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Las escuelas necesitan relatos sectoriales

Si hay que ir a la escuela pero no hay ningún efecto constatable de su paso por ella, o no se espera nada de ella, educación y escuela representan meras formalidades de las que se puede prescindir. Es necesario pensar en otros parámetros y criterios: abandonar la idea de los sistemas educativos igualitarios y crear las condiciones para que las unidades educativas, las instituciones, las regiones o las comunidades puedan construirlos, definirlos, respondiendo dialécticamente a las demandas de sus alumnos y de la realidad. La única posibilidad de futuro para la escuela es crear nuevos relatos sectoriales, articulables entre sí bajo el paraguas de ciertos relatos universales o propios de los sistemas, en los que la conexión entre los distintos puertos no impone un puerto único al que todas las embarcaciones deben ir a parar. Por Noro Jorge Eduardo.

Las escuelas necesitan relatos sectoriales

Son los relatos los que sostienen la marcha de las comunidades, el funcionamiento de las instituciones, los mandatos sociales, y – específicamente – las prácticas y los rituales escolares porque son ellos los que imponen una trama, un recorrido necesario, subordinando a sus principios los actores y las funciones.

Si los relatos rigen para todo cuerpo social, en la educación y en la escuela desempeña un papel primordial e ineludible, y representan un capítulo necesario para poder articular la narrativa fundamental que es la constitución de la propia existencia.

Una vez establecido y vigente, el relato legitima y opera como fuerza motriz que empuja y atrae, fortaleciendo cada unos de los actos y de las prácticas, y operando como pasaporte y peaje para la continuidad de las ideas.

En la modernidad, los relatos tuvieron un significado primordial, ya que todo el discurso moderno puede ser interpretado como un gran relato que articula una serie de narrativas subordinadas que fueron otorgando – a lo largo de los siglos y en un ensamble sinfónico maravilloso – la dirección necesaria al proyecto que surgió como una llama inicial en Europa y se expandió como una fuerza universal, conquistadora, civilizatoria, triunfante, optimista y avasalladora por todo el mundo.

Con ese criterio, la modernidad propuso – entre otros – relatos que permitieran construir: (1º) feligreses convencidos de sus creencias; (2º) soldados obedientes para los ejércitos; (3º) trabajadores dóciles y disciplinados para las minas y para la creciente industria; (4º) servidores civiles subordinados al gobierno; (5º) ciudadanos racionales e ilustrados capaces de circunscribir su libertad y sus derechos en el marco de los contratos sociales.

Y en esta dirección las instituciones, los estados, los poderes y las escuelas se fortalecieron funcionalmente entre sí, a partir de la aceptación y divulgación de los relatos reinantes. Si la escuela fue protagonista del paisaje moderno, lo fue precisamente por ser un portavoz privilegiado que reproducía a la perfección las narrativas dominantes.

Ideas fuerza

Con un criterio operativo podemos definir a los relatos como discursos que articulan en una narración una serie de ideas fuerzas que una sociedad considera fundacionales de su identidad y de sus proyectos. Se construyen en torno a una unidad discursiva que le otorga coherencia y continuidad, al tiempo que combina los elementos propios de la realidad con las creaciones específicas de la imaginación y de lo verosímil.

Un relato no es más que un “cuento” en el sentido primitivo de la palabra: abre una situación, produce un desarrollo y anticipa un desenlace. Lo construye ensamblando los datos reales, comprobables, racionales con los aportes ficcionales que permiten crear una posibilidad, una ilusión, una fantasía, un ideal.

Operan como una verdadera síntesis para un cuerpo social que no puede vivir sólo de ideas y consignas, y que necesita integrar cada una de ellas en un discurso funcional que le permita crear una realidad ideal y creer siempre en una posibilidad salvífica final.

Cuando un estado – por ejemplo – declaraba o afrontaba una guerra, no podía exhibir la crueldad de las batallas, las heridas y las mutilaciones, la muerte segura de una multitud de soldados; tampoco podía manejarse solamente con los argumentos – legítimos o no – que justificaban el enfrentamiento.

La única manera de movilizar a sus soldados profesionales o voluntarios, de conmover a los ciudadanos y de lograr la adhesión plena de la población era creando un relato que representara el valor del heroísmo, elogiara el orgullo de la defensa del territorio, de la patria o de las convicciones, prometiera recompensas presentes o futuras, anunciara la construcción de una realidad mejor.

Los relatos se leen en los discursos, en los himnos, en las historias que se transmiten o se escriben, en las proclamas, en las convocatorias, en los comentarios. Y operan como un verdadero agente movilizador. En última instancia los relatos describen un camino posible hacia la utopía, y para ello no pueden trabajar sólo con la verdad de los hechos y de las ideas, sino que deben recurrir a la ayuda de la imaginación y la creación propia de la ficción.

Las escuelas en los relatos

La escuela – por fuerza y mandato de la modernidad – se alimenta de los relatos pero al mismo tiempo funciona como un factor relevante de su construcción y transmisión. Todo sujeto, para poder ser necesita transitar la escuela, haber sido parte de ella. La escuela se justifica y se legitima porque sabiendo cómo prosigue y avanza la historia ofrece los recursos para erigirla con los cimientos establecidos: sabe cuál es el camino necesario y qué materiales deben utilizarse para su construcción. En la escuela, la trama legitimada del relato se transforma en una trama legitimante, con un mandato universal y obligatorio.

En este contexto, esforzarse y estudiar vale la pena porque hay algo que hacer con el estudio y con los contenidos aprendidos en las escuelas. La sociedad se encarga de establecer, justificar, proclamar y exigir. La universalidad y la obligatoriedad son consecuencia de esa estructura a priori. Es una deber estudiar, sacrificarse, sufrir, luchar, dar la vida, optar por el heroísmo, renunciar a sí mismo, postergar el goce y los placeres, inmolarse si hay una causa establecida, y las causas socialmente establecidas son el mensaje redundante de las escuelas.

Los relatos siempre tienen un final prometedor (solamente la tragedia hace naufragar en la imposibilidad a los protagonistas y los antagonistas), y este final prometedor es siempre necesario. Los núcleos de un relato se encadenan, alternan felicidad con dolor, placer con sufrimiento, esfuerzo con recompensa, convencimientos con satisfacciones.

Cada hecho de la vida es mucho más que un acto aislado, es un acontecimiento: si optamos por algo que nos exige es porque estamos seguros de una contra-cara favorable. La dedicación y el estudio desembocan en una acreditación: si hay acreditación hay posibilidades de inserción en el trabajo, en la producción y en la sociedad. La escuela forma parte del escenario social en el que cada uno define su existencia, y un porcentaje importante de la existencia se define entre sus muros.

Relatos y estrategias

Son precisamente los relatos los que legitiman las estrategias y justifican las tácticas: cuando rige un relato y se cree en él, todos se someten a sus determinaciones, las que han sido originalmente planificadas y las que van surgiendo como respuesta a las coyunturas. Todo se vuelve racional y justificado, y los discursos redundantes tratan de construir discursos legitimadores para los usuarios.

En las escuelas modernas toda la escala jerárquica del sistema no era más que una estructura legitimante (que a su vez auto-legitimaban su existencia): ministros, funcionarios, técnicos, supervisores, directivos y docentes habían aprendido el relato, vivían del relato, enriquecían el relato… y eran sus voceros. Pero también los padres – que habían confiado sus hijos al sistema – creían en el relato y trataban de sumarle argumentos.

Y finalmente los defensores del sistema – inconscientemente – eran sus mismos usuarios que rápidamente subjetivaban las narrativas y se creaban en él un lugar y una función: la rapidez en la adaptación era el termómetro de la salud del relato convertido en sistema, y de la capacidad de los usuarios de adaptarse rápidamente al código establecido; en muy poco tiempo todos sabían qué hacer, qué decir, cómo reaccionar, cómo relacionarse, qué preguntar, cómo responder, porque era el universo de los iguales el que mejor informaba, recordaba y exigía el cumplimiento de las normas establecidas.

Los díscolos, los forzados contra su voluntad, los rebeldes, los inadaptados (verdaderos heterodoxos) no podían durar… y el sistema mismo se encargaba de expulsarlos, de eliminarlos. Tal vez por eso debamos recordar que aunque tenía un propósito universal, nunca lo fue porque numerosos sectores de la población no pasaban por la escuela o eran arrojados de ellas.

Crisis de los relatos

Sin un relato oficial y legitimador, seguro y definitivo, conocido y aceptado por todos, desaparecen las estrategias (o se convierten en letra muerta) y no hay capacidad para definir tácticas. El sistema se repite a sí mismo, pierde fuerza creativa, utópica y redentora. Sin una narrativa vigorosa las estructuras de las instituciones se mueren, aun cuando permanezcan en pie.

Sin embargo, las instituciones no se pueden tolerar la ausencia de relato. Lo que en realidad desaparece es el relato único, el relato oficial, el relato vigente, y comienzan a aparecer otros relatos, relatos contrapuestos, legitimaciones diversas, que transforman los acuerdos en conflictos y enfrentamientos. Mientras un sector pugna por mantener la vigencia de antiguas narrativas (generalmente quienes sostienen y están al frente de las Instituciones), en el escenario aparecen usuarios armados con otros relatos que circulan dispuestos a defender la vigencia de sus convicciones y a no dejarse avasallar por discursos que juzgan ajeno y extraño.

Y las mismas familias comienzan a desconfiar – por ineficientes o improductivos – de los antiguos relatos y discuten la absoluta subordinación al relato impuesto por la escuela para sumarle sus propias expectativas. En este contexto (que es nuestra realidad), la educación, como mandato social, se ve envuelta en un conflicto de interpretaciones, entra en un conflicto de legitimación social y de funcionamiento efectivo.

Frente a esta realidad, las escuelas – como parte de un sistema mucho mas vasto – necesitan sobrevivir y, para ello, prolongar su relato. Y cuando los discursos ya han perdido vigencia (porque ni siquiera quienes la conducen están seriamente convencido de ello) se reproducen las prácticas y los rituales como una forma vacía de continuar con la vigencia de los discursos establecidos. Por eso las escuelas atraviesan una crisis de sentido.

Liturgia escolar

Las actividades de la escuela parecen una cuidada ceremonia religiosa en la que ya ni el ministro, pastor o sacerdote, ni los feligreses tienen la fe que sostiene la liturgia sagrada. La sociedad necesita moralizar, civilizar, aplastar la barbarie (inseguridad y recontrol), combatir la ignorancia, construir la ciudadanía y la gobernabilidad, amar y defender a la patria, preparar los recursos humanos para la producción, formar dirigentes, afianzar costumbres, hábitos y supone que reproduciendo las prácticas del pasado se auto-producirá el relato necesario. Y no suele ser así. La crisis de los grandes relatos y el estallido de una multitud de relatos menores, pequeños, a medida, ponen en cuestión la presencia de la educación escolarizada.

Es curioso observar cómo – aun en el contexto de la modernidad – los relatos mantenían su vigencia en la medida en que respondían productivamente a sus usuarios, en la medida en que eran efectivos. La victoria o el fracaso, determinaban el valor de lo dicho, de las exigencias y de las promesas.

Pero si no cumplían con lo prometido, si el final no era el esperado o no encontraba una adecuada legitimación, el relato exigía una sustitución o rectificación, ya que ningún relato es necesario o eterno, sino siempre una construcción contextualizada e histórica.

Esta interpretación es aplicable también al grado de significación que presentan las instituciones y a la escuela: para unos el cielo, para otros el infierno; para una generación el arca de salvación, el pasaporte a la civilización, para otros una pasión inútil.

Frente a la crisis de los relatos universales, comunes, legitimadores, aparecen los micro-relatos creados a la medida de los usuarios, o la proliferación de relatos en torno a realidades derivadas que terminan teniendo una verdadera ontologización narrativa, ya que tienen más realidad en las palabras que en los hechos.

HOPENHAYN (1994), en su obra Ni apocalípticos ni integrados. Aventuras de la modernidad en América Latina, señala: “lo postmoderno se asocia en dos sentidos a la crisis de los grandes relatos legitimadores. En primer lugar, porque el metarrelato de la modernidad se interpreta desde la lectura postmoderna como inviable, consumado, autocancelado o contradictorio. Segundo, porque en el propio espíritu postmoderno hay una voluntad por legitimar otros relatos que escapan a la codificación moderna y que burlan toda pretensión fundante: ya no son grandes principios, sino mini-relatos y constituyen juegos provisorios y sustituibles de lenguaje”.

Los relatos se convierten en juegos de lenguaje que se construyen y se destruyen según las circunstancias, se inventan y se usan según las circunstancias. Perdido el elemento aglutinante de síntesis, los actores quedan condenados o liberados a la más absoluta contingencia, compartiendo una nueva babelización de la sociedad. En este contexto, ¿puede la escuela seguir siendo lo que era?

Las escuelas necesitan relatos sectoriales

Nuevos relatos a la carta

Las nuevas narrativas ocupan el nuevo escenario y en ese escenario los que jugaban papeles secundarios se han convertido en los inesperados protagonistas. Entran en vigencia los micro-relatos a la carta: el cuerpo, los alimentos, las bebidas, el espectáculo, el goce y el placer.

Así por ejemplo, nadie niega la importancia antropológica del cuerpo y su articulación con otros aspectos del sujeto, pero el cuerpo se ha convertido en un nuevo relato que lo instala como un protagonista privilegiado y excluyente: su cuidado, la subordinación de la salud a la estética (y la justificación de la estética por la salud), la exhibición obsesiva, su modelación racional desde sus etapas de desarrollo y crecimiento, su cultivo hasta lograr la cosecha deseada, la proliferación de productos para atender a cada una de sus partes, para asegurar o potenciar sus funciones y su funcionalidad, la producción a través de diversos tipos de cirugías, dietas, gimnasia, cosméticas.

El cuerpo conquista una entidad mediática ya que adquiere entidad a partir del mostrarse en los medios, y es el culto a la imagen lo que le permite consagrar todas sus virtudes (belleza) y disimular todas sus limitaciones (afecciones, deterioro, efectos no deseados).

El tema del cuerpo despierta e instala como si se tratara de discursos generosos en producciones e ineludibles a la hora de generar la atención de la sociedad, otras narrativas asociadas de las que se hacen eco tanto los medios de comunicación masiva como las prácticas sociales en sus diversas manifestaciones.

Así, por ejemplo: (1)la sexualidad se desplaza desde su dimensión antropológica para convertirse en el objeto de una construcción en la que es necesario instalar estrategias, tácticas, técnicas, posiciones, tiempos, espacios, luces, lugares, aromas, sonidos, historias, agencias, medicamentos, programas, profesionales, consejeros, etc.; (2) la alimentación, mas allá de lo que funcionalmente la justifica, ocupa no ya las conversaciones familiares y el esfuerzo de las amas de casa, sino las páginas de las revistas, los programas de televisión (los específicos y los asociados), los libros especializados, las casas de altos estudios y los lugares privilegiados.

Los alimentos combinan historia con sabores, ingredientes con distintas formas de cocción, cuidado de la salud con recuperación del placer… pero sobre todo la comida se convierte en un espectáculo que se disfruta con todos los sentidos y que goza en la exhibición, ya que sabor se asocia a la estética de la composición, al color, a la simetría en los elementos… y los tiempos de preparación y de consumo se asocian a una verdadera narrativa que transforma a los responsables en autores.

Algo similar sucede con las bebidas, especialmente, con el vino: al acto de beber y de gustar lo que se bebe se le suma la necesidad de identificar el color, las resonancias aromáticas o los sabores que se ocultan detrás de la degustación original. De alguna manera el acto se beber se convierte en un acontecimiento porque los especialistas, los programas, las revistas, las asociaciones, los restaurantes ofrecen el vino como un objeto en si mismo, como un placer que se disfruta más – como el sexo, el cuerpo o la comida – cuando más se sabe, cuando se le pueden sumar estructuras discursivas y referencias textuales.

Relatos sociales

Pero además, entre estos nuevos relatos a la carta, en este nuevo escenario en el que circulan nuevos actores y un libreto inédito, brotan ciertas prácticas sociales asociadas con el tiempo libre, el ocio y la recreación, ocupando un lugar de privilegio. Así, por ejemplo, el fútbol y la música. Ambos generan nuevos grupos de pertenencia produciendo sus propios relatos.

Los hinchas del mismo equipo, los seguidores de una misma banda están dispuesto a construir una continuidad significativa y simbólica en torno a esas realidades: vestimenta, vocabulario o código compartido, encuentros, comunidad de pertenencia (muy frágiles en su constitución), sistemas de oposiciones y enfrentamientos (otras bandas, otros equipos). El fútbol facilita claramente la aparición de nuevos rituales (casi primitivos y tribales, sin distinciones de clases y homogeneizados por otros factores), permite claramente identificarse (colores, camiseta, banderas, música: sucedáneos de los símbolos patrios) e identificar al enemigo (que tiene los propios y que provoca la oposición), vive de los triunfos y de las derrotas como si se tratara de una liturgia de guerra.

Cierta violencia que provoca o acompaña los encuentros tiene reminiscencia de antiguas luchas irracionales. El uso de las identificaciones salta del campo de juego a las tribunas y los espectadores se convierten en una parte necesaria de la representación, ya que se produce un diálogo entre los protagonistas o actores y los espectadores.

También aquí aparecen las ceremonias que reproducen la sacralidad de los relatos: acceso, ritos iniciáticos, ceremonias, colores admitidos y prohibidos, himnos y cánticos, luces, horas, lugares de encuentro, ministros y directores de ceremonia. En cada uno de ellos hay una espontaneidad dirigida y aleatoria que genera una pertenencia casi irracional, ya que casi nadie puede dar cuenta de lo que elige y de por qué lo elige.

Relatos para consumidores

Finalmente – en esta enumeración mínima – pueden mencionarse relatos a medida de los consumidores que invaden el mercado de las ofertas con propuestas que en lugar de crear una mística social y una causa común se ajusta a las necesidades de los usuarios.

En este sentido deberían analizarse la proliferación de libros y productos de autoayuda, que estratégicamente – y con un hábil criterio comercial – mezclan pequeños relatos o historias mínimas que se articulan con recomendaciones para ordenar la existencia, superar las depresiones, recuperar la pareja, disfrutar de la vida, descubrir secretos internos, olvidarse de los problemas, etc.

Son relatos que no comprometen, ni obligan sino que legitiman conductas o generan convencimientos emocionales que difícilmente se traducen en actos de voluntad. Nada cambia, sino que simplemente cambia la manera de ver lo que nos rodea y lo que nos pasa.

Inserta – casi como intrusa – en medio de este tipo de narrativas, sobreviviendo en un escenario absolutamente distinto , con su peso de obligación rutinaria y cotidiana, perseverante en el esfuerzo por mantener la vigencia de los antiguos relatos y los valores permanentes, ¿qué puede y qué tiene que hacer la escuela? ¿No termina por permanecer al margen, ajena, lejana, extraña, innecesaria?

Quienes libre o compulsivamente la frecuentan, quienes concurren a recibir la educación que la sociedad y las familias consideran necesarias, ¿le asignan algún valor o suponen que “la vida está en otra parte” y que el tiempo y las actividades de las escuelas son un paréntesis obligado antes de volver a disfrutar de los verdaderos intereses?

Por su parte, la escuela armada y recubierta de una estructura moderna, fiel a una matriz que funcionó perfectamente durante cuatro siglos, ¿qué puede hacer para procesar este caudal de nuevos mandatos, especialmente cuando observa a sus actuales usuarios se sienten identificados con muchos de los micro-relatos mencionados e impermeables a los discursos de las narrativas oficiales?

Un final abierto

No se trata de discutir el valor de la educación o la presencia de la escuela, sino la educación y la escuela que se necesitan en nuestro tiempo y las que necesitan los usuarios de hoy. Si hay que ir a la escuela pero no hay ningún efecto constatable de su paso por ella o no se espera de nada de ella, educación y escuela representan meras formalidades de las que se puede prescindir y, sobre todo, exhibe una peligrosa consecuencia: los que no pasan por la escuela o los que no la aprovechan como se espera, son los que efectivamente triunfan en la vida.

Las demandas actuales de la realidad no son las que acompañaron el desarrollo de la modernidad: los individuos o los sectores sociales necesitan diferenciarse, encontrar su nicho, sobrevivir en un mundo complejo y diversificado. Esto es común para todas las clases sociales, pero particularmente para los sectores marginados y excluidos.

Todos necesitan aprender y definir cuestiones existenciales fundamentales: qué hacer con la propia vida, cómo y por qué asociarse con otras personas, cómo disponer legítimamente de los recursos necesarios, cómo encontrar y mantener un trabajo digno.

No se trata de insistir en la igualdad sino en la necesidad de dar a cada uno y construir con cada grupo lo que necesitan. Cualquier intento de igualar a todos es un tributo a la historia y a ciertos principios del pasado, porque termina constituyendo un efecto contrario, profundizando las diferencias.

Nuevos parámetros

Es necesario pensar en otros parámetros y criterios: abandonar la idea de los sistemas educativos igualitarios, de los discursos únicos, de las metodologías infalibles, de los currículos unificados y crear las condiciones para que las unidades educativas, las instituciones, las regiones o las comunidades puedan construirlos, definirlos, respondiendo dialécticamente a las demandas de sus alumnos y de la realidad.

Esa es la única posibilidad de futuro: crear nuevos relatos sectoriales, articulables entre sí bajo el paraguas de ciertos relatos universales o propios de los sistemas. Los sistemas deben funcionar como organismos de articulación y no de uniformización e imposición. Deben garantizar la conexión entre los distintos puertos pero no debe imponer un puerto único al que todas las embarcaciones deben ir a parar.

Podemos discutir cuáles pueden ser los relatos necesarios en nuestros días, los que alimenten de esperanza nuestro presente y definan el horizonte de nuestro porvenir con algunos rasgos próximos a la utopía. En tal sentido hay grandes ideas que de manera larvada están generando nuevos ideales y principios unificadores: mayores niveles de humanidad para todos, la coexistencia pacífica, una ética universal que se asocie con principios ecológicos, etc.

Pero en todos los casos no podemos dejar de recordar que, si algún futuro le asignamos a nuestras escuelas, mas allá de las transformaciones necesarias que se deben operar en el campo de su organización y de su estructura (nueva matriz), la educación escolarizada solamente puede sostenerse a través de la presencia, el conocimiento, la defensa y al justificación de verdaderos relatos legitimadores. Y si hoy no los tenemos o si padecemos su ausencia, es hora de comenzar a construirlos.

Noro Jorge Eduardo es Doctor en Educación, profesor en filosofía y pedagogía. Especialización en filosofía. Profesor en letras y director institucional del nivel superior en la formación de docentes y profesor universitario de grado y de postgrado. Especializado en historia del pensamiento y de la educación, filosofía de la educación y mundo contemporáneos y nuevas alternativas para la educación. Obras publicadas (además de numerosos artículos): Filosofía, historia, problemas, vida (1997, 1998, 2003); Escuela posible, educación necesaria (2000, 2001), Pensar para educar y Filosofía y educación (2005).

Noro Jorge Eduardo.

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