Hay en el mundo un ser maestra que es distinto del ser maestro. Es el de las educadoras que no están en la escuela ni dan clase con la intención de corregir, para mejorarla, la obra de la madre de cada alumna o alumno que tengan a su cargo. Son maestras que están ahí inventando, curso tras curso, maneras de continuar la obra materna, la obra de esa madre concreta que nos inculcó, con un tacto infinito, la competencia del saber estar aquí en el mundo (1).
Históricamente, el modo de educar durante la enseñanza llamada reglada ha sido más propio de las maestras que de los maestros. A las maestras, por ser del mismo sexo que las madres, les resulta más fácil reconocer su obra y continuarla. Los maestros pueden hacerlo, indudablemente, y a veces lo hacen, convirtiéndose en grandes educadores; pues también ellos nacen de mujer.
Pero la historia del conocimiento con poder les pone un obstáculo que hace su tarea más difícil (2). El obstáculo es que el conocimiento con poder –un conocimiento que, en Occidente, ellos han generado y sostenido desde (al menos y sobre todo) la fundación de las universidades en el siglo XII– nació, como he apuntado ya, en contra de las mujeres y en contra de la madre.
Las maestras que le reconocen autoridad a la obra de cada madre no se dejan tentar por el neutro (3). No enseñan ni inducen a las niñas a homologarse con los niños, sino que reconocen el sentido libre de la diferencia sexual, entendiéndolo como la riqueza que es para aprender, para crear y para hacer que sea política –es decir, no violenta– la convivencia entre los sexos.
Tampoco enseñan a los niños a admirar un conocimiento que ha nacido en contra de la madre, usurpando su potencia creadora y ninguneándola a ella después, y que es sostenido por la fuerza; sino que les enseñan a tomar de este conocimiento lo que sigue siendo valioso y a transformar el resto a la luz de la relación sin fin y del sentido libre del ser hombre.
De esta manera, la maestra se sitúa en la aurora del pensamiento, mirando hacia el nacimiento y hacia la luz, no hacia el ocaso y la muerte. En la aurora del pensamiento está la lengua materna (4), la lengua que hablamos, que es la que cada madre –o quien ocupe su lugar– nos enseña al enseñarnos a hablar (5).
La lengua materna me trae la realidad. En esto se distingue de los discursos que llenan el conocimiento con poder, ese conocimiento que se genera en contra de la madre aunque se exprese en el mismo idioma o sistema de signos y significados. Por eso se dice de los discursos que son “construidos”: no nacen de la relación libre con lo que es sino de la tarea de abstraer lo que es.
Cuando ir a clase no es un placer
Los discursos, sean de la ideología que sean, cuesta trabajo tanto enseñarlos como aprenderlos, porque suplantan o pretenden suplantar la realidad, en vez de traérmela.
La maestra que enseña en la lengua materna entiende y da a entender, de manera que su cuerpo y el de sus alumnas y alumnos sienten la felicidad de enseñar y de aprender, contemplando de labios de ella la comparecencia de lo real.
Cuando el cuerpo es feliz en clase, el saber fluye, porque el cuerpo y la lengua materna están bien cuando están juntos, cuando el cuerpo no se ve obligado a enseñar o a aprender de memoria discursos que solo en parte recuerda o comprende, porque son, de fondo, ficticios. Es decir, porque no son lengua materna.
Porque el cuerpo humano sufre cuando tiene que incorporar discursos, cuesta tanto esfuerzo ir a clase; y por eso interpretamos acertadamente este hecho tan frecuente en la infancia como expresión del dolor de separarse de la madre: es decir, de separarse de la relación de aprendizaje que ella fundó y sostuvo durante la primera infancia.
El cuerpo humano sufre cuando tiene que estudiar discursos porque se le obliga a aprender en una relación de fuerza. No de amor, como cuando aprendió a hablar. En realidad, la lengua materna no la olvidamos nunca porque es la escuela del primer amor. Por lo mismo, a las escuelas de niñas llevadas por las beguinas o beatas se las llamaba, antiguamente, la Amiga. Así lo recuerda el estribillo popular repetido durante siglos, de boca en boca:
Hermana Marica
mañana que es fiesta
no irás tú a la Amiga
ni yo iré a la escuela.
La palabra “Amiga” procede del latín amare, amar. “Escuela” deriva, a través del griego, de la raíz indoeuropea *segh-, que significa “controlar bien”, “superar”, como en la palabra “esquema”.
Las beguinas (llamadas en Castilla, desde el siglo XV, beatas, que quiere decir “felices” o “bienaventuradas”) han sido y son mujeres que, en la Europa del siglo XI, crearon una forma de vida femenina orientada por el cultivo de la espiritualidad amorosa, libre tanto de la heterosexualidad obligatoria como de toda regla religiosa. Seguían existiendo en el siglo XX, tanto en Europa como en América. Hoy son reconocibles, por ejemplo, en el movimiento político de las mujeres.
La escuela es, sin embargo, a pesar de sus inconvenientes, un lugar precioso de intercambio (6). Por eso gusta, también, ir al colegio, y el recuerdo de las grandes maestras y maestros que nos enseñaron en lengua materna, o de las amistades íntimas ahí vividas, es un recuerdo indeleble.
Al recordar mi propia experiencia como alumna, me ha venido a la memoria un poema de Ana Mañeru Méndez que dice:
De sus manos,
del amor tocada,
vive el don
de quien ha sido elegida.
De su vida,
que da paso al misterio,
nace la luz
que es fuente de sentido.(7)
(VV. AA., 30 Retratos de maestras. De la segunda república hasta nuestros días, Barcelona, Praxis, 2005, 205-207).
María-Milagros Rivera Garreta es ensayista, historiadora y traductora. Este texto es un capítulo de su obra El amor es el signo. Se reproduce con autorización.
Notas
(1) Sobre la Daseinkompetenz o “competencia del saber estar ahí”, Ina Praetorius, La filosofía del saber estar ahí. Para una política de lo simbólico, “DUODA. Revista de Estudios Feministas” 23 (2002) 98-110.
(2) Sobre la hostilidad a lo femenino en el conocimiento universitario, David F. Noble, A World without Women. The Christian Clerical Culture of Western Science, Nueva York y Oxford, Oxford University Press, 1992.
(3) La expresión es de Wanda Tommasi, La tentazione del neutro, en Diótima, Il pensiero della differenza sessuale, Milán, La Tartaruga, 1987, 81-103.
(4) Sobre la aurora, María Zambrano, De la aurora, Madrid, Ediciones Turner,1986. Sobre la lengua materna, Luisa Muraro, La alegoría de la lenguamaterna, “DUODA. Revista de Estudios Feministas” 14 (1998) 17-36.
(5) Luisa Muraro, El orden simbólico de la madre, trad. de B. Albertini, M. Bofill y M.-M. Rivera, Madrid, horas y Horas, 1994; Diótima, Il cielo stellato dentro di noi. L’ordine simbolico della madre, Milán, La Tartaruga, 1992.
(6) Véase, por ejemplo, Sofías, Escuela y educación. ¿Hacia dónde va la libertad femenina? Madrid, horas y Horas, 2002.
7. Publicado en el catálogo de la exposición Mans de dones, Barcelona, Ajuntament de Barcelona, 2000.
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