históricas que conforman el Estado para ejercer su derecho democrático a la autodeterminación. El art. 149.1 CE, que enumera las competencias reservadas al Estado, le atribuye, en el subapartado 32, la “autorización” para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum. Teniendo en cuenta que el encabezamiento del art. 149.1 CE (“Corresponden en exclusiva al Estado…) no es directamente definitorio del tipo de competencia atribuida al Estado en las materias que enumera, que depende de la literalidad de los distintos subapartados, en este caso, la competencia del Estado se delimita a la mera “autorización” sobre consultas cualificadas como referéndum.
De acuerdo con esto, quedaba abierta la posibilidad de que las comunidades autónomas pudieran iniciar, por ellas mismas, el procedimiento de fijar el régimen jurídico y convocar consultas populares, incluido referendos, que debía ser simplemente “autorizado”, en última instancia, por el gobierno del Estado. El parlamento catalán se otorgó esta facultad en el art. 122 del Estatuto de Autonomía de 2009, potestad desarrollada por la “ley de consultas populares por vía de referéndum (Ley 4/2010, de 17 de marzo), aprobada por el parlamento catalán, y que facultaba al Presidente de la Generalitat o al Parlamento catalán para impulsar referendos sobre cuestiones políticas de trascendencia especial, a propuesta de una quinta parte de los diputados o dos grupos parlamentarios, un 10% de los municipios que representaran al menos medio millón de habitantes o por iniciativa popular con el apoyo del 3% de la población.
Sin embargo, esta ley de carácter abiertamente democrático, fue vaciada por el propio TC. En la sentencia del TC sobre el Estatut (STC 31/2010, FJ 69), el TC da un paso más, que no se desprendía de la jurisprudencia anterior, en interpretar de forma expansiva la competencia estatal del art. 149.1.18 CE y con las reservas de los arts. 81 y 92.3 CE. De acuerdo con esta interpretación corresponde al Estado “i[la entera disciplina de esa institución [el referéndum], esto es, su establecimiento y regulación”]i, con lo cual se supera la literalidad de la Constitución que se refiere sólo a la “autorización”. Ello implica prohibir a las comunidades autónomas y, también a los municipios, poder regular y convocar a uno de los principales mecanismos democráticos, el referéndum, permitiéndoles sólo convocar a consultas populares de tipo no refrendario.
2. La restricción del pluralismo político a los partidos mayoritarios defensores del orden constitucional
La segunda función asignada a los partidos políticos por la Constitución es: “ser expresión del pluralismo político”. Esto es importante en la medida en que este valor se reconoce como valor superior del ordenamiento jurídico en el art. 1.1 del texto constitucional. Si bien la Constitución dejó abierto el contenido del valor pluralismo jurídico, la legislación y jurisprudencia posterior han restringido este concepto hasta llevarlo a un nivel escaso de pluralismo, en la mayoría del Estado, con dos partidos. Los instrumentos legales y jurisprudenciales a través de los cuales se ha operado esta restricción del pluralismo han sido:
– La Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) :
El sistema electoral español es un sistema proporcional. El que un sistema proporcional favorezca la creación de un modelo multipartidista depende de tres variables básicas: El tamaño de las circunscripciones, la fórmula electoral y la cláusula de exclusión.
Los dos elementos clave en el caso español son los dos primeros. Con respecto al tercero, la fórmula electoral de D’Hondt y el tamaño de las circunscripciones implican que la barrera electoral del 3% establecida en el art. 163 de la LOREG, no surta casi efecto en la práctica.
Con respecto a las circunscripciones y la fórmula electoral, la Constitución española establece, en el art. 68, que el Congreso se compone de un mínimo de 300 y un máximo 400 diputados, y que la circunscripción electoral es la provincia. Estas condiciones constitucionales se desarrollan en el art. 162 de la LOREG, que fija un número de 350 diputados, con un mínimo inicial de dos diputados por provincia, y Ceuta y Melilla, representadas cada una por un diputado. Los 248 diputados restantes se distribuyen entre las provincias en proporción a la población. La atribución de escaño a las candidaturas que superen la anterior condición se realiza con la fórmula de divisores de D’Hondt.
Estas características del sistema electoral español hacen de él un modelo favorecedor de los grandes partidos estatales mayoritarios y de aquellos partidos regionalistas o independentistas que concentran todos sus votos en unas pocas circunscripciones donde se presentan, pero claramente perjudicial para el resto de partidos no mayoritarios estatales.
La existencia de muchas circunscripciones provinciales pequeñas en las que sólo se reparten unos pocos escaños hacen que, en la práctica, estas no funcionen como circunscripciones con un sistema electoral proporcional sino más bien con un sistema mayoritario donde los que más votos sacan se lo llevan todo.
Consecuencia de ello es que a aquellos partidos minoritarios que tienen sus votos dispersos geográficamente (a pesar de tener en el conjunto del territorio estatal un amplio número global de votos que les debería convertir en una fuerza política importante), les sea extremadamente difícil conseguir los suficientes votos para obtener uno de los pocos escaños en juego en cada provincia. A esto hay que añadirle el distinto valor del voto según la provincia (por ejemplo, un voto en Soria vale tres veces más que un voto en Madrid. A Soria, con una población de 93.593 habitantes, le corresponde 2 escaños, uno cada 46.796 habitantes, y Madrid, con 6.081.689 habitantes, tiene 35 escaños, uno cada 173.762 habitantes).
Todo ello da como resultado una falta de proporcionalidad entre votos y escaños y el establecimiento de un sistema que reduce el pluralismo político en la cámara a dos grandes partidos.
Otra evidencia más de esta voluntad de reducir el pluralismo político a su mínima expresión fue el veto electoral establecido por la LO 2/2011, de 28 de enero, que modifica la LO 5/1985. De 19 de junio (LOREG), a nuevos partidos sin representación parlamentaria que quieran presentarse a las elecciones. El apartado 3 del nuevo art. 169 establece que los partidos, federaciones o coaliciones sin representación parlamentaria en las cámaras necesitarán la firma, al menos, del 0,1% de los electores inscritos en el censo electoral de la circunscripción por la que pretendan su elección (esto es cerca de 40.000 firmas para presentarse a todo el Estado), sin que ningún elector pueda prestar su forma a más de una candidatura.
– La Sentencia 48/2003 del TC:
En esta sentencia, el TC resolvió el recurso de inconstitucionalidad del Parlamento Vasco frente a la Ley Orgánica de Partidos Políticos (LOPP) declaró la constitucionalidad del procedimiento de ilegalización de partidos por causas diferentes a las penales. Se trata de una sentencia que fijó una nueva relación de los partidos políticos con la Constitución, reduciendo la pluralidad política permitida.
En la jurisprudencia constitucional previa a esta sentencia, los partidos políticos se consideran meras creaciones libres, sujetos sociales surgidos del ejercicio de la libertad de asociación del art. 22 CE (TC 10/1983) con plena libertad para organizarse como querían y defender el programa político que querían. Los únicos límites que se establecía eran que su organización y funcionamiento fueran democráticos (art. 6 CE) y que no llevaran a cabo una actividad tipificada como delictiva en el código penal. En consecuencia, dentro de esos amplios límites, podían existir partidos de cualquier tendencia. Como el propio TC reconocía, el sometimiento de los partidos políticos al régimen privado de las asociaciones estaba materialmente orientado a conseguir maximizar la libertad en la creación y el menor grado de control e intervención estatal sobre los mismos (STC 8571986, fj 2º).
Con la aprobación de la LOPP los partidos políticos quedan sometidos a un régimen legal distinto del de las asociaciones. Si en el sistema anterior los partidos gozaban de la libertad de las asociaciones en cuanto a su creación, funcionamiento, programa y pronunciamientos, ahora sólo existe la misma libertad para crearlos (STC 48/2003, FJ 5º), pero no en cuanto a su funcionamiento, programa o manifestaciones. A partir de este momento, se exige que en su funcionamiento, programa y pronunciamiento los partidos deben perseguir los fines constitucionales del art. 6 CE. ¿Qué quiere decir esto?
Con ello, en primer lugar, el TC opera un cambio en el tenor literal del art. 6 CE. No entiende que los partidos “sean” expresión del pluralismo, sino que los partidos “deben ser” expresión del pluralismo. Por tanto, ya no es pluralismo las opciones que libremente surjan en la sociedad, sino lo que la ley dice que un partido cumpla su “deber” ser expresión del pluralismo, no puede poner en peligro la Constitución, que es donde se recoge el pluralismo como valor superior del ordenamiento (Criado 2007). Todo ello permite al TC declarar la constitucionalidad de actuaciones de carácter fascista como la ilegalización de partidos que no manifiesten de manera clara una sujeción positiva a la Constitución y, en consecuencia, reducir enormemente el pluralismo real.
En resumen, hasta aquí hemos visto ejemplos claros de cómo la Constitución española y el TC limitan o monopolizan la democracia en manos de los partidos políticos mayoritarios defensores del orden constitucional. La pregunta que debemos formularnos ahora es si este modelo es útil en la actualidad.
¿Es, todavía hoy, útil la democracia de partidos establecida en la Constitución?
Después de la segunda guerra mundial, el sistema de partidos políticos se conformó, en Europa, como una estructura generadora de igualdad.
La extensión-ampliación del derecho de asociación que permite la subjetivación política en el sistema de los partidos políticos ligados a las clases excluidas, por un lado; y, la ampliación del sufragio como mecanismo de acceso de estos partidos a las instituciones políticas a través de la representación, por el otro; estableció una nueva relación entre Estado y clases sociales y, en consecuencia, el tránsito de la forma parlamento monoclase burgués a la forma parlamento pluriclase (Maestro, 2002).
La constitución del parlamento pluriclase tuvo repercusiones directas en el tipo y orientación de la actividad jurídico legislativa de las cámaras. Si los parlamentos del s. XIX conformaban una estructura institucional tendente a la preservación de los privilegios y a la exclusión política, ahora constituyen estructuras que representan el polo opuesto. La presencia de los partidos obreros en el seno de la cámara produce una presión por el reconocimiento de los derechos sociales, es decir, de procesos de redistribución de la riqueza producida, sobre todo orientada a inversión en procesos de reproducción social ampliada, tanto en términos extensivos como cualitativos, esto es, educación, salud, vivienda, seguridad social.
En resumen, podemos afirmar que en aquel momento histórico, el sistema de partidos políticos estuvo ligado a una ampliación de las esferas de igualdad en el seno del Estado, o al menos, a procesos de reducción de la desigualdad socio-económica. El sistema de partidos era una estructura de igualdad (Tapia 2011)
A diferencia de este periodo descrito, en la actualidad, los grandes partidos políticos socialdemócratas ya no son la subjetivación política en el parlamento de las clases sociales excluidas, sino todo lo contrario, es generadora de desigualdad. Veamos estas dos afirmaciones.
1. Los grandes partidos políticos socialdemócratas ya no son la expresión política en el parlamento de las clases sociales excluidas
Dos factores han contribuido a este proceso: el primero, es la disolución subjetiva de la clase obrera con el paso de la ciudadanía laboral a la ciudadanía social; y el segundo, la conversión de los partidos en maquinarias electorales, autónomas a los ciudadanos, preocupadas por el simple mantenimiento de cuotas de poder.
En primer lugar, podemos decir que los grandes partidos obreros de los s. XIX y XX fueron organizados o creados por y alrededor de los sindicatos y es a través de ellos que mantenían el vínculo con sus bases sociales. La crisis de la forma sindicato implicará pués, una ruptura de este vínculo entre partidos obreros y bases.
La ciudadanía, entre otros aspectos, es también aquel conjunto de prácticas y relaciones sociales bajo las cuales tienen lugar la participación. A lo largo de los siglos XIX y gran parte del XX, los sujetos construían sus relaciones sociales, políticas y económicas y, por tanto, su ciudadanía, alrededor de su condición de “obrero” o “trabajador”.
Ello se debía, tanto a una razón teórica, se trata de una época de hegemonía, en el ámbito científico-académico, de la teoría marxista, como a una constatación sociológica o práctica, la fábrica es el centro de la vida obrera. Incluso se puede hablar de una continuidad entre fábrica y hogar-vida, la propia arquitectura de los edificios en las ciudadelas obreras, o expresiones como el por art que aplica la producción en serie fondista al arte, eran manifestación de esta continuidad. De acuerdo con esto, podemos afirmar que la ciudadanía era preminentemente “laboral”, el trabajo, la fábrica, era el principal elemento de sociabilidad y de construcción de subjetividad.
La situación cambia, pero a finales de los años setenta, momento en que se produce un cambio en la organización del trabajo, imponiéndose un nuevo paradigma productivo basado en la multifragmentación del trabajo, llamado posfordista. Con todo ello, el denominado “obrero-masa” deja ya de ser el único exponente de asalarización, dándose ésta, también, en muchas otras formas (servicios domésticos, la economía de servicios de la infraestructura urbana o los propios oficios eventualizados, economía informal, trabajadores autónomos, etc.).
Ahora bien, esto no significa la desaparición del obrero. Si mantenemos las definición clásica de obrero como personas que son empleadas por otras personas o por estructuras que producen riqueza a partir de la apropiación del trabajo contratado, hoy se ha disminuido enormemente la antigua estructura obrera, pero se ha ampliado el número de obreros.
Ahora hay muchos más obreros, y si consideramos también como obreros aquellos que pudieran abarcar otro tipo de actividades que directa o indirectamente contribuyen a los procesos de valorización y de concentración de la riqueza, éstos se incrementan aún mucho más. Sin embargo, ahora el obrero no está ya localizado, al menos en su amplia mayoría, en la fábrica y en la ciudadela, sino que se transversaliza, adoptando múltiples formas, a lo largo de toda la sociedad. El obrero, en una gran parte, se ha des-fabrilizado y se ha diluido en lo social. Es lo que Negri denominó el paso del “obrero masa” al “obrero social” (Negri, 1981).
Al cambiar la forma de organización del trabajo, cambia también las formas de conflicto y negociación y, por tanto, de organización de los trabajadores. La figura clásica del sindicato es, en la actualidad, un instrumento válido de actuación en el ámbito estrictamente industrial-laboral, pero incapaz de abarcar la amplitud y complejidad del nuevo espacio de actuación, “lo, social” y sus múltiples formas de trabajo. El trabajo autónomo precario de subsistencia, al carecer de una contraparte colectiva, ha salido de facto de la historia secular de conflictos laborales y del sistema de derechos construido a partir de la legitimidad de esos conflictos (Bologna, 2005).
Ello impide que la acción sindical pueda utilizarse para reivindicaciones que vayan más allá de las formas clásicas de asalarización, descartándose, por tanto, su capacidad de abarcar la totalidad del amplio ámbito “social”. Ello implica una crisis de la forma clásica de sindicato y una ampliación o desbordamiento masivo de los excluidos más allá de los límites de la esfera representada por las bases sindicales de los partidos políticos socialdemócratas que ya no se conforman con su expresión política en el parlamento.
En segundo lugar, el otro factor que aleja los grandes partidos socialdemócratas de ser expresión de los intereses de los sectores excluidos es su conversión en maquinarias electorales preocupadas, únicamente, por el mantenimiento de cuotas de poder. Después de años en el poder sin renovación, los representantes políticos ya no responden a las propuestas y posiciones de sus bases sino que llegan a generar intereses propios autónomos y paralelos, incluso, a veces, distanciados de sus propias bases.
Sus intereses principales ya no son lograr cosas para sus representados, sino la simple reproducción de su condición de representantes. Ello provoca un cambio en el destinatario del discurso político de los partidos. El objetivo no es ya conseguir los votos de la clase social que constituye la base, sino el máximo número de votos posibles, y para ello es necesario una transformación en el discurso que reduzca la carga de identificación clasista y se oriente a la conquista del ciudadano en general (Michells1979).
Ello explica el vaciamiento ideológico del discurso político y su conversión en espectáculo e imagen. Con el desplazamiento de la política de partidos a la política del candidato-mercancía o del show-business, ya no importa qué intereses defiende cada candidato y quién es mejor para hacer de presidente, sino quién tiene la imagen que conmueve y despierta mayores dosis de emotividad.
2. El sistema de partidos es hoy una estructura generadora de desigualdad y de exclusión
Enlazando con lo anterior, en la medida en que los partidos políticos ya no son expresión política de los ciudadanos sino que se convierten en meras maquinarias electorales sin identificación de clase, vacías de contenido y programa ideológico, sin vida política interna ni tendencias o corrientes que correspondan a la líneas de propuesta y no simplemente a grupos de competencia electoral, esto provoca que tales partidos, cuando tienen éxito y asumen el gobierno de un país, al no tener programa, devienen en meros receptores pasivos de proyectos estatales elaborados en núcleos extrapartidarios.
Devienen en meros administradores de reformas estatales neoliberales de carácter internacional (Tapia 2011). En consecuencia, los partidos se convierten, no ya en estructuras generadoras de desmantelamiento de derechos y, por tanto, de desigualdad y exclusión.
En la actualidad vivimos un ejemplo claro de ello, la sumisión y la legislación de normativas habilitadoras de los “planes de ajuste” neoliberal dictados por la Unión Europea por parte de los partidos políticos con responsabilidades de gobierno en las distintas administraciones del Estado, transforma a estos partidos en estructuras tecnocráticas habilitadoras de políticas de desempleo, de reducción de servicios y prestaciones sociales, de aumento de la desigualdad etc.
Todo esto nos permite ver cómo la expropiación de la política ha tenido como beneficiarios a los partidos tradicionales cada vez insertados con mayor intensidad en los engranajes del poder estatal. Es justamente esta posición estructural de los partidos en el sistema constitucional español la que les impide percibir las necesidades de reconocimiento y acción política de la ciudadanía y la que se traduce, como es lógico, en un progresivo rechazo popular de los mismos. Por eso, sólo desde una libertad y subjetividad recobradas mediante un proceso constituyente democrático-popular será posible imaginar nuevas formas de organización política.
Albert Noguera Fernández es Doctor en Derecho Constitucional en la Universidad de Extremadura. Este artículo se publicó originalmente en la obra colectiva Por una Asamblea Constituyente, en el que aparece con el título La incapacidad de la Constitución española de 1978 como marco jurídico para una transformación democrática. Se reproduce con autorización.
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