“Sabemos más sobre el movimiento de cuerpos celestes que sobre el suelo bajo los pies”
Leonardo Da Vinci.
El suelo, elemento fundamental del mundo que nos rodea, no inspira a priori a grandes descubrimientos. Sin embargo, el desarrollo de nuevas tecnologías de secuenciación de DNA está revelando la inmensa biodiversidad de microorganismos que allí habitan, sus funciones y la complejidad de sus interacciones.
A la hora de estudiar el microbioma del intestino y sus implicancias en la salud humana, el suelo presenta otros retos de importancia más indirecta pero tal vez de igual relevancia. En efecto, el suelo es el soporte del crecimiento vegetal, que afecta directamente la alimentación humana; también juega un papel fundamental en el almacenamiento de carbono, y por lo tanto en la regulación del clima.
En estos procesos, las comunidades microbianas juegan un rol capital, y las relaciones equilibradas entre sus miembros son de importancia capital. Pero estos equilibrios están amenazados a nivel global, y especialmente en nuestro país, donde la erosión, la desertificación y las prácticas agrícolas intensivas tienen efectos nefastos sobre su funcionamiento. Por lo tanto, el conocimiento de los organismos que viven en él justifica plenamente la atención que le presta hoy en día la comunidad científica.
Clásicamente, la visión del microbioma se concentraba en las bacterias. Es cierto que estas pequeñas plantas químicas desempeñan un papel importantísimo en el procesamiento de la inmensa variedad de moléculas presentes en su entorno, para la obtención de energía, y biomasa. En cierta medida comparten este papel con los hongos, que construyen densas redes en el suelo influenciando hasta su textura.
Pero ambos organismos tienen depredadores que regulan sus poblaciones e influyen sobre la composición de sus comunidades: los protistas. Estos últimos son seres diminutos, constituidos por una sola célula, y extremadamente diversos: en una pizca de suelo pueden vivir hasta cien mil individuos, representando más especies que insectos en una hectárea de bosque tropical.
Y, como en la selva, cada una tiene su función: las más pequeñas, de apenas unos milésimos de milímetro, utilizan sus flagelos para capturar cientos de bacterias antes de dividirse, lo que hacen hasta una vez por hora. O introducen sus pseudopodios (extensiones del citoplasma) en micro-grietas para capturar las bacterias que allí encuentran refugio.
Otras especies comen presas mayores como hongos, y practican unos agujeros en sus paredes celulares desde donde “chupan” el contenido de las hifas. Algunas especies son capaces de depredar hasta animales como nematodos (pequeños gusanos del suelo) cien veces mayores, y practican una suerte de “caza en grupo”, llamando a otros congéneres con señales químicas para participar en la matanza.
Los protistas son depredadores especializados con dietas diferentes, y hasta los bacterívoros tienen sus preferencias, comiendo algunas y despreciando otras. De esta forma, modifican las comunidades y, por lo tanto, los procesos bioquímicos en el suelo.
Protistas, plantas y fertilidad
Uno de estos procesos es la liberación de nutrientes disponibles para que las plantas puedan crecer. En efecto, las plantas necesitan nitrógeno y fosfatos para fabricar proteínas y ácidos nucleicos, constituyentes fundamentales de la materia viva.
Estos elementos están presentes en el suelo, pero incorporados en moléculas más complejas que las plantas no pueden asimilar directamente. Las bacterias sí pueden, ya que suelen tener una maquinaria enzimática compleja que les permite romperlas. Pero no son altruistas: utilizan estos productos para su propio crecimiento, fabricando biomasa.
En eso intervienen los protistas: depredan las bacterias, excretando el amonio y los fosfatos que necesitan las plantas. Por lo tanto, influyen directamente sobre el crecimiento de las plantas, y fertilizan el suelo. Pero su papel no se para ahí.
Hemos visto que los protistas bacterívoros suelen tener dietas especializadas; se han aislado especies de protistas que preservan bacterias que favorecen el crecimiento de las plantas gracias a su producción de fitohormonas (llamadas PGPR, Plant Growth Promoting Rhizobacteria, bacterias asociadas a las raíces que promueven el crecimiento de las plantas). Concretamente, estos protistas evitan las cepas PGPR y devoran las demás, ayudándolas a ganar la competencia por los nutrientes.
Por lo tanto, estos “guardaespaldas de bacterias” ayudan las “buenas bacterias” a asentarse en la punta de las raíces de las plantas, promoviendo el crecimiento vegetal. Los resultados pueden ser espectaculares: la adjunción de Cercomonas sp. a bacterias PGPR aumenta la eficiencia de estas últimas de un factor 3. Estos resultados son muy prometedores a la hora de desarrollar una agricultura ecológicamente sostenible que mantenga altos niveles de producción, disminuyendo los aportes de fertilizantes sintéticos.
Pero los protistas pueden jugar también el papel del malo. Phytophthora infestans, el mildiú de la patata, es un oomycete (protista morfológicamente similar a un hongo) parásito procedente de América que fue responsable de la hambruna histórica que ocurrió en Irlanda entre los años 1845–1849 y que forzó millones de familias a tomar el camino del exilio.
Estos organismos se esparcen por los suelos húmedos a través de sus zoosporas e infectan raíces y tubérculos. Hoy en día, se favorecen métodos de lucha basados en la aplicación de distintos pesticidas. Sin embargo, una solución más sostenible podría consistir en favorecer comunidades bacterianas que impidan el paso al parásito (por los compuestos químicos específicos que producen), controladas por protistas “guardaespaldas”. También se han aislado protistas que luchan directamente contra hongos y oomycetes patógenos en suelos, fagocitando estos últimos. Estos organismos se están empezando a utilizar comercialmente, como la ameba Willaertia magna.
El carbono en el suelo
El suelo es un sumidero importante de carbono, que contiene aproximadamente 3 000 GT (Giga Toneladas) de este elemento. La descomposición de la materia orgánica resulta naturalmente en la emisión de gases a efecto de invernadero como el CO2 y el metano.
Por otra parte, la vegetación capta el carbono atmosférico a través de la fotosíntesis y lo incorpora en su propia biomasa. Algunos suelos son sumideros de carbono particularmente eficientes, como las turberas boreales; la acidez del ambiente, las bajas temperaturas y la falta de oxígeno en la turba frenan los procesos de descomposición.
Pero se ha sugerido que podrían comportarse como una bomba de tiempo; el calentamiento global aceleraría considerablemente la descomposición de la turba, transformando las turberas en fuentes potentes de carbono. Entender los procesos de captación y de acumulación del carbono atmosférico en el suelo es por lo tanto de una importancia estratégica considerable a la hora de tomar medidas para mitigar el proceso de cambio climático.
Las plantas no están solas a la hora de acumular carbono. Los protistas fotosintéticos (comúnmente llamados “algas”) juegan un rol significante en la captación de carbono. En turberas boreales, algunas amebas forman asociaciones mutualistas con algas verdes, a las que proporcionan nitrógeno; en cambio, las algas devuelven a las amebas el excedente de azúcares de su fotosíntesis.
Estas asociaciones son muy exitosas, y pueden llegar a dominar la biomasa microbiana en la turbera. Sin embargo, son muy sensibles a cambios ambientales y pueden llegar a desaparecer. Cuando eso ocurre, la capacidad de captación de carbono del ecosistema se reduce de considerablemente: una pérdida de 50% de amebas simbióticas se traduce en una disminución de un 13% de la capacidad de captación de carbono de la turbera.
Esto da una indicación de la importancia de los protistas en el proceso. En otros suelos, como por ejemplo en suelos agrícolas, la biomasa de protistas fotosintéticos es relativamente baja, pero sus altas tasas de reproducción garantizan una producción primaria relativamente importante.
Estas algas son depredadas por protistas especializados, muy abundantes en el suelo, y su carbono entra a sumarse a la cantidad total contenida en el sistema. Los protistas en su conjunto juegan un papel fundamental en la captación de carbono atmosférico y en su incorporación al pool total del suelo, y por lo tanto influyen en la regulación del clima a nivel global.
Hasta hace poco, los protistas (“algas y protozoos”) estaban vistos como curiosidades primitivas, ni plantas ni animales, a veces expuestos en las salas de prácticas de los colegios como los paramecios, o temidos como el plasmodio agente de la malaria, o Naegleria gruberi, la tétrica ameba comedora de cerebros.
Pocos podían imaginar la inmensa diversidad de estos organismos, la multitud de sus funciones en la biósfera y los servicios que pueden prestar a la humanidad. La protistología está hoy en día en plena expansión, y claramente jugará un papel importante en el desarrollo de un mundo más sostenible.
(*) Enrique Lara es investigador contratado en el CSIC y trabaja en el Real Jardín Botánico de Madrid.
Referencias
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