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La triste historia de la melancolía no ha terminado

Después de haber conseguido controlar la peste, el cólera, la malaria, la viruela, el escorbuto y hasta el sida, el hombre del s. XXI se encuentra perdido y no encuentra la vacuna, no menos compleja, que logre mitigar la melancolía, también conocida como el mal de la bilis negra. Esta epidemia emocional es diagnosticada hoy como Código Z porque nadie sabe cómo tratarla: hacen falta algo más que médicos para resolver lo que llaman la “insatisfacción del bienestar”. Por Camino García Balboa (*).

La triste historia de la melancolía no ha terminado

Los códigos Z es la categoría con la que se clasifica desde un punto de vista diagnóstico a aquellas personas que acuden a centros de atención de salud mental aquejados de malestar, en términos de estrés, angustia, dificultades para sobrellevar la vida, y que según los profesionales médicos no pueden ser clasificados como enfermos. Quedan entonces arrumbados en el mismo cajón de sastre tanto los que van –según los médicos- porque han discutido con la pareja, han perdido el trabajo, se han divorciado… como los que verdaderamente se sienten mal porque tienen un desasosiego permanente, porque no saben ni pueden gestionar sus estados de ánimo.

Los profesionales de la salud se quejan de que hoy en día se quiere “consumir medicinas”; que no se soportan los contratiempos y que no se pueden colapsar los centros de atención sanitaria con padeceres de personas que no consiguen alcanzar la ilusión.

Aceptando que entre estos “códigos Z” habrá un cierto porcentaje de personas que, efectivamente, corresponden a los que Moliere llamaría “enfermos imaginarios”: hipocondríacos,  blandos, que se someten voluntariamente a la auto-observación y queja permanentes, ese tipo de individuos que no están dispuestos a “sacar pecho”. Habrá también, sin duda,  un buen número de personas que verdaderamente sufren y no encuentran cómo orientarse.  

Según los clasificadores de pacientes, ¿a dónde deberían acudir éstos últimos para ser atendidos y ser considerados algo un poco más  digno que “códigos Z”?

Los códigos Z fueron creados para clasificar problemas de salud que no son propiamente enfermedades, y es una clasificación aprobada incluso por la incuestionable Organización Mundial de la Salud (OMS). Como incuestionable puede ser también la afirmación del neurólogo alemán Viktor von Weizsäcker : “enfermo es el que va al médico”. 

Melancolía: una historia triste

Los responsables sanitarios se quejan también de que se sufre un mal de los tiempos, consecuencia de una sociedad enraizada en la comodidad que busca soluciones inmediatas y no está dispuesta a padecer más de lo necesario. Y en esto, sí que no están acertados: la melancolía, los melancólicos, ya fueron objeto de estudio y reflexión mucho antes de estos nuestros tiempos de la era del antropoceno.

En el Renacimiento se admite la existencia de “Un padecer que es no una enfermedad en sí misma sino un aspecto de nuestro ánimo que es a su vez dependiente de los humores de nuestro cuerpo”, como ya Hipócrates había sostenido.

En el s. XVII, el filósofo Robert Burton, dedicó muchos de su vida  a la recopilación de todo lo que otros pensadores habían escrito sobre la melancolía. Y en su “Anatomía de la Melancolía”, un volumen de  más de 1.000 páginas, analiza los aspectos farmacológicos, médicos y filosóficos de este padecer. En el tratado queda constancia de cómo hombres de incuestionable fortaleza como los estoicos, fueron sensibles también y padecieron estados melancólicos. Avicena, Sócrates…., mentes de extraordinaria valía, no trivializaron al respecto, más aún, reflexionaron tratando de entender el mal de la bilis negra.

Sorprende la delicadeza y el extraordinario cuidado por entender a las personas que sufren con la frialdad del encasillamiento de nuestros tiempos: “este individuo es un anoréxico; aquél un cardiópata; el otro, un código Z”. La normalización deja fuera de consideración a quienes no se acierta a entender, y además se les culpabiliza por considerarse enfermos. Quizá el problema está no en que no sean enfermos, sino en que no se sepa cómo tratarlos. Hemos creado una epidemia emocional, y no sabemos dónde encontrar la vacuna.

Después de haber conseguido controlar la peste, el cólera, la malaria, la viruela, el escorbuto y hasta el sida,  el hombre del s. XXI se encuentra perdido y no encuentra la vacuna, no menos compleja,  aquella que logre mitigar “la melancolía”: ¿de dónde extraer el microbio para inocularlo en esa dosis sabiamente templada que consigue prevenir la infección?

Malaria, peste……, se suele medir la gravedad de las enfermedades por la incidencia, más, ¿cómo medir el padecimiento? Séneca o Avicena supieron observar con mirada menos cargada de soberbia.

Nos recomiendan hoy los expertos que hay que reconsiderar la capacidad de sufrir y que es necesario  re-educar la famosa resiliencia frente a los avatares de la vida. Pero, mientras apredemos, ¿dejamos que el mundo viva en pena?

La triste historia de la melancolía no ha terminado

Inherente al ser humano

Resueltos en el mundo desarrollado, o al menos para muchos, el problema del hambre, del frío, del suministro de alimentos. ¿Qué le queda al cazador-recolector que ya no corre tras la presa, ni cultiva la tierra, ni excava? Admitamos que le queda un espacio recóndito para la insatisfacción, que seguramente, no mata, pero enlentece tanto el vivir.

Demócrito llegó a hacer disecciones para intentar entender la melancolía. Y en su tiempo se reconocía que “La melancolía es inherente al ser humano. Pues humano es tener padecimientos. Humano es estar insatisfecho, malhumorado”. Humano es estar melancólico.

Dice Burton que “la acidez de esos humores es causa de insomnio, embotamiento del juicio, desvaríos…  y que de tales predisposiciones a la melancolía nadie está libre en absoluto, ni aun el estoico, el sabio, el dichoso, el sufrido, el piadoso o el representante de Dios. Todos llegan a sentir esos malestares, en mayor o menor grado, durante períodos más o menos largos. Zenón, Catón y hasta Sócrates, que tanto recomendó la templanza y supo conservar su serenidad aun en los instantes de mayor miseria y sufrimiento, también sintieron el tormento de la melancolía así entendida. Quinto Mételo, a quien presenta Valerio como “ejemplo de la mayor felicidad”, «el hombre más dichoso de su tiempo, nacido en la más próspera ciudad de todo el orbe, o sea Roma (natus in fiorentissima totiy,s orbis civitate), de noble estirpe, estimado por todos, rebosante de salud, rico, que obtuvo los cargos de senador y cónsul, casado con mujer distinguida y honesta (uxorem conspicuam, pudicam), padre no menos feliz (faelices liberas)», etc., tampoco se libró de la melancolía y conoció en cierta medida la aflicción y el dolor.

Se plantea por otra parte la cuestión de si el médico debe dominar sólo la medicina propiamente dicha. Paracelso aconseja que el médico se también mago, químico, filósofo y astrólogo. Ficino, Crato y Fernelio consideran indispensable el conocimiento de la astrología. Y Burton reconoce: “que muchos médicos condenan la astrología dentro de su ciencia, pero yo repruebo a los facultativos que nada quieren saber fuera de la medicina misma, como lo han sostenido Hipócrates, Galeno, Avicena y otros. Bien se ha dicho que el médico ignorante de la astrología no pasa de ser un vulgar matasanos: homicidas medicos Astrologiae ignaros”.

Algo más que médicos

¿Será entonces que faltan “médicos astrólogos” entre nuestros profesionales? ¿Será que le  faltaba la magia a quien quiso encasillar y normalizar todos los comportamientos, asignando un código Z general para todos?

La preocupación (y ocupación) de Burton contrasta con el análisis frío y rotundo del segundo milenio: “el tratamiento de los códigos Z y del disconfort de la vida diaria, no tiene fundamento científico, es éticamente cuestionable y daña a los pacientes”.

En el mismo sentido se afirma: “En España la psiquiatría actual tiene un problema gravísimo: debemos establecer una diferencia lo más neta posible entre lo que son problemas de la vida y problemas mentales”, sentenció un catedrático cuyo nombre omito.

Burton no encontraba tan lamentables las quejas de los melancólicos, más bien las describía de un modo objetivo, como algo que sucede, como lo que es propio de… ser humano: “Que el humor mismo sea abundante o escaso, según el temperamento o alma racional del individuo pueda ofrecer mayor o menor resistencia, se sentirá más o menos afectado. Lo que para unos es sólo una molestia ligera, algo así como una picadura de pulga, se convierte para otros en insufrible tormento. Lo que un sujeto de hábitos moderados y vida sobria sobrelleva de buena gana, otro no puede soportar en modo alguno y cada vez que es víctima —o se cree falsamente tal— de una ofensa o sufre un dolor, una desgracia, un daño, un malestar, etc., aun cuando sea leve, transforma cuanto le ocurre en una verdadera pasión, y entonces se altera su temperamento, su digestión es perturbada, padece insomnio, su espíritu se anubla, siente un gran peso en el corazón y lo atormenta la hipocondría. Empieza a sufrir de pronto indigestiones y otros desarreglos intestinales y es dominado por la melancolía. Puede comparársele en este caso a una persona encarcelada por deudas: todos los acreedores intentan cobrar lo que se les debe y lo acosan a porfía. Si el paciente siente algún malestar, al instante todas las demás perturbaciones hacen de él presa, y entonces cual un perro cojo o un ganso aliquebrado lleva una vida triste y desfalleciente, y acaba por contraer el pernicioso hábito a que nos referimos o la enfermedad que llamamos melancolía”.

A diferencia de la mirada de los médicos actuales: «Cualquier situación de la vida diaria está medicalizándose. Sanitarizamos el estrés, las alteraciones físicas, los problemas domésticos”, Burton no rechazaba la necesaria aplicación de remedios: “es preciso admitir como únicos remedios los que Dios ha puesto a nuestro alcance: hierbas, plantas, minerales, sustancias nutritivas, etc., por efecto de sus virtudes particulares. Tales son los remedios adecuados, una vez convertidos en medicamentos. Debemos recurrir, pues, a los médicos, que tanto pueden hacer a favor de nuestro bienestar y considerarlos como agentes de la voluntad de Dios cuando de curar dolencias se trata”.

Insatisfacción del bienestar

Así pues, los códigos Z: ni tan nuevos ni tan demonizables. “Insatisfacción del bienestar”, lo llaman. Pero insatisfacción al fin y al cabo. “Se presentan con síntomas físicos y no cumplen los requisitos de trastornos mentales definidos.” ¿Habrá que redefinir los requisitos de los trastornos mentales?” Avicena, Hipócrates, Séneca tuvieron una mirada más humana.

Aunque hoy día también hay miradas comprensivas: “son los valores de la sociedad los que han evolucionado y, por tanto, circunstancias que antes no se veían como patológicas pueden serlo hoy día”. Y también, en el mismo sentido: “hay personas que tienen un perfil de vulnerabilidad que hace que ante cualquier problema se hundan. Por eso, es importante reforzar los mecanismos antiestrés”. Pero, ¿quién nos enseña?

Los melancólicos en la historia; “los códigos Z” de hoy. Ni tan falsos, ni tan débiles. Un pensamiento darwiniano viene a resolver los problemas –en parte financieros- del sistema de sanidad de hoy. Silenciar al vulnerable. Atender al fuerte. Enfermo, claro. Pero fuerte.
 
 
(*) Camino García Balboa es Doctora en Ciencias Químicas. Trabaja como investigadora en la Universidad Complutense de Madrid y como profesora en el Real Centro Universitario Escorial María Cristina- Madrid College of Chiropratic. Aficionada a la escritura, ha ganado varios premios en Relato Corto.

 

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